Entre los elementos propios que caracterizan a la novela policial –ese género al que una parte importante de la crítica literaria se empeña en definir como popular y que goza de una muy buena salud editorial (no exento, claro está, de una caterva de practicantes menores, que le dan vuelta a las fórmulas resobadas de siempre con pretendida creatividad)–, uno de los desafíos más importantes para el novelista es la conformación de la figura del detective, de aquel que investiga un caso, el pesquisa de la trama, que tanto puede ser un investigador privado (al que le paga un cliente) como un funcionario de la Justicia (al que le paga el erario). Dejo fuera de esta categorización la crook story (la historia que desplaza el protagonismo desde un eventual detective hacia el delincuente, forma inaugurada, según precisa Javier Coma en el Diccionario de la novela negra norteamericana, con la publicación de Me... Gangster, de Francis Coe, en 1927), así como otras variantes del género.

Historiar las particularidades de la figura detectivesca en la literatura policial excede el espacio de esta nota y a los conocimientos de quien la firma, pero puestos a introducirnos en el tema, permítaseme apuntar aquí que si algo revigoriza al policial y lo mantiene vivo es la permanente variación en la figura del investigador, personaje que se conforma con los perfiles más diversos (el deductivo, el bruto, el que es ayudado por el azar, el cerebral, el iconoclasta, el transgresor, el metódico, etcétera), así como en la vinculación con su entorno inmediato (la oficina en que trabaja, el trato con sus superiores, el acatamiento o no de las disposiciones legales, la relación con su familia, etcétera). Con tamaña y heteróclita argamasa se elabora la galería de tipos más diversos, en la que hay que ubicar al teniente Leocadio Rivero, oriundo de Fraile Muerto pero que cumple funciones en una comisaría de Montevideo, protagonista de la flamante novela Apenas lo conocía, de Cecilia Ríos (1959).

Rivero, funcionario metódico y apegado al Código, recientemente separado tras una larga relación, que le arrastra el ala a una sargenta de la misma comisaría (en confrontación directa con la máxima popular que dice que “donde se come no se caga”) y que mantiene una tirante relación con su superior directo, el comisario Pereira, así como con otros milicos lambetas y obsecuentes, se inmiscuye en un extraño caso que podría involucrar a un hombre envenenado. Ese “podría” es clave porque la muerte dudosa que dispara la investigación –que Rivero llevará adelante contra viento y marea, haciendo uso incluso de sus horas de descanso– se mantiene como misterio durante toda la trama, que no deja de incorporar diversos apuntes sobre la rutina de la Policía montevideana que se vuelven especialmente llamativos en esta época en que la llamada fuerza del orden no deja de estar en la picota, tanto sea por un episodio de agresión a un motonetista que acababa de ser multado, como por la instalación de un parrillero construido por reclusos en la casa de un jerarca, por mencionar sólo un par.

Sobre el argumento de Apenas lo conocía no conviene aportar mayores datos, porque una de las claves de la novela es la forma espiralada en la que Ríos construye la historia, abriéndola hacia frentes impensados, siempre novedosos, que incluyen un largo pasaje en la ciudad de Rivera, lugar al que la investigación del caso conduce al incansable teniente y donde se desarrolla, además, una caliente (y no sólo por el sempiterno calor riverense) historia de amor que, se me ocurre, debe ser de las más tórridas en la literatura uruguaya reciente.

Uno de los niveles de complejidad de la novela lo conforma una serie de breves capítulos en primera persona, ensamblados en el relato en tercera persona que desarrolla los hechos, que presentan monólogos de algunos personajes y que, en una suerte de juego metaliterario y al mismo tiempo detectivesco, son creados y puestos en voz por el propio teniente Rivero. El recurso conforma una interesante variación del sistema escritural que Ríos presentaba en su anterior novela Volver de noche (2019), también publicada por la editorial Estuario en su colección Cosecha Roja: recordarán los lectores que la atravesaron que la historia central también era intervenida por unos capítulos encabezados por un “Ella” que refería a la propia narradora.

Este sistema metadiscursivo complejiza y adensa los propios parámetros del género, tal como también puede verse, para poner otro ejemplo local, en la novela Morir es poca cosa, del salteño Daniel Abelenda, recientemente comentada en estas páginas, en la que un exinspector escribe una novela policial dentro de la misma novela.

Finalmente, otro elemento a destacar en Apenas lo conocía es el manejo que hace la autora del trasunto rutinario como parte de la acción, algo no siempre fácil de lograr para un escritor porque, entre otras cosas, puede terminar resultando no ser funcional a la trama. El crimen que investiga Rivero está teñido por la rutina de una relación de pareja, pero también lo está el vínculo que el policía mantiene con su ex. La misma monotonía que fija y absorbe lo cotidiano se aprecia en diversos momentos de la trama: el día a día en la comisaría (partes diarios, declaraciones, citaciones), la calma chicha riverense (con sus comercios que cierran después del mediodía para que se cumpla el ritual de la siesta) y hasta el cementerio por el que en un momento camina Rivero, rodeado de panteones que cobijan a un puñado de polvo y que sólo pueden ver los vivos, “los que siguen en este mundo tan fácil de abandonar”.

Apenas lo conocía. De Cecilia Ríos. Montevideo, Estuario, 2022, 168 páginas.