Pocos días después de cumplir 81 años y cerca de Londres, el 18 de agosto de 1922 se apagó la vida de W. H. Hudson. Originario de Quilmes, vivió en Inglaterra desde su juventud, donde adoptó la lengua, que era la de sus padres, para una extensa y extraordinaria obra, literaria y científica.

De vida y obra

De niño trabajó en el pequeño campo de sus padres cuidando ovejas. Al volver a casa se encontraba en la pequeña sala con un retrato de Juan Manuel de Rosas, el mismo que se exiliaría en Inglaterra después de 1852. Con 18 años peregrinó por el país y, según parece, por este lado del Plata hasta que en 1874 se radicó en Londres, donde vivió en una modesta pensión y, pronto, se casó con su dueña, una mujer bastante mayor que él. Once años después consiguió publicar, en dos volúmenes, The Purple Land that England Lost. Travels and Adventures in the Banda Oriental, South America [La tierra purpúrea que Inglaterra perdió. Viajes y aventuras en la Banda Oriental, Sudamérica] (London, Sampson Low, 1885). La segunda edición de esta su primera narración extensa apareció en 1904, el año de la dilatada guerra civil uruguaya cuyo término propició una exitosa modernización que amenazaría el mundo recreado por Hudson. Algunas cartas por las que trasunta una agresividad algo teatral prueban que sabía lo que pasaba en el Río de la Plata, y que lo seducía la insurgencia rural (Cartas de WH Hudson a Cunninghame Graham y a la Sra. de Bontine, 1890-1922. Buenos Aires, Editorial Bajel, circa 1945). No sería extraño que estos hechos lo indujeran a suprimir el sintagma “that England Lost”, para alejarse de cualquier inferencia colonialista o “civilizada”, opción que el texto fomenta y luego desmiente en mudo contrapunto con el Facundo (1845) de Domingo F Sarmiento.

La literatura de Hudson fue ignorada en esta zona del mundo, si se exceptúa el relato “La confesión de Pelino Viera”, aparecido en 1884 en el diario La Nación, de Buenos Aires. A tres años de su muerte, el joven Jorge Luis Borges celebró la novela que denominó La tierra cárdena; tres décadas después en su “Nota sobre The Purple Land” preservó el fervor y el título en inglés. Las traducciones de Eduardo Hillman devolvieron los textos de ese hijo pródigo a la lengua del solar natal. La primera de ellas, la del libro de cuentos El ombú (1902), fue rechazada por Horacio Quiroga a causa de la superabundancia de términos gauchescos. A sus textos les costaba volver al origen, aunque por sus historias brotaran la fauna, flora y toponimia rioplatenses.

En un momento álgido, las páginas de Hudson renovaban el entredicho del español peninsular, las variantes americanas de esa lengua y las estrategias de la traducción. Nadie como este criollo anglosajonizado podía despertar esta polémica, que otros prefirieron desconocer a despecho de las ediciones de sus libros y de las voces incompatibles que lo ensalzaron, como Joseph Conrad, Miguel de Unamuno y Theodore Roosevelt, el presidente que sin rubores empujó el imperialismo estadounidense. Para encontrar un largo y original estudio habrá que esperar a El mundo maravilloso de Guillermo Enrique Hudson (México, FCE, 1951). Lentos, en cambio, fueron los reflejos de la crítica literaria de esta orilla, como lo puso en evidencia Ruben Cotelo en dos artículos sobre La tierra purpúrea aparecidos en Jaque en ocasión del centenario de la primera gran novela que mapeó imaginariamente el territorio uruguayo.

Pero su escritura, distribuida en 24 volúmenes, rebasa la ficción. En Las fronteras culturales de WH Hudson (Banda Oriental, 2000), Felipe Arocena identificó cinco grandes zonas y problemas. Lo argentino (y la lengua española) y lo inglés (situación y lengua). Lo blanco y lo indio, ya que Hudson fue alistado en 1866 para vigilar la frontera sur, como el protagonista de Martín Fierro, de José Hernández. De esta experiencia surgió el cuento “Marta Riquelme”, integrado a su único volumen de piezas del género (El ombú, 1902), narración sobre una mujer robada por los indios que no podía sino fascinar a Borges, autor de “Historia del guerrero y la cautiva”. La frontera entre campo y ciudad. La oposición entre naturaleza y cultura y, por último, la observación naturalista y el espacio de lo imaginario. El siglo XXI multiplicó la bibliografía de y sobre Hudson. Las muchas traducciones de diferentes textos suyos, que en Montevideo impulsó Heber Raviolo, desafían la cruda verdad de una muerte ya centenaria.

