Dentro de la heteróclita fauna que puebla el universo literario se encuentran los escritores que labran su obra de espaldas a la época en la que viven, como un ruido de fondo o un murmullo en sordina, y los que trabajan con la argamasa del presente, del mismísimo tiempo que habitan. Desde luego, la generalidad de tamaña división habilita las más variadas reparticiones y compartimentos estancos en el interior de cada una, al tiempo que establece espacios en los que ambas manifestaciones dialogan, al margen de que se entiendan o no. En esa hibridación de categorías, dos por tres surgen fenómenos extraños, anomalías que requieren una atención particular de parte del observador, que duda de los principios taxonómicos de que dispone antes de garabatear la etiqueta y pegársela al frasco con la muestra.
El caso del escritor francés Michel Houellebecq (1956) se ajusta con creces al modelo desestabilizador mencionado, sin que eso constituya en sí mismo un triunfo de la especie: fenómeno mediático y de ventas, gigantografía habitual en los pasillos de las grandes librerías, eterno autor de moda y emisor de declaraciones a veces lúcidas y otras despreciables, su estro se viene desparramando con sostenida eficacia desde la publicación de su primera novela, Ampliación del campo de batalla (1994), hasta la que motiva estas líneas, pasando por títulos como Las partículas elementales (1998) –hay cierto consenso crítico en afirmar que se trata de su libro más logrado–, Plataforma (2001), La posibilidad de una isla (2005), El mapa y el territorio (2010), Sumisión (2015) y Serotonina (2019), entre otros.
El sistema Houellebecq no es para nada novedoso. Su manejo de la materia narrativa labrada en el presente (un presente siempre perturbador, acelerado hacia el futuro inmediato, como se aprecia en Aniquilación) ya estaba en Honoré de Balzac y Emile Zola, para mencionar a dos dignos predecesores en su idioma, pero lo que constituye una marca propia, la verdadera razón por la que debería ser destacado en los manuales literarios del futuro, es el desmontaje (algunos podrán decir el desmantelamiento) del foco argumental de la novela, algo que con todos sus logros y fallas puede apreciarse en su más reciente libro.
Ambientada en 2027, Aniquilación cuenta la historia de Paul Raison, un cuarentón largo, taciturno, de pocas palabras, con un incipiente dolor de muelas y en pleno desmoronamiento de su matrimonio, que trabaja como asesor del ministro de Economía de Francia. El arranque es el de una novela de espionaje, con el foco puesto en la circulación de información por los más recónditos canales digitales, un poco en la tónica de la película Demonlover (2002), del también francés Olivier Assayas: inquietantes videos que irrumpen en las redes sociales presagian un oscuro porvenir, especialmente para el ministro de Economía. El trasfondo de esta subtrama es el de las inminentes elecciones nacionales, para las que el ministro suena como posible presidenciable. Pero cuando la acción echa a andar por ese andarivel –repleta de hackers, informantes, agentes–, el eje se mueve, la trama da una vuelta y el foco se traslada desde las altas esferas del poder a la interna de una familia, la del propio Raison, que de pronto debe lidiar con un padre postrado por una parálisis tras un infarto cerebral.
Así, la ambientación pasa de los sórdidos despachos parisinos a las habitaciones de la finca rural de los Raison, empantanando la acción y volviéndola tan melodramática y baratonga como un capítulo de Dallas o de Falcon Crest. Además, en este segundo movimiento de la novela, aunque en realidad está presente en todo el libro, el narrador se empeña en describir con lujo de detalles los sueños del protagonista, algo contra lo que el gran Henry James advirtió alguna vez: “Cuenta un sueño y pierdes a un lector”.
La subtrama de espionaje se convierte en un episodio lejano, mientras los Raison deben lidiar con sillas de ruedas, apósitos, enfermeras insolentes y dietas blandas durante una buena cantidad de páginas hasta que, de pronto, Houellebecq vuelve a mover el foco y ya no importan los videos que anuncian atentados, los propios atentados (incluso cuando son multitudinarios) y el devenir de la familia alrededor del patriarca, sino el dolor de muelas del protagonista, que deja de ser un simple problema de ortodoncia para, literalmente, comerse la novela. El espionaje corporativo y el conflicto familiar se diluyen en el burbujeante caldero del sopón argumental y ahora será un drama personal, desgarradoramente íntimo, puntillosamente humano, el que ocupará el resto del libro y sus mejores páginas.
Es acá que Houellebecq se apropia del caótico presente que vivimos, con los coletazos pospandémicos y la inestabilidad económica global, para adensar la trama hasta límites insospechados, mucho más allá del decoro, el buen gusto y lo políticamente correcto. Ya no es el destino de la multitud el que importa sino el de un solo hombre, que deberá enfrentarse a la cercanía evidente que impone la finitud. No en vano, el libro que Raison lleva para leer durante las esperas en una de las clínicas en las que la ciencia estudia el mal que padece es El colgajo, de Philippe Lançon, la historia del largo proceso que le llevó a uno de los sobrevivientes del atentado a la revista Charlie Hebdo, el 7 de enero de 2015, la reconstrucción de su mandíbula, oportunamente comentado en estas páginas.
De pronto, las pequeñas cosas de la vida, las más efímeras, adquieren un nuevo sentido, más profundo y cercano, cuando comienza a evidenciarse su próxima desaparición, y el thriller político con el que comenzó la novela, empantanado en un culebrón intrafamiliar, se vuelve sórdido y sólido drama de un solo hombre.
Aniquilación. De Michel Houellebecq. España, Anagrama, 2022, 608 páginas. Traducción de Jaime Zulaika.