“También recibí la noticia, te cuento, con melancolía”, le responde en setiembre de 1975 Ángel Rama a Idea Vilariño, que en una carta anterior le ha contado de su reciente matrimonio con Jorge Liberati. Continúa la explicación a la poeta: “En la larga serie de encuentros y desencuentros de nuestra amistad alguna vez estuvo, cuando se derrumbó mi matrimonio con Ida, una expectativa contigo que no fue más porque yo salía del matrimonio como del fuego, tan quemado como para sólo poder querer una soledad que volvía a parecerse a la de la juventud”.
No toda la correspondencia reunida en Ángel Rama: una vida en cartas es así de confesional, pero el tono íntimo es uno de los polos de este volumen que impresiona por su extensión, por la multitud de asuntos que revela sobre su autor y sobre su época, y por el cuidado y prolijidad de la edición de un discurso que, hoy, desafía las concepciones de lo público y lo privado.
En rigor, se trata de una selección: ocupa 880 páginas de formato generoso, pero es apenas un tercio del material obtenido por la arquitecta Amparo Rama Vitale, hija del protagonista –ya veremos si hay una novela acá–, y por la crítica cultural Rosario Peyrou tras años de investigación en el archivo personal de Rama, en los de sus decenas de corresponsales y en los de instituciones diversas.
Ese es el otro polo en el que pueden agruparse estos textos de Rama: son documentos de su sobrehumana capacidad de producción y, específicamente, de cómo tejió vastísimas redes, primero desde Montevideo y luego desde sus distintas estaciones de exilio, para unir esfuerzos con lo más significativo de la intelectualidad latinoamericana de su época, y con algunas figuras de peso de Estados Unidos y Europa.
- Leé Ángel Rama: una vida en cartas en Biblioteca País
Hablamos, después de todo, del mayor teórico cultural del siglo XX uruguayo, y que además fue docente, editor, librero, periodista (casi todo al mismo tiempo) y centro de lo que denominó “generación crítica”. Hasta el día de hoy, Rama no ha sido objeto de una biografía completa, y esta avalancha de correos personales viene a sumarse a la constelación de pistas que rodean su obra sobre literatura y cultura: el Diario.1974-1983 y los libros que recogen su correspondencia con Antonio Candido y con Darcy y Berta Ribeiro, más otros en los que Rama es una figura lateral, como los numerosos volúmenes de cartas de Julio Cortázar.
A diferencia de estos libros, y de Ángel Rama, explorador de la cultura, la indispensable publicación preparada por Peyrou como apéndice de una muestra montada en el Centro Cultural de España en 2010, que incluía, entre otros, intercambios con Onetti, Vargas Llosa, Juan José Saer, Rodolfo y María Elena Walsh, Cortázar y García Márquez, en Una vida en cartas tenemos únicamente los envíos de Rama y no las respuestas de sus corresponsales. Esa ausencia, que no es la más notoria de la selección, nos aleja de las convenciones del género epistolar y nos sitúa, inevitablemente, más cerca de la autobiografía. En todo caso, sólo Rama escribe: tenemos una voz.
Y hay, por supuesto, una historia. La primera carta de la selección es de cuando Rama tenía 18 años y está dirigida a José Pedro Díaz, el gran amigo –también protagonista de unas memorias póstumas– con el que compartirían aventuras como la editorial Arca e intereses como la promoción de Felisberto Hernández. Rama y Díaz se carteaban aunque vivían en la misma ciudad: la escritura, en esta época, es más necesidad de expresión que de comunicación, es puro deseo de encontrarse a sí mismo y de remontar un camino en el mundo del arte.
Si ese es un principio, tenemos también un final: sabemos que Rama murió el 27 de noviembre de 1983, en el exilio, cerca de Madrid, en un accidente aéreo, a los 57 años, mientras en esa misma fecha en Uruguay tenía lugar el primer reclamo multitudinario por el retorno de la democracia. En el medio, se convierte en lo que buscaba de veinteañero, y mucho más: se vuelve un analista y promotor de la literatura continental, un pensador de la relación entre cultura y sociedad en América Latina.