La novela es el viaje

Richard Lamb, protagonista de La tierra purpúrea, es un viajero: pasa de Buenos Aires a Montevideo con la pretensión de seguir una vida serena con su joven esposa. Sin trabajo, se ve obligado a internarse en el territorio ignoto de la agitada República, en el que vive varias aventuras: con un caudillo levantisco, al que se elogia, historias de amor, encuentros con ingleses excéntricos, etcétera. Para Hudson hay una compenetración fundamental (un habitus) que trama lo visto, lo vivido y lo escrito. El capítulo XII incluye una larga consideración sobre los viajeros que, de paso, inserta al narrador y al lector: “Podría llenar docenas de páginas con descripciones de hermosos tramos de esa región [...] pero debo declararme culpable de una insuperable aversión por este tipo de escritura”. Y, luego: “no cualquier vagamundo inglés [...] es capaz de familiarizarse con los hábitos caseros, y con las maneras de pensar y de hablar de un pueblo distante”, porque lo visto de paso debe “pertenecer al reino llamado corazón”.1

Esa “unconquerable aversion to this kind of writing”, en la más reciente traducción de Miguel Temprano García aparece como “la invencible aversión que me produce este tipo de literatura” (Barcelona, Acantilado, 2005); por su parte, Hillman traduce “aversión invencible a esa clase de composición” (Buenos Aires, Santiago Rueda, 1951). El sustantivo aversión –que preparaba desde el remate del capítulo anterior– y el adjetivo “invencible”, que lo acompaña, son demasiado duros hasta en un estilo que no teme la rudeza. Sólo el extranjero que vea un espacio físico y humano diferente al que se formó desde el “kingdom called the heart”, es decir el “reino llamado corazón”, podrá apropiarse genuinamente de ese lugar. Con esa frase, Hudson parece invertir las palabras de la escena II del Acto I de Hamlet, de Shakespeare, en que el flamante rey Claudio finge lamentarse de la muerte de su traicionado predecesor “con el pecho afligido, y todo nuestro reino / contraído en un gesto de dolor”, según traducción (otra) de Idea Vilariño (“To bear our hearts in grief and our whole kingdom/ To be contracted in one brow of woe”).2

El viaje no es la novela

Hudson objeta a quienes difunden sus apuntes en revistas oficiales luego de sus pasajes por América, mientras que él, conocedor de primera mano de la vida en los territorios del sur, es desoído o malinterpretado. En Far Away and Long Ago (Allá lejos y hace tiempo, 1918), la novela de matriz autobiográfica (o autobiografía enmascarada) que escribió en la ancianidad, cuestiona lo dicho por Darwin en Voyage of a Naturalist (1839) sobre la pereza de los gauchos a partir del ejemplo de un hombre miserable, a quien “le preguntó por qué no trabajaba [y] le contestó ¡que era demasiado pobre para trabajar! [Darwin] quedó asombrado y divertido al oír tal respuesta, cuyo sentido no entendió. [...] El pobre hombre quería decir que sus caballos le habían sido robados, lo que ocurre con frecuencia en esas regiones, o quizá, que algún empleado del Gobierno se había apoderado de ellos (Cf. Las pampas salvajes, WH Hudson. Montevideo, Banda Oriental, 2000, pp. 101-102).

Días de ocio en la Patagonia (Idle Days in Patagonia, London, 1893), diferido libro de viajes a partir de recuerdos y eventuales notas, un tanto novelesco y algo científico, dedica el capítulo duodécimo a impugnar otra perspectiva: “Estoy plenamente convencido de que Darwin no logró acertar [...] con la verdadera explicación de las sensaciones que experimentó en la Patagonia ni con el porqué de las poderosas impresiones que se grabaron en su mente” (Banda Oriental, 2006, pág. 158).

