Desde siempre, la literatura ha sabido explotar de diversas formas el espacio de una comunidad pequeña como escenario de la acción. La ciudad chica, el poblado, la aldea, la villa, el enclave balneario, el barrio de las latas, el villorrio, el rancherío, etcétera. Muchas historias que leímos y leemos transcurren en ambientes de población reducida, circunscriptos a límites geográficos precisos y cercanos y, muchas veces, alrededor de un elemento que actúa como eje, núcleo o vaso comunicante: una fábrica, una iglesia, un monumento, un río, una casa. En esos ambientes en los que todos se conocen, donde el anonimato se diluye en un magma colectivo y en el que las circunstancias personales están siempre atravesadas por las circunstancias públicas, suelen gestarse buenas historias. La que se cuenta en la novela Cosas pequeñas como esas, de la escritora irlandesa Claire Keegan (1968), es una de ellas.

Los lectores que hayan seguido cada aparición de un nuevo libro de Keegan en nuestro idioma –Recorre los campos azules (2008), Antártida (2009) y Tres luces (2010), publicados todos por la editorial Eterna Cadencia, en traducciones de Jorge Fondebrider– conocerán las particularidades de su personalísimo estilo: una sencillez morosa y perturbadora en la escritura, una progresión tradicional de los hechos que se vale de un sutil empleo de la elipsis y de revelaciones presentadas como al pasar, la recurrencia a ciertos episodios de la historia de Irlanda y una envidiable capacidad para construir situaciones o introducir personajes con muy pocos trazos. Todo eso está presente y muy bien destilado en las poco menos de 90 páginas de Cosas pequeñas como esas, la nouvelle con la que la autora volvió a la escritura luego de 11 años de silencio en los que se dedicó a enseñar en la Universidad de Trinity, en Dublín, y a revisar las diferentes traducciones de sus libros.

La acción transcurre en New Ross, un pequeño pueblo surcado por el río Barrow, en el inclemente invierno de 1985, una estación tan fría que cuando helaba por las noches “por debajo de las puertas se deslizaban cuchillas de frío y les cortaban las rodillas a los que todavía se arrodillaban para rezar el rosario”. Allí vive Bill Furlong, el protagonista de la historia, un vendedor de carbón y de madera, casado y con cinco hijas, entregado a una rutina de trabajo intenso, habituado al trato diario con sus vecinos, amable y generoso por naturaleza, y al que persigue una duda sobre sus propios orígenes: nació del vientre de una joven de 16 años y fue criado por la patrona de esta, Mrs. Wilson, una viuda protestante que, en sordina, se convierte en uno de los personajes centrales del libro. El intenso frío de la víspera de Navidad intensifica el trabajo de Furlong, que junto a sus empleados parece no dar abasto para entregar carbón y madera en los hogares que lo requieran. En esos días movidos y gélidos, todo cambiará para el protagonista cuando una mañana, muy temprano, llegue con su carga al convento católico que se alza a las afueras del pueblo.

Sobre la trama de Cosas pequeñas como esas no conviene aportar aquí mayores datos, pues otra de las particularidades del estilo de Claire Keegan es la dosificación del misterio en el contexto en que se mueven sus personajes, sello especialmente notorio en las páginas finales del cuento “Antártida”, incluido en el libro homónimo, o en “La hija del guardabosques”, del libro Recorre los campos azules. Lo que sí se puede apuntar en esta nota es la forma en que la autora aborda un episodio especialmente penoso de la historia reciente de Irlanda: la existencia de las “lavanderías de la Magdalena”, una serie de instituciones administradas por órdenes católicas, destinadas a albergar a “mujeres caídas” (moralizante eufemismo que refiere a una enorme cantidad de niñas y mujeres escondidas, encarceladas y obligadas a trabajar en condiciones infrahumanas). Esta triste realidad salió a la luz en 1993, cuando, tras ser vendido uno de los conventos de las Hermanas de la Misericordia, los nuevos propietarios hallaron 155 tumbas sin marcar, con los despojos de las víctimas de uno de los tantos asilos de las Magdalenas diseminados por Irlanda. En la breve nota sobre el texto con la que Claire Keegan cierra su nouvelle, afirma que “la mayoría de los registros de las Lavanderías de la Magdalena fueron destruidos, perdidos o vueltos inaccesibles. Rara vez se reconoció de modo alguno el trabajo de esas niñas o mujeres. Muchas perdieron a sus bebés [...] No se sabe cuántos miles de niños murieron en esas instituciones o fueron adoptados en esos hogares de madres e hijos”. Y remata recordando que el gobierno irlandés no pronunció disculpa alguna sobre lo ocurrido en las Lavanderías de la Magdalena hasta que el Taoiseach (jefe de Gobierno) Enda Kenny lo hizo, recién en 2013.

La brevedad de Cosas pequeñas como esas es por demás engañosa y reafirma las cualidades compositivas de la autora señaladas más arriba; en sus páginas no sólo adensa el cúmulo de secretos y medias verdades que pueden hallarse en una comunidad pequeña (hechos terribles que se conocen pero se callan, silencios que se convierten en complicidad), sino que pone en escena a un protagonista empático y querible, un buen vecino que en medio de una inhóspita caminata nocturna bajo la nieve se pregunta: “¿Era posible seguir adelante a lo largo de todos los años, de décadas, de toda una vida, sin ser lo suficientemente valiente como para ir en contra de lo establecido y, sin embargo, llamarse cristiano, y enfrentarse al espejo?”. La respuesta es que sí, porque aunque sea difícil de encontrar, siempre habrá algún hombre bueno caminando sobre la tierra.

Cosas pequeñas como esas. De Claire Keegan. Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2021, 96 páginas. Traducción de Jorge Fondebrider.