Las cartas dan cuenta de lo que tuvo que sacrificar para transformarse en esa figura de proyección continental, pero esa es tan sólo una de las líneas posibles de esta historia: sus temas son casi tantos como las propensiones de sus lectores.
Un poco de misterio
Antes de seguir hay que mencionar, porque es fundamental para comprender una narrativa, el hueco en la correspondencia entre 1955 y 1962. De acuerdo con Amparo Rama, las cartas de esos años no presentan mayor interés por el predominio de los asuntos pragmáticos relacionados, por ejemplo, con el funcionamiento comercial de Arca.
Sin embargo, en ese período ocurren por lo menos tres cosas importantes. Por un lado, el alejamiento de su esposa y madre de sus hijos, la poeta Ida Vitale (cuyo cumpleaños número 100 se celebró el mes pasado), la “Ida” referida en la carta del comienzo. También pasa a editar la sección literaria del semanario Marcha. Y, no menos importante, triunfa la Revolución cubana, que afectará la vida política y cultural del continente y que, en el caso de Rama, intensificará su vocación latinoamericanista.
Es en esos años en que su avidez por comprender lo que ocurre en las letras de la región lo va convirtiendo en un actor de alcance internacional. En la formación de una “familia intelectual latinoamericana” fueron fundamentales los encuentros en congresos, cursos, conferencias, como mostró Claudia Gilman en Entre la pluma y el fusil, y las cartas operaron como preparación y prolongación de esos eventos en los que presencialmente se forjaban afinidades y complicidades.
Ningún hombre es una isla
Cuando se reanuda el relato, Rama ya tiene lazos fuertes con instituciones cubanas como Casa de las Américas y sus intercambios con Haydeé Santamaría y Marcia Laiseca, y luego, con Roberto Fernández Retamar, lo muestran en una relación laboral próxima, plena de asuntos concretos y proyecciones ambiciosas. La sintonía política comenzará a resentirse hacia 1967 cuando el gobierno de Fidel Castro emprende el “giro soviético” y restringe la libertad de expresión. La serie de humillaciones padecidas por el escritor disidente Heberto Padilla preocupa a Rama desde esa época, según reflejan varias cartas, y el distanciamiento, como el de muchos intelectuales que hasta entonces apoyaban críticamente la revolución, llegará en 1971, cuando Padilla sea encarcelado.
Llama la atención, en ese panorama, la reflexión sobre la situación de los homosexuales en la isla que Rama le dirige a Laiseca en 1965, a propósito de la expulsión del poeta estadounidense Allen Ginsberg de Cuba. Casi diez años después, en 1974, en una carta en que discute la novela Persona non grata con su autor, el chileno Jorge Edwards, Rama escribe:
“En el 67, en una larga reunión con Fidel que tuvimos los intelectuales extranjeros (Julio [Cortázar], Mario Vargas Llosa, David Viñas, etcétera), yo llevé la voz cantante en el tema de los campos de la UMAP donde habían recogido a los homosexuales. Era un tema de horror que yo supe gracias a un amigo mío, excelente matemático de La Habana que me trajo al hotel a su hermanito de 18 años, al parecer muy buen estudiante de Humanidades, al que se habían llevado de la casa; fue allí que aprendí a despreciar un poco a los intelectuales ‘revolucionarios’ cubanos (el chico había sido el mejor alumno de Retamar, pero este sólo lo reconoció cuando delante de Fidel le reclamé que diera testimonio sobre su alumno), pero también en esa ocasión aprendí cosas importantes: una, que mi amigo el matemático, viejo integrante del partido pero a la vez muy dolido por lo que le había ocurrido a su hermano, no había abandonado su confianza en la revolución y disponía de un sistema intelectual, una estructura ideológica que le permitía situar los hechos”.
Otra isla ambienta esta historia sobre el final de la década: Puerto Rico, el “estado asociado” a Estados Unidos. Con intermitentes regresos a Montevideo, Rama impartirá cursos universitarios allí durante varios años, en una especie de exilio económico en el que percibe su actividad docente como parte de un activismo a favor del débil movimiento independentista local. Es allí también que, de forma mediada, Rama toma contacto con dos aspectos de lo estadounidense que lo hostigarán y seducirán, respectivamente: los servicios de inteligencia y el sistema académico.
