Roberto Echavarren es poeta, narrador, ensayista y traductor. Su obra poética destaca por su originalidad y experimentación, en diálogo con el barroco de Sor Juana Inés de la Cruz y el neobarroso de Néstor Perlongher (autor al que ha estudiado y prologado). En esta nueva entrega vuelve a poner en tensión su discurso poético.

El libro es un poemario en dos partes –“Veneno de escorpión azul” y “El tiempo pasado por agua”– y maneja un registro que va del verso a la prosa, de la épica a un diario íntimo o diario de sueños, de la filosofía a la antropología. Estos cambios de tonalidades obedecen a una composición musical del texto, en el que la música tiene un rol destacado, con diversas alusiones a La flauta mágica mozartiana o a Jim Morrison.

La primera parte emprende una hermenéutica del cuerpo, los variados estados de alegría y dolor, salud y enfermedad. Sin embargo, en una modalidad cartesiana, el cuerpo se despliega como una máquina, como un mero autómata. “Somos máquinas sintientes, el sistema nervioso transmite el impacto de cada movimiento muscular, pero no nos enteramos del proceso digestivo salvo cuando va mal, partes de la máquina llevan su proceso sin avisar a la conciencia, y el placer muscular, relajamiento y despliegue de las vértebras hace parte de nuestra vida sintiente, apegada a la humedad del cañaveral, al musgo en las paredes” (p. 11). Ese cuerpo, que es sólo engranajes y materia sintiente, se convierte en un procesador de sueños o de experiencias sensibles. El ojo, abierto como el lente de una cámara, atrapa el paisaje con precisión quirúrgica: “Hoy en la puesta de sol vi un anillo verde y dentro del anillo verde casi enseguida un círculo rojo” (p. 17).

Y la poesía es aquello que se descompone dentro del cuerpo, con ventanas rotas que no captan ni el exterior ni el interior. “El cadáver de Lautréamont, lo que hay dentro de ese envoltorio, son vidrios de colores, rotos. La rotura multiplica el color, pero en esa cámara sin ventilación inundada de humedad se pudre, se pudren los materiales y caen los cascotes, y rompen el lambriz del techo, con peligro de herir a alguien” (p. 18).

Pero el cuerpo, según las coordenadas vitales y estéticas de los griegos y Nietzsche, se parte en dos principios primigenios y recupera su unidad en algún modo de la gracia. “El cuerpo entero: Apolo y el cuerpo cortado: Dionisos […] Es el cuerpo chamánico que conoce la desgracia/ y mantiene la calma y la paciencia” (p. 20). De la filosofía del cuerpo pasamos a una antropología de lo divino.

En la segunda parte comparecen el mito y los dioses, ya anunciados en la sección precedente. El título, “El tiempo pasado por agua”, es sintomático de la cualidad acuática y temporal de los dioses aztecas, del Tláloc que trae la lluvia. Los “dioses tienen sed” y por eso renuevan “el ciclo y la promesa de un nuevo comienzo” (p. 25).

La humedad y el tiempo, la promesa de estos dioses, adensan los recuerdos, hacen que vuelva la infancia. “Encontré a mi abuela en la cocina, la noté un poco más delgada pero le caía bien, acababa de salir de una internación en el sanatorio y parecía curada. Ahora noté su parecido con su hija y su nieta y se lo dije” (p. 50). Los ciclos reactualizan, ponen en primer plano esas imágenes del pasado. Es el tiempo mítico, donde se purifica la degradación del mundo secular. “No el recuerdo original, sino el mejor, uno entre muchos, una calidad fragmentaria, en rigor variable” (p. 32). Es que el “pasado tiene más consistencia que el presente”, puesto que el tiempo “es un fenómeno interior” (p. 28), o un fenómeno que vive en su plenitud gracias al mito.

La tirada final de versos traza una síntesis de todo el poemario. “Los días pasan rápidos y los ocasos se superponen/ hoja tras hoja en un cuaderno” (p. 61); allí todo y todos “existen sin dejar resquicio a desear nada ausente,/ estertores y compañía donde nada se ha perdido/ y lo poco que amas está siempre contigo” (pp. 62-63). El cuerpo, con su descomposición de máquina, se salva y supera la enfermedad envuelto en el tiempo mítico. Allí la voz de los dioses vuelve a asemejarse al sueño y a la música.

Veneno de escorpión azul, de Roberto Echavarren. La Coqueta, 2021, 71 páginas.