En La tierra purpúrea se embosca una sorpresa formal que afecta la estructura de la novela y que podría vincularse a esta resistencia a los viajeros. El nombre del protagonista-narrador y, en consecuencia, su resonancia irónica (Lamb significa cordero) aparece bastante tarde. Sólo en el capítulo V se lo identifica por primera vez, y eso por intermedio de uno de los ingleses de la Colonia que presenta al visitante a los demás miembros de su grupo. El nombre completo se consigna por primera vez en el capítulo XV. Puede ser que esa información se haya aplazado porque en 1904 corrigió intensamente la edición de 1885, en la que había una introducción de unas cinco páginas, que redujo a página y media, al tiempo que reaprovechó esos cortes enviándolos a un anexo sobre la historia uruguaya. En esta introducción de 1885 Hudson insistió durante varias páginas en que Richard Lamb era “el verdadero autor” de la historia que se iba a leer. De ese modo, algo convencional, quería dejar firme la ficción.

Sentir el mundo

A diferencia de Montevideo o una Nueva Troya (1850), de Alejandro Dumas, que opta por una larga síntesis de la historia de la Banda Oriental, La tierra purpúrea salpica algunos datos en la narración y aporta en el final los más estrictos elementos histórico-políticos y geográficos, quizá por presiones del editor o por querer presentar ese relato como testimonio auténtico de una porción del mundo americano. Las historias nacionales contadas con pareja maestría tendrán que esperar a que Eduardo Acevedo Díaz publique Ismael (1888) y otras narraciones sucesivas. Es difícil que Hudson las haya conocido y que Acevedo Díaz supiera de las del argentino que Inglaterra ganó. Más difícil es que Hudson ignorara El gaucho Martín Fierro, publicado dos años antes de que migrara a Inglaterra. En cambio, menciona con entusiasmo Menosprecio de corte y alabanza de aldea (1539), de Fray Antonio de Guevara, lo cual no sólo se explica porque este singular tratado defiende las bondades de la rusticidad, sino que lo hace a partir de citas latinas que, en su mayor parte, son apócrifas. Como si dijera: la literatura existe más allá de la referencia y del poder de la autoridad. Hudson sigue esa línea y, además, apuesta por la poesía que alimenta el espíritu humano en comunicación con la naturaleza. En el capítulo III de La tierra purpúrea puede encontrarse esta manifestación, que lo liga con el canto payadoresco y no con la herencia aquilatada por Hernández: reclama un Teócrito que salve ese mundo natural de la “indeciblemente trillada y artificial [...] poesía llamada pastoril”, que es nada “cuando uno se sienta a cenar y se une al gracioso Cielo o al Pericón en una de estas remotas y semibárbaras estancias sudamericanas”.3

Con dolido sarcasmo, Hudson comenta en el prólogo de 1904 que las primeras y avaras críticas aparecidas sobre The Purple Land leyeron la novela como imperfecto libro de viajes. En el Saturday Review un cronista anónimo comentó que “no es un genuino libro de viajes escrito por un verdadero viajero, sino una historia muy tonta acerca de un imaginario Mr. Lamb” (citado por Arocena, 2000, pág. 73). Aunque la literatura es un ancho abanico de posibilidades verbales que se confía al futuro, lo cierto es que sólo los lectores ingleses o los pocos que dominaban esa lengua podían acercarse a su narración. Sudamericano algo exótico para los ingleses, gringo para los argentinos, nadie o casi para los uruguayos durante muchísimos años, WH Hudson jamás regresó a esa América de donde nunca ha podido salir.


  1. La tierra purpúrea, WH Hudson, Montevideo, Banda Oriental, 1999: 104-105. La traducción es de Idea Vilariño, originalmente preparada para la Biblioteca Ayacucho (Caracas, 1980), y desde fines del siglo pasado reeditada con ajustes por la citada editorial. 

  2. The Tragedy of Hamlet, Prince of Denmark, en https://www.w3.org/People/maxf/XSLideMaker/hamlet.pdf; Hamlet. Príncipe de Dinamarca, William Shakespeare. Montevideo, Banda Oriental, 1974. (Traducción, prólogo y notas de Idea Vilariño), pág. 26. 

  3. Así en la pág. 73 de la versión de 1885: “Good heavens, thought I to myself, what a glorious field is waiting here for some new Theocritus! How unutterably worn out, stilted, and artificial, seems all the so-called pastoral poetry ever written when one sits down to supper and joins in the graceful Cielo or Pericon in one of these remote semi-barbarous South American estancias!”.