Pero antes de dirigirse a trabajar en las universidades del imperio al que venía denunciando consecuentemente, Rama pasará seis años en Venezuela, donde lo encuentra el golpe de Estado de 1973. La vida fuera de Uruguay, que antes era una elección, se convierte en una obligación, ya que la dictadura le niega la renovación del pasaporte.
Caracas será un territorio de contradicciones. Gracias al apoyo directo del presidente Carlos Andrés Pérez, consigue montar la Biblioteca Ayacucho, el ambicioso plan de reunir en ediciones contextualizadas centenares de obras clásicas del pensamiento y el arte latinoamericano. Pero es allí donde también padece la cerrazón del ambiente cultural.
El humor atraviesa gran parte de esta correspondencia –una comicidad basada en la ironía, el juego de palabras y en la exageración de lo rioplatense, sobre todo ante corresponsales extranjeros amistosos– y también puede ilustrar la ambigua situación de Rama en Venezuela. En 1974, cuando Onetti y Mercedes Rein fueron apresados por premiar el cuento “El guardaespaldas”, de Nelson Marra, en un concurso organizado por Marcha (cuyo director, Carlos Quijano, también fue detenido), Rama movilizó sus contactos internacionales para que reclamaran por la situación de sus amigos. Cuando finalmente los liberan, le escribe una carta a Onetti sugiriéndole, como tantos otros, que saliera del país. Ya lo hemos leído quejarse de la chatura intelectual de Venezuela, de su “nuevorriquismo” petrolero, de las intrigas académicas, pero para seducir al maestro le dice al pasar, en un paréntesis, que sería bien recibido en Caracas, donde el gobierno “se parece al batllismo de Luis Batlle”. La referencia al gran amigo político del escritor –Rama, Onetti y Batlle Berres habían confluido en el diario Acción– no deja de ser una invitación afectuosa y, a la vez, una sutil crítica a lo venezolano.
En Estados Unidos, en cambio, Rama encontrará algo que ansiaba largamente: condiciones para dedicarse a investigar. Atraviesan la segunda parte del libro los lamentos por falta de tiempo, entre clases, compromisos burocráticos, problemas editoriales prácticos. En 1978 debe operarse en Texas –los problemas cardíacos irrumpen en varios puntos de esta historia– y, gracias a ese visado, es invitado a dar un curso en Stanford. Al poco tiempo dejará Caracas y se establecerá en Washington, a medio camino entre la Universidad de Maryland y la biblioteca del Congreso. Allí, él, cuyos libros eran hasta entonces mayormente compilaciones de artículos dispersos a los que agregaba tramos introductorios o conclusivos –incluso el fundamental Transculturación cultural en América Latina contiene estudios previos sobre el peruano Arguedas–, encuentra la posibilidad de pensar y escribir en calma. De esas horas en las bibliotecas que no acaba de ponderar y de las becas que le provee el sistema educativo norteamericano sale La ciudad letrada, su magnífico análisis de las formas de producción intelectual en Latinoamérica, publicado un año después de su muerte.
Si fuera una novela, habría personajes
Los corresponsales son casi 200, y algunos tienen protagonismo especial. José Pedro Díaz y Amanda Berenguer (Minye, cariñosamente), núcleo del centro cultural formado en torno a su hogar en Malvín e impulsores de la imprenta-editorial La Galatea, son, previsiblemente, sus interlocutores privilegiados en la juventud y los vemos reaparecer en los últimos tiempos, pero ya en otra frecuencia, tocados por los desfasajes de la distancia física.
