Cabo de Santa María. Especie de paraíso ondulado de médanos y campo raso, sol y turbonada, poblado por pescadores, contrabandistas y algún que otro fantasma. Multiforme es La Paloma que Juan Carlos Legido (1923-2011) hizo rodar entre sus páginas. Quienes lo conocieron aseguran que al regreso del verano se lo veía de rostro bronceado hasta el agotamiento, con una docena de libros leídos y algún que otro borrador de novela. Fernando Ainsa, que lo conoció y frecuentó en los años 60, lo recuerda así. Nelson Marra, con quien supo brindar con grappas en la Diagonal Agraciada en las elecciones de 1971 y con quien, mucho más tarde, mantuvo abundante correspondencia desde Madrid, lo imagina tendido en las tibias arenas del balneario.

Hoy, 6 de enero, Juan Carlos Legido cumpliría 100 años. Tras de sí dejó poemas, ensayos, novelas, teatro, multitud de artículos periodísticos y muchísimas horas de literatura en liceos montevideanos y de historia teatral en las escuelas de La Máscara y Teatro del Pueblo. Si bien son muchísimos los exalumnos que lo recuerdan como extraordinario profesor, conocedor y dandy, como escritor es difícil no imaginarlo en una soledad contemplativa, en frecuentes caminatas parisinas o en escenarios costeros con algo de aristocrática distancia.

Por edad pertenece a la Generación Crítica o del 45. Pero no es sólo la fecha de nacimiento lo que cuenta para definir la pertenencia a una generación. Hay otros factores tanto o más importantes que definen la pertenencia: el comienzo de una producción literaria, por ejemplo. Da la sensación de que Legido comenzó a escribir de grande, pero si se cuenta su primer poemario, Ancla y espiga, premiado en 1947, se ve que a los 24 años ya despuntaba como poeta. No mucho más tarde que Mario Benedetti, quien también se iniciaba con La víspera indeleble sobre la misma bisagra del 45. Pero, a diferencia de sus compañeros de generación, Legido no gestionó ninguna revista, no se acercó a la crítica militante, parece no haber compartido la obsesiva eficiencia de sus colegas. Legido emprendió un camino más sinuoso y largo, avanzó despacio, fue siguiendo su propio ritmo y no el de su tiempo. Seguramente compartió la opinión de Lobito, de Crónica de cuatro estaciones: “Estoy convencido de que los contemplativos como yo no prosperan en ningún lado”.

Seguro que Legido fue un gran acumulador. Si le seguimos la huella notamos que va acumulando formas y temas y los guarda, por así decir, en el bolsillo, para más tarde. Comienza con la poesía, sigue con el teatro, continúa con la narrativa, pero no abandona nada… todo se lo guarda, se amiga con el ensayo y la crónica periodística más hacia el final, pero no deja la poesía, ni el teatro ni la narrativa, y lo mismo pasa con los temas: una vez que le nace un interés, una y otra vez vuelve. Algo así como una marea, o un cíclico retorno.

El poeta (1948-1985)

Tránsfugas golondrinas, oleaje tumultuoso, vértigos marinos, timonel deslumbrado, naufragio, quilla, ancla y espuma son algunas de las tantísimas imágenes marinas que reúne la primera parte de Ancla y espiga, para finalizar en un puñado de poesías que pintan paisajes sensuales de amarillo trigo y que confluyen en “Canto a Wilborada Xalambrí”. Poco se sabe de la vida afectiva de Juan Carlos Legido. Hay que hacer un rastreo de mínimas referencias para concluir que llegó al matrimonio tres veces: la primera con Wilborada Xalambrí (hija del connotado bibliófilo) a fines de los años 40 (desconocemos en qué momento se divorciaron); hacia fines de la década del 50 contrajo matrimonio con Matilde Bianchi (docente, dramaturga, crítica y poeta), a quien dedicó la composición que da nombre a su mejor poemario: Montevideo al sur. Libro nostálgico y ciudadano, el mar aparece cercano, pero el adoquín y el árbol de plátano, Gardel y el biógrafo de barrio son sus temas. Un poemario memorioso de la niñez, que rescata la cometa extraviada en alguna azotea y un tranvía traqueteante, abre sus ojos al presente del albañil en el andamio y al teatro independiente. Este poemario es de 1963: ya hacía buen tiempo que Legido era parte del fervoroso teatro que emergía en los años 50. Por entonces la pluma poética está más pulida y el tono que obtiene se siente más genuino que el retórico tormento marino. Después viene El verbo amar, de 1965, que fue escrito en cuatro meses entre Niza, Viena, Praga, Helsinki y París y tiene algunos versos buenos y un poema a Marcel Marceau, y finaliza en 1985 con Poeta al sol de junio, la última incursión de Legido por los territorios del verso, un poemario difícil de conseguir que, en la senda de El verbo amar, conjuga el amor y la geografía.

