El fin de semana se vio sacudido con la noticia de que la editorial británica Puffin, en acuerdo con la Roald Dahl Story Company, es decir, quienes detentan los derechos sobre la obra del escritor Roald Dahl, había modificado pequeños fragmentos de su obra que podían resultar ofensivos. The Guardian señala que la editorial “ha contratado a lectores sensibles para que reescriban fragmentos del texto del autor para asegurarse de que los libros ‘puedan seguir siendo disfrutados por todos hoy’, lo que resultó en cambios extensos en el trabajo de Dahl”. Tal como informa el periódico inglés, trabajaron en colaboración con Inclusive Minds, una organización cuyo portavoz describe como “un colectivo para personas apasionadas por la inclusión y la accesibilidad en la literatura infantil”, que se propone “garantizar una representación auténtica, trabajando en estrecha colaboración con el mundo del libro y con aquellos que han vivido la experiencia de cualquier faceta de la diversidad”.

Algunos botones de muestra

Esta operación implicó cientos de cambios al texto original e incluso el agregado de pasajes; la Roald Dahl Story Company justificó estas acciones aduciendo que “no es inusual revisar el lenguaje” cuando se está trabajando en una nueva edición y aseguró que cada cambio fue “pequeño y cuidadosamente considerado”.

Los cambios van en el sentido de eliminar todo aquello que pueda resultar ofensivo y se centran en particular en las descripciones sobre la apariencia física de los personajes. De este modo, el Augustus Gloop de Charlie y la fábrica de chocolate ya no es “gordo”, sino “enorme”, mientras que los Oompa Loompas son personas pequeñas en lugar de hombres pequeños y la Señora Twit de Los cretinos ya no es “fea” y “bestial”, sino solamente “bestial”, según consigna El Mundo de España. Por otra parte, en esta adecuación a lo que se considera correcto o deseable en la actualidad, Matilda lee a Jane Austen en lugar de a Rudyard Kipling y una bruja que se hacía pasar por cajera de supermercado pasa a ser una “científica de alto nivel”. Asimismo, no se utilizan las palabras “blanco” y “negro”, ni “loco” o “demente”.

Reacciones aquí y allá

Tratándose de un clásico, cuya obra ha sido leída y disfrutada por sucesivas generaciones de niñas y niños de diversas partes del mundo, caracterizada, además, por su irreverencia y carácter provocativo, choca aún más esta operación de pasteurización. No es raro, pues, que no tardaran en surgir reacciones airadas, no demasiado sorprendidas y, sobre todo, preocupadas. El periódico inglés The Independent consigna las palabras del escritor Salman Rushdie al respecto: “Roald Dahl no era un ángel, pero esto es una censura absurda. Puffin Books y los herederos de Dahl deberían estar avergonzados”. Por su parte, el autor estadounidense Michael Shellenberger afirmó que se trata de un ejemplo de “censura totalitaria”, y Suzanne Nossel, directora ejecutiva de la organización de literatura y derechos humanos PEN America, se refirió al tema en Twitter: “El problema de tomar una licencia para reeditar obras clásicas es que no hay un principio limitante”, observó, y agregó: “Empiezas queriendo reemplazar una palabra aquí y una palabra allá, y terminas insertando ideas completamente nuevas (como se ha hecho con el trabajo de Dahl)”.

“Esta no es la primera vez que la obra de Dahl no pasa el filtro de la censura; sus obras ya han sido censuradas debido a los personajes no estereotipados. ¿Cómo es posible que el papá de Matilda sea un estafador? ¿Que las tías maltraten a James? ¿Que la abuela de Jorge sea un personaje tan antipático? Pero por suerte estos libros esquivaron todas estas críticas y llegaron a las manos de los lectores. El humor y el absurdo hicieron que se quedaran entre los preferidos de los niños y jóvenes”, advirtió Débora Núñez, bibliotecóloga y especialista en LIJ.

En diálogo con la diaria, Sebastián Pedrozo manifestó: “Los que amamos la obra de Dahl sabemos que esto es un disparate. Es cortar algo que no sobra, limitar algo que lo hace gracioso. Es volver un chiste bueno en uno explicado. Alivianar a Roald Dahl es como ponerle un calzoncillo al David, es como pixelar la Mona Lisa. Creo que se ha cruzado un límite del sinsentido, de la condescendencia. Porque lo artístico tiene un límite, y el límite que se ha cruzado es el del contexto. La cuestión es que se está haciendo un cambio en un lugar donde no se necesita, porque la obra de Dahl –cosa que no me parece– resulta ofensiva; la discusión sería por qué se ha transformado en un clásico, por qué para muchos, la gran mayoría, es de gran calidad literaria así como está. Entonces, ¿qué es lo que se busca con todo esto? ¿Cuál es el cambio? ¿Por qué digerir algo dentro de lo artístico? ¿La próxima novela policial no va a tener criminales? Creo que no se puede tener un nivel de condescendencia con el lector de tal magnitud. No lo necesita la obra de Dahl, que se explica por sí sola”.