El académico colombiano residente en Bonn Rafael Gutiérrez Girardot se revela como la persona en la que, en paralelo a las consultas para el trabajo en la Biblioteca Ayacucho, encontró una amistad madura, y uno capta que Rama compartía la afición del colega por tipear anécdotas divertidas acompañado de una buena botella de vino. Es él a quien le da las primeras noticias del éxito de su gran proyecto el 16 de setiembre de 1974:
“Logré convencer a varias figuras político-culturales de aquí (que van desde un escritor social como Miguel Otero Silva hasta un par de ministros del gobierno) para poner en funcionamiento, aprovechando que en diciembre se festeja el sesquicentenario de la Batalla de Ayacucho, una Biblioteca Latinoamericana, destinada a recoger en unos 300 volúmenes lo más importante de la literatura, el pensamiento y las manifestaciones centrales de la cultura latinoamericana. Es, en cierto modo, la Biblioteca Americana de Pedro Henríquez Ureña, pero no como colección abierta al infinito, sino como una biblioteca cerrada que implique un balance al día de la producción, desde el Popol Vuh hasta el Canto general de Neruda, desde los Comentarios reales hasta Ficciones de Borges. Es el más ambicioso plan imaginable, pero se lo presenté al presidente actual, que está viviendo, a consecuencia del boom del petróleo, una reviviscencia del espíritu bolivariano y le pareció espléndido, decretando de inmediato la creación de esta biblioteca que se llamará, claro está, Ayacucho. Tu presencia aquí como asesor constante es indispensable. Pensé establecer (y así ya fue aprobado) una Comisión Asesora Latinoamericana, formada por escritores, críticos, especialistas, que sirviera para conducir el proyecto: espero que en ella estén todos los que significan algo en las letras y el pensamiento, incluso aquellos con quienes no nos saludaríamos pero que pueden contribuir a la tarea. Lo digo pensando en Borges, quien debería estar en esa Comisión Asesora, junto a ti, a Paz, a Cortázar, a Oviedo, etcétera”.
Los uruguayos Julio Bayce y Alberto Oreggioni son los que se quedan, pero escriben, a diferencia de Díaz y Berenguer. Oreggioni sigue en Montevideo al frente de Arca, y es Rama, entre la culpa y la angustia, el que oscila entre darle ánimos para continuar resistiendo la opresión dictatorial y sugerirle que abandone el páramo oriental.
Atisbamos también algo del comienzo de su relación con la escritora y crítica de arte argentino-colombiana Marta Traba, que sería su segunda esposa a partir de 1969. “Estimada amiga”, le dice en la primera carta dirigida a ella, en 1966. Más adelante será “amorcito”. Morirán juntos 17 años después de conocerse.
Aunque no ocupa muchas páginas, Idea Vilariño es una figura vertebrante. Ella permanece en el país, y cuando Rama le escribe abre su costado más vulnerable y pesimista; hay, evidentemente, algo de adecuación a la interlocutora, porque, más allá de sus comprensibles cambios de humor, con otros corresponsales se muestra feliz y esperanzado. Vilariño, notoriamente, funciona como una antigua conciencia, como representante de las posturas antiimperialistas ortodoxas que Rama revisa cuando toma contacto con el campo progresista estadounidense y empieza a autodefinirse como socialista democrático.
Es significativa una carta del 22 de octubre de 1982 en la que debe justificar ante ella su trabajo como consultor de la beca Guggenheim, que Rama había obtenido tiempo atrás:
“Yo aproveché la ocasión, como he hecho en otras oportunidades, para poner una lista de amigos y de quienes pensé que podía serles de utilidad una ayuda económica en estos malos momentos generalizados. A algunos de ellos les ha interesado y me dicen que se presentarán (Manuel Claps, Juan Fló, Jorge Ruffinelli), en tanto que otros simplemente no se presentarán porque en el momento actual no les conviene o porque no están interesados. La Guggenheim simplemente les manda los formularios y, al parecer, da mi nombre como quien los ha sugerido y ni siquiera es necesario contestar si no hay interés por parte del potencial candidato. Infiero que hacen lo mismo con las listas que les proporcionen otros fellows de la Guggenheim para conseguir el más amplio abanico entre los cuales elegir. No hay más que eso. Por Dios, no hay aquí ninguna conspiración maquiavélica para contratar servidores del imperialismo. Creo que sabés de sobra que me preocupan mis amigos y en lo poco que puedo estoy siempre atento a ayudarlos. Respeto las posiciones de cada uno y soy coherente conmigo mismo, pues nunca he asumido la fiscalía para quienes acepten becas, sino que sí he criticado a quienes por eso se sienten obligados a deponer sus convicciones, que es otra cosa. La Guggenheim no me ‘ha comprado’ por darme una beca ni tengo yo con ella otra obligación que la de escribir un libro sobre un tema que yo propongo y que haré como yo quiero, ese libro que quizás no pudiera hacer si no tuviera una ayuda económica, y que tampoco hago para la Guggenheim sino para la sociedad latinoamericana. No me aparto un pelo de mi línea de conducta”.