Dramaturgo (1953-2005)

Su actividad teatral fue enorme entre 1953 y 1968. En ese período fue un dramaturgo hecho y derecho. Aunque no haya abandonado la poesía –y la prueba son los poemarios de los años 60 y 80–, la escritura para teatro fue su principal actividad literaria. Pero lo más importante es que él se percibía a sí mismo como un hombre de teatro. En uno de los recortes de prensa que conservó en su archivo, se lee una entrevista en la que le preguntan en qué medio literario se expresa con mayor comodidad y por qué. Responde que en el género dramático: “Parecería que el teatro pulsa el ritmo de la vida con más intensidad, que nos introduce con más vivencias y verdad en el mundo de imaginación que forjamos para luego presentarnos el milagro de la representación escénica, estableciendo una íntima comunicación público-autor”. Es conocido su ensayo El teatro uruguayo, publicado en 1968 y que hasta hoy sigue siendo material de consulta obligada. También escribió artículos en prensa, como Nuestro teatro y su público (El Popular, 1964), en el que reclama una política de Estado para el teatro nacional, un apoyo genuino para el teatro independiente. Al año siguiente protesta por la anulación del subsidio que la intendencia de Montevideo adjudicaba al teatro, y pone como ejemplo el modelo cubano. Es que, en pleno fervor revolucionario, Juan Carlos Legido se autodefine como un escritor de izquierda. No existe para él otra manera de serlo.

Como dramaturgo logró estrenar varias obras y escribió muchísimas más. Pasó del experimentalismo de su primera pieza, La lámpara, estrenada en El Tinglado en 1953, al drama social de La piel de los otros, que hizo debutar como actor a un desconocido Alfredo Zitarrosa en el papel de un joven estudiante muerto en el segundo acto. Practicó el teatro histórico en una pieza sobre la Defensa de Paysandú, la farsa sobre los medios masivos en El público quiere saber de qué se trata, fusionó tango y teatro en Tangodrama 90-90 y profundizó en las crisis de inmigrantes en Historia de judíos. Fue recién en 1984 que las formas dramáticas le permitieron retornar a las costas de Rocha en Días apacibles en la playa, estrenada por Teatro del Pueblo. Allí, La Paloma que nos muestra Legido se aleja del oleaje marino y las velas tensas por el viento del sur. Esta Paloma es triste y empobrecida, atravesada de contrabando brasileño, soledad y desesperación, con pescadores aislados y descontentos, más peones rurales embarcados que auténticos pescadores. Pero en 1984 Legido ya no es hombre de teatro: es un escritor que a veces dramatiza.

Narrador (1968-2009)

La idea de un Legido que comenzó su carrera literaria de grande se debe al ingreso tardío en la narrativa. La novela fue de esas cosas que fue descubriendo lentamente, o a la que lo llevó el devenir natural de las cosas. Fernando Ainsa reconoce en su relación con La Paloma el modo en que incursiona en la narrativa: un modo de escritura pausado. Publica su primera novela a los 45 años, y su escenario es el balneario. El protagonista es Lobito: un habitante permanente de la costa que no se embarca, que no pesca, que no trabaja, que sencillamente contempla. Ese personaje le sirve para contar la historia de La Paloma y sus vericuetos. A la primera novela sigue La máquina de gorjear, premiada en el concurso de Marcha ese año. Y aunque sus dos primeras novelas sean bien distintas, se nota que allí logra encontrar un modo de autoexamen. Lo autobiográfico está constantemente presente en su narrativa. En La máquina…, el protagonista, Albanese, profesor de Historia del Arte, se enreda en las decadentes telarañas de un caserón de Lezica y su patriciado agonizante. Allí vuelven temas ya transitados: la revolución cubana, la segregación judía, la fascinación europeísta, las reflexiones metateatrales sobre el mundo como gran escenario. Luego, el silencio de su semiexilio en España, de donde regresó antes de finalizar la década del 70. Se fue y volvió en dictadura. En España no publicó, pero sí escribió mucho. De ese período es un grupo de cuentos reunidos en El naufragio de la ballena. Otra vez retorna a La Paloma, pero esta vez es un territorio extraño, lleno de misterio y muerte.

El crítico (1959-2000)

Sus últimas páginas periodísticas se encuentran en la segunda versión de El Día; las primeras, en El Popular. En su mayor parte son artículos sobre teatro, aunque se entrevera un recuerdo de Enrique Amorim, fallecido en 1960, y algunos textos netamente de política internacional, como Uruguay-URSS: pueblos que se van conociendo. La actividad periodística frecuente, sin embargo, llegará recién en 1984, cuando se incorpore a Cinco Días, periódico del Partido Comunista (PCU) que logró sobrevivir dos meses hasta que fue clausurado en los últimos manotazos de la dictadura. Enseguida reengancha en La Hora, otro medio del PCU en el que mantiene una columna muy heterogénea. Publica en El Popular con frecuencia. Por entonces la Generación del 45 se desgranaba: Ángel Rama había fallecido en 1983, Emir Rodríguez Monegal murió en 1985, y al año siguiente moriría Carlos Martínez Moreno. Legido quedó fuera de generación, no porque no haya escrito en su momento, no porque haya escrito tardíamente, sino porque no participó en el círculo ni en las actividades que debía. En narrativa se fue entreverando con la Generación del 60, que vino a ampliar las posibilidades de escritura de entonces, y entre el campo y la ciudad se entrometió la costa. Mario Benedetti se alarmó ante una “literatura de balneario” que producía una especie de desarraigo, entendiendo que el ambiente costero invitaba a la evasión de lo importante, de la militancia política, la revolución social y todo aquello. Legido se fue mezclando así en ese tono, en una literatura vivencial, autobiográfica, a veces fantástica, a veces histórica o comprometida. En cualquier caso, Legido no resulta fácil de clasificar, y como toda cosa inclasificable, queda en penumbras.