Una fila caracol que antes fue un círculo enorme se va diluyendo mientras una a una las mujeres nos acercamos al fogón. Allí ofrendamos algunas hojas de coca mientras una amauta –mujer medicina del pueblo aymara– nos pregunta el nombre. Nombre y apellido, dice, y lo repite para retenerlo y luego susurrárselo al fuego al tiempo que nos envuelve la muñeca con unos hilos de lana. Pasa la siguiente. Nombre, nombre y apellido. El sol cenital pega como si fuera verano aunque sea mayo y el aire esté refrigerado por los Valles Calchaquíes, Salta, norte de Argentina.
La hermana amauta viajó desde Bolivia especialmente para realizar las ceremonias espirituales en este Parlamento de Mujeres y Diversidades Indígenas por el Buen Vivir. Cuatro días de convivencia entre 250 hermanas de todo el territorio argentino, integrantes de 21 pueblos-nación, reunidas para conocerse y compartir experiencias y sobre todo para crear pertenencia y delinear líneas de acción contra la violencia sexual, muchas veces ejercida por hombres criollos ajenos a las comunidades que tratan a las indias –sobre todo a las niñas y adolescentes– como animales de su propiedad. La época colonial no se terminó. Las historias que surgen son de terror.
Somos muy pocas las personas no indígenas que estamos en el Parlamento (calculo un 10%); algunas voluntarias, otras –mi caso– periodistas invitadas para contar esa experiencia autogestionada a partir del tesón del Movimiento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir. Tuvieron que comprar pasajes de avión para mujeres de otras provincias que nunca habían viajado en avión y conocerían el racismo de los aeropuertos por primera vez. Hubo que conseguir 300 colchones –llegaron a último momento–; recolectar alimentos para todas las comidas diarias; organizar juegos para les niñes porque muchas mujeres viajaron con sus hijos; mantener a raya a la Policía que cada tanto se daba una vueltita por el predio; mantener a raya también a la Iglesia local, que intentó sabotear el Parlamento desde el vamos.
La fila caracol se va extinguiendo y la hermana amauta que retuvo, repitió y susurró trescientos nombres completos está agotada y las gotas de transpiración corren por su cabeza, protegida por un gorro de lana gruesa. Es la última ceremonia del Parlamento y se hace como una forma de limpieza y conexión luego de que muchas de las participantes contaran sus propias historias de abuso. De alguna forma, decir el nombre, anclar la identidad, tiene resultados sanadores. En los cuatros días de talleres y plenarias es un tema que surgió de forma sistemática.
–Tenemos que saber quiénes somos. Una vez que sabemos quiénes somos no hay vuelta atrás.
–Conocer nuestra identidad nos salva.
–Nuestro origen, nuestra historia, nuestras ancestras nos dan la fuerza para seguir.
–Soy una persona trans y dos espíritus, vengo de Chile representando a nuestros ancestros.
–Soy trans y mapuche. Nosotras también somos indígenas y voy a resistir en donde sea, en el territorio que lo necesite.
Estas mismas frases, con sus variantes, se fueron repitiendo en cada charla.
En momentos de sospecha crítica, por izquierda, y de reacción conservadora, por derecha, hacia las nociones de “lo identitario”, la complejidad filosófica de la pregunta quién soy, o mejor dicho, quiénes somos (y sus capas de sentido cultural y político y sus pliegues esencialistas o antiesencialistas) se transforma en algo bastante simple. Para las comunidades, naciones y pueblos que han sido saqueados y borrados de la historia –en pasado y en presente– poder nombrarse como indígenas es muchísimo, o casi todo. La identidad da pertenencia y la pertenencia da identidad y fuerza (no hablo de poder) para seguir en un continente donde los estados niegan condiciones de existencia.
En una de las charlas, se presentó una mujer de la Nación Charrúa. En las escuelas uruguayas nos enseñaron que ya no existían los charrúas, se habían extinguido, los había terminado de matar Rivera. En el discurso oficial y escolar se hablaba de los charrúas como quien habla de dinosaurios y el meteorito. Entonces yo, que crecí creyendo que no había más charrúas, tengo sentadas frente a mí a mujeres charrúas. Y esas mujeres charrúas hablan de la necesidad de nombrarse como tales, porque en los desplazamientos forzados a las urbes, en los saqueos de territorio, en la violencia institucional cotidiana –que no te atiendan en un hospital, no poder hacer una denuncia en una comisaría, que la Justicia te criminalice– fueron borrando su identidad indígena, fueron lavando su origen y de esta forma desapareciendo dentro de sí mismas.