Roy Berocay, por su parte, sostuvo: “Esta tendencia de querer reescribir el pasado, edulcorarlo, ya está llegando a límites que superan la estupidez. Si uno ve algunas series de Netflix, hay niños que van a creer que en la Inglaterra victoriana había lores y ladies de origen africano, por no decir negros (que se puede considerar ofensivo). O sea, todos eran macanudos, iguales y felices, no había esclavos ni oprimidos y el ogro era sólo un vecino un tanto cascarrabias y nada más. Y ahora van nada menos que por Roald Dahl, quien, aclaro, fue una de mis grandes inspiraciones cuando me inicié en el mundo de la literatura infantil. El genial, transgresor, boca sucia Dahl, que tomaba siempre partido por los niños. Sí, ya sé, y por las niñas también”. Asimismo, advirtió: “Es verdad que el mundo cambió. Pero no se puede adaptar el pasado a cada cambio, a cada época. Hay que respetar la historia, las obras, los artistas, no vestir a la Maja ni ponerle pañales al David (ya se hizo acá en broma). Si seguimos así vamos a crear generaciones de seres habitantes de una aséptica burbuja en la que no pasa nada: nadie se pelea, nadie levanta la voz, nadie insulta. Pero el problema es esa cosa ahí afuera llamada realidad. La testaruda realidad que se cuela por todos lados y con la que todos se van a estrellar tarde o temprano al crecer. Y me pregunto cuánto más tardarán en venir por nosotros y qué cuernos voy a hacer con el Gordo Enemigo llegado ese temible momento”.

Germán Machado apuntó: “Esto es parte de un proceso de censura global, donde cada vez más las editoriales, los directores de colegios, los lobbies de lo políticamente correcto pretenden pautar lo que es aceptable y lo que no en el campo de la literatura. Y esa censura que se presenta como ‘lectura sensible’ a lo que apunta es a una literatura descafeinada e hipócrita. Es como una suerte de neovictorianismo. Lo ridículo de todo el asunto es que esta censura se pretende operar en un momento en el que cada vez más la infancia accede libremente a los contenidos de los discursos adultos. Si vieras lo que se canta y lo que se baila en los patios de las escuelas, a reggaetón total, a perreo, a sexualización pornificada de la primera infancia, a motomami despechaá... Y van y cambian cuatro palabras y cinco expresiones en una obra literaria que desde hace más de medio siglo viene sintonizando con la infancia, con las necesidades de expresión liberada de la infancia. No tiene ningún sentido. Es hipocresía pura y dura”. Advierte, además: “Y el riesgo mayor, claro, es que si esto le pasa a Roald, al gigante de Roald, ¿qué queda para todos los demás que escribimos y queremos publicar?, ¿cómo hacerlo, dónde? La autocensura es automática. El escritor que quiere publicar deberá cuidarse muy bien de lo que escribe, de cómo califica y adjetiva. En ese sentido, lo que decía de que el ‘lector sensible’ ha pasado a ser el lector implícito, aquel lector en el que estamos pensando cuando escribimos. Vamos de cabeza a un período de banalidad y aburrimiento mortal en la literatura infantil. Es preocupante”.

“Me da la sensación de que de tantas modificaciones se va a lavar la obra de Dahl, se perderá su concepción de infancia y de LIJ. ¿Me preguntó dónde está el lector implícito para quien van dirigidas sus obras?”, comentó Débora Núñez. “Nuevamente los adultos y el mercado subestimamos a los niños y jóvenes. La corrección política del momento pasa por encima del valor literario. Y cuando digo adultos digo todos, no hay inocentes, todos somos responsables: padre, madre, tutor, maestro, bibliotecario, etcétera. Todos formamos parte del mercado, todos le exigimos a la LIJ cosas que no le exigimos a la mal llamada literatura con mayúsculas. Queremos que la LIJ eduque a los niños, les transmita valores, les enseñe a manejar sus emociones. ¿Cuándo empezaremos a exigirