Si alguna suerte de ventaja póstuma han gozado los rockeros del llamado “Club de los 27” –Jimi Hendrix, Jim Morrison, Janis Joplin, Kurt Cobain, etcétera–, es la de no haberse convertido en septuagenarios multimillonarios que siguen subiéndose a los escenarios para vociferar que ya no tienen satisfacción, que es mejor quemarse que desvanecerse o que no puedes comprarme, mi amor. Incontaminados físicamente, al margen del valor, la trascendencia y el merchandasing que durante décadas los ha seguido explotando, esos artistas salidos de escena tan jóvenes, siempre en circunstancias oscuras, suenan más genuinos que sus cogeneracionales hoy ancianos, entre otras cosas porque justamente no envejecieron, aprehendiendo la rebeldía primigenia del género y ubicándose en una suerte de limbo desde el que continúan manifestándose. Por eso habrá siempre más espíritu de confrontación e inconformismo convertidos en arte en la grabación original de “Voodoo Child”, pongamos por caso, que en un reciente concierto de dos horas de Roger Waters. En un punto, esa condición a medias entre la vastedad del mito y la luminiscencia fantasmagórica los ha terminado convirtiendo en entes de ficción.
Si bien nunca es mencionado por su nombre, la portada de Ave Roc, flamante reedición de la novela que Roberto Echavarren publicó por primera vez en 1994, y los propios hechos que se narran remiten a Jim Morrison (1943-1971), el legendario líder de The Doors, vilmente caricaturizado por Val Kilmer en la película homónima de Oliver Stone (1991) y auténtica figura de culto en el imaginario del rock and roll a lo largo del tiempo. No está el nombre del personaje pero sí aparecen a lo largo de la trama, con ligeras variaciones (o mutaciones) varios de los hechos que jalonaron la breve e intensa vida del artista: la conflictiva relación con su padre militar, sus años como estudiante de cine, el vínculo con las drogas, el proceso de formación de la banda (que en la ficción se llama Del Otro Lado), el famoso episodio de censura en el programa de Ed Sullivan, el llamado “incidente de New Haven” (que convirtió a Morrison en el primer rockero detenido por la Policía durante un concierto), su relación con la cantante Nico (Nitro en la novela), el establecimiento en París y su muerte en la bañera de un piso del barrio de Le Marais, entre otros. Todo eso importa o se atiende en la capa más superficial de Ave Roc, porque el libro no se presenta como una biografía novelada de una estrella de rock, sino como la historia de una relación a lo largo del tiempo, incluso cuando una de las partes ha dejado atrás este mundo en el que chapaleamos.
Uno de los grandes logros de Echavarren es la construcción de la voz narradora, que se dirige todo el tiempo a una segunda persona que ya no existe pero que termina conformándose en el personaje más importante de la trama. El efecto espiralado de la voz, que adiciona recuerdos y vuelve sobre determinados episodios, que recrea momentos íntimos y los ensambla con otros de corte más general, que se enrosca sobre los vaivenes siempre imprevisibles de la memoria, desarrolla un discurso hipnótico y cercano: “Caminaste en equilibrio sobre el borde del podio, arrojaste el micrófono varias veces sobre la cabeza del público, escupiste a las primeras filas y la gente empezó a girar y a saltar y a querer treparse al estrado para atacarte o abrazar tus rodillas”.
En un escritor bisoño este efecto terminaría saturando por la propia cercanía del interlocutor final, pero Echavarren, poeta antes que nada, oficia como un druida sobre el encabalgamiento de las palabras y dispone el relato con un tenso lirismo, donde cada vocablo, cada signo de puntuación y cada silencio ocupa su lugar preciso: “El foco ilumina por detrás tu soma, el rictus a contraluz, deflagrado; si cruzaste un límite, no sé quién sos. Hirsuto de matorra, viniste con todo, a la burra. Atravesaste una pantalla. Del otro lado hay cables que conectan con el oscuro. Veo cada hebilla, palpo la ingle envainada en cuero de nonato, cruje cuando la mueves, los reflectores atraviesan chorros de falso humo. No eras lo que podía esperarse de un muchacho: para quebrar el espejo de los roles y la ley natural por el estilo, indio ambidextro, criatura de otro espacio, habitaste este”.
El otro elemento a destacar en esta poderosa novela, evidenciado ya en los pasajes antes citados, es la cuestión del cuerpo joven. Lejos de la decadencia que trae el inevitable paso de los años, que nos comprime, nos arruga, nos marchita y nos envilece ante el recuerdo de los años idos, en Ave Roc el cuerpo masculino parece un elemento eterno, destinado a producir goce y poder. Todo ese culto del cuerpo como una suerte de santuario de la juventud eterna, que el narrador glorifica y también añora, puede alcanzar la intimidad más descarnada, como en el coito que se describe sobre el final del capítulo XI.
No es un detalle menor que no sea esta la primera vez que se reedita Ave Roc. Su intermitente reaparición a lo largo de los años evidentemente está señalando algo, quizás su propia condición de clásico contemporáneo en la escena de la literatura uruguaya (como ese mate junto al arroyito que toma el narrador sobre el final). El secreto, se me ocurre, es la propia intemporalidad de la obra, que la relaciona directamente con lo expuesto al arranque de esta nota sobre la juventud eterna de los rockeros que murieron jóvenes. En las páginas de este libro Jim Morrison sigue viviendo, porque al final, como cantó alguna vez Bob Dylan (aunque la versión definitiva es la que grabaron Nick Cave and The Bad Seeds al cierre del disco Murder Ballads), “la muerte no es el fin”.
Ave Roc. De Roberto Echavarren. Montevideo, Hum, 2022, 202 páginas.