En tren de encontrar personajes uno se vería tentado a incorporar antagonistas. Las menciones a Emir Rodríguez Monegal, su rival crítico de los primeros tiempos, son, al menos en esta selección, bastante pocas: algunos disgustos aludidos con torpeza juvenil y luego referencias al escándalo desatado por el vínculo de la CIA con la revista Mundo Nuevo, que dirigía Monegal desde París, aunque también el colega uruguayo es mencionado entre los posibles contribuyentes de la Biblioteca Ayacucho como prueba de que el proyecto estaba por encima de diferencias personales y políticas. Una referencia posterior, de 1977, en una carta a Jean Franco, lo muestra ya como un asunto jocoso y perimido (“Es raro lo que le pasa a ese muchacho, siempre trabaja en revistas que, luego se descubre, son fascistas: ¡mala suerte que tiene!”).
También parecería conveniente referirse al cubano Reynaldo Arenas, un escritor que Rama difundió desde que era un disidente cubano y al que apoyó en la obtención de becas, como “el traidor”, ya que, una vez instalado en Estados Unidos, se dedicó a cabildear para que el uruguayo fuera expulsado del país. Sin embargo, el auténtico villano es el aparato represivo de la Guerra Fría.
Además del exilio forzado por la dictadura en Uruguay, que también fue parte de ese conflicto global, Rama padeció el problema de su documentación, en la que figuraba el informe de un viaje a Rusia –en rigor, una escala en un vuelo hacia China– realizado a principios de los años 60. Los problemas con su visa y la de Traba, tanto en Estados Unidos como en Colombia, que provocarían su salida hacia Europa en 1982, se intensifican en los últimos tramos del libro, en los que sólo algunos raptos de humor involuntario –se toma como prueba incriminatoria de apoyo al sandinismo “comunista” sus trabajos tempranos sobre Ruben Darío y el modernismo, tomando sólo en cuenta la nacionalidad nicaragüense y no la anacronía– interrumpen el clima de pesadilla.
Aunque se muestra feliz de su reubicación en París, donde vive los últimos meses de su vida, Rama no deja de ser, como Quijano y Carlos Martínez Moreno, un intelectual que no pudo retornar al país. La muerte de su hermano Carlos, ocurrida en 1982, despierta en él el temor de no volver a ver a quienes dejó aquí: “Ustedes creen que de fuera viene el aliento y también es una ilusión, que afuera se está vivo y entero. Sólo en la medida en que la carne puede sangrar y dar voces, no más”, le escribe a Vilariño.
No ficción
La calidad y la abundancia hacen de las notas al pie de esta edición un verdadero “quién es quién” de la cultura uruguaya y latinoamericana de mediados del siglo XX. Del mismo modo, quienes quieran buscar material complementario para interiorizarse en los muchas debates e hitos de la historia cultural en los que intervino Rama –sus diferencias por la naturaleza del boom latinoamericano con su amigo Mario Vargas Llosa, su papel en el escándalo editorial mexicano que derivó en la creación de la editorial Siglo XXI, el mencionado “caso Padilla”, por nombrar unos pocos– se toparán con comentarios, si no polémicos, dotados del carácter directo y despojado de la comunicación privada.
Pero, especialmente, lo que hacen Amparo Rama y Peyrou es convertir definitivamente a Rama en un escritor escritor. Autor temprano de textos teatrales que llegaron a representarse en un par de ocasiones y de una novela, Tierra sin mapa, que tuvo cierta circulación, Rama abogó, como muchos, por el reconocimiento del carácter creativo de los discursos sobre el arte; sin embargo, persiste la tendencia a reservar el rótulo de “escritor” para quienes se dedican a la ficción, o para quienes hibridan géneros laxos. Esta selección de cartas tiene, definitivamente, el tipo de escritura autoconsciente y, en ocasiones, tendiente a la belleza formal, que es frecuente en las memorias, esas novelas de narrador irrefrenable.
Ángel Rama: una vida en cartas. Correspondencia 1944-1983. 880 páginas. Estuario, 2022.