En esos días del Parlamento estoy leyendo Huaco retrato, la novela de la escritora peruana Gabriela Wiener. Gabriela vive en España desde hace más de una década y se identifica, entre otras cosas, como migrante, además de bisexual, de poliamorosa, marrona, chola, sudaca y una larga lista, no exenta de humor y dolor, que suelen ser lo mismo. Gabriela fue ¿descubriendo? su identidad, o sumando capas de sentido a su existencia a partir de los contrastes a lo que nos expone una migración. Como decía uno de los inventores de los estudios culturales, el sociólogo jamaiquino Stuart Hall (siguiendo a Antonio Gramsci, y también a Jacques Derrida) la identidad no es algo homogéneo sino que actúa por relación a partir de exclusiones. Somos en función de una diferencia o contexto. Y cuantas más diferencias, o más contextos, más compleja es nuestra identidad. En los ambientes intelectuales peruanos o españoles filosudacas Gabriela es una cronista admirada, pero la abuela de su mujer, una señora españolísima, la confundió con la chica de la limpieza.
“Todos tenemos un padre blanco. Quiero decir, Dios es blanco. O eso nos han hecho creer. El colono es blanco. La historia es blanca y masculina. Mi abuela, la madre de mi madre, llamaba a mi padre, el marido de su hija, “don”, porque ella no era blanca sino chola. Me resultaba rarísimo oír a mi abuelita tratando con ese excesivo e inmerecido respeto a mi papá. ‘Don Raúl’ era mi padre.
En la época en que los niños del colegio me gritaban negra como insulto encontraba refugio cogiéndole de la mano para que todo el mundo supiera que ese señor sólo un poco blanco era mi papá, eso me hacía menos negra, menos insultable. Supongo que ahora que está muerto lo poco de blanco que hay en mí se ha ido con él, aunque siga usando su apellido, y nunca el de mi madre, para firmar todo lo que escribo.
Durante mucho tiempo pensé que lo único que tenía de blanca era ese apellido, pero mi marido dice que mi ‘mancha humana’ es inversa a la de Coleman, el profesor universitario de esa novela de Philip Roth, que quiere esconder su negritud. Mi identidad marrón, chola y sudaca intenta disimular la Wiener que llevo dentro”.
La novela de Gabriela explora de forma salvaje lo identitario y es un gran libro porque dinamita el concepto de identidad sin dejar de ponerlo en valor. Es un libro sobre la muerte del padre –tema identitario canónico– pero este duelo es casi un dispositivo para bucear en todo lo demás. Y todo lo demás va desde lo más subjetivo hasta lo más histórico. La mirada que Gabriela tiene sobre sí misma –sobre ese personaje llamado Gabriela Wiener– no puede desvincularse del gran saqueo colonial de los pueblos andinos. Porque ella es descendiente de indígenas y al parecer también descendiente de un tal Charles Wiener, explorador iluminista y bastante ladrón que se llevó varias piezas arqueológicas a los museos de París. Entonces ¿quién es Gabriela Wiener? ¿Qué le habría respondido el fuego en ese mediodía en Salta? Posiblemente, que cuando el afuera quiere decidir sobre nosotras (y eso es todo el tiempo) conviene tener claro quiénes somos, o al menos sumergirse en el problema.
Huaco retrato sin saberlo, o sabiéndolo de la forma que sabe la literatura, por intuiciones, está dialogando con el Parlamento de Mujeres Indígenas, y Gabriela, que unos días antes había estado presentando su libro en una librería porteña e ironizando acerca de la blanquitud del lugar, que había invitado al movimiento de “identidad marrón” como forma de reconocimiento local, está teniendo una conversación con todo un movimiento que, de forma silenciada, de forma invisibilizada, y en muchos casos perseguida, está dando quizás la batalla más importante, más difícil y más sostenida: la de poder nombrarse.