Kimura atraviesa su peor momento. El hombre supo ganarse la vida como asesino a sueldo, hasta que la llegada de su hijo Wataru y los problemas con el alcohol lo alejaron del negocio. Acaba de subirse al Shinkansen, el famoso tren bala japonés, con un solo objetivo en la mente: venganza. Le llegó información de que en uno de los vagones se encuentra la persona que dejó en coma al pequeño Wataru y se dispone a asesinarla. Lo que debería ser un trámite para alguien con su experiencia termina siendo una verdadera tortura. Es que su antagonista le gana de mano, lo inmoviliza y lo convierte en la próxima víctima de sus juegos sádicos. ¿Mencioné que esta persona es un jovencito que todavía va al liceo?

Antes de que enciendan sus antorchas, el párrafo anterior no se parece a esas contratapas que te arruinan la mitad de la historia. Kimura es apenas uno de los numerosos protagonistas de Tren bala, la novela de Kotaro Isaka que llegó a gran velocidad (guiño) a las librerías uruguayas para adelantarse a la adaptación con Brad Pitt y Sandra Bullock que se estrenó el jueves y será oportunamente comentada en estas páginas. ¡Es más! El párrafo anterior apenas cuenta las seis primeras páginas del libro.

No tendremos tiempo de ocuparnos de la desdicha de Kimura, porque de inmediato la historia (y la voz narrativa) cambiará la perspectiva. Ahora los protagonistas son otros dos asesinos, más jóvenes, que forman una graciosa pareja despareja. Uno de ellos es fanático de los trenes, y ambos están allí custodiando al hijo de un poderosísimo jefe mafioso. Su misión es llevar a esta persona y a un codiciado cargamento hasta el destino. ¿Creían que a Kimura las cosas le salían mal? Esperen a conocer a Mandarina y Limón.

Y si piensan que los tres criminales tienen mala suerte es que no conocieron a Nanao, que parece ser la encarnación de la Ley de Murphy. Una persona a la que todo parece salirle mal, aunque al mismo tiempo se parezca al señor Magoo, aquel personaje chicato cuyos tropiezos eran capaces de sacarlo de los peores problemas. Nanao, que ve perfectamente bien, tiene del otro lado del teléfono a una mujer que lo ayuda con su misión. El problema es que para poder completarla deberá luchar contra una verdadera conspiración universal.

Si Quentin Tarantino ha profesado su amor por Japón, visto a través de sus lentes en las dos entregas de Kill Bill (2003 y 2004), aquí Kotaro Isaka parece canalizar al director estadounidense desde una japonesidad al palo. Su historia recurre a solapamientos temporales, algo más ordenados que los de Tarantino, y la acción se apoya en los filosos diálogos (que, hay que decirlo, fueron traducidos al castellano desde la traducción al inglés). Pero este mundo pop, con referencias a la serie infantil Thomas y sus amigos, está poblado por figuras repetidas del Lejano oriente, incluyendo a un psicópata de la peor calaña y a un pobre diablo, que podrían recrear sin mucha dificultad algunas de las escenas de Old Boy (Park Chan-wook, 2003).

En un escenario tan pequeño como el Shinkansen, por supuesto que los protagonistas comenzarán a mezclarse. Primero, por una razón volumétrica y luego porque algunos objetivos entrarán en conflicto. Por pésima que sea la fortuna de Nanao, estadísticamente es imposible que tantos matones coincidan en un único viaje si no hay algún interés en común. Así que los tres arcos principales irán formando una trenza, para nada coqueta y con algunos nudos que serán difíciles de desenredar.

Isaka (y sus traductores) se encargan de que la acción nunca se detenga y de que las páginas corran al mayor de los ritmos. Quizás las únicas escenas que frenan la locomotora sean, irónicamente, las que transcurren fuera del tren. Es que la historia de Kimura, su pequeño hijo y ese Anticristo conocido como El Príncipe se llevan buena parte de esta subtrama. Y si bien ayudan a construir uno de los villanos más odiosos de los últimos tiempos, nos distraen demasiado tiempo de lo que ocurre en los diferentes vagones.

A la agilidad de la narrativa se le suman los capítulos relativamente cortos, que van cambiando de punto de vista, al principio para cubrir lo que ocurre en los distintos vagones y luego para poder meternos un ratito dentro de la mente de cada uno de los pasajeros destacados. Dicho sea de paso, de pronto me pasó sólo a mí, pero la narración no parece esforzarse mucho en recordar que viajan más personas sobre el tren, por más que no sean muchas (y de que ese detalle tenga su explicación sobre el cierre).

Hablando del cierre, incluso con el atropello que tienen algunos momentos y con la velocidad con la que pasan las últimas estaciones del trayecto entre Tokio y Morioka, parece demasiado abrupto. Como si el tren bala fuera cada vez más rápido y en el último instante se mandara una frenada violentísima, pero sin que sus ocupantes se reventaran contra el primer vagón por culpa de la inercia. De todos modos, el paisaje fue tan lindo durante tanto tiempo que podemos perdonarle esa violación a las leyes de la física.

Tren bala. De Kotaro Isaka. Ediciones Destino/Planeta, 2022, 528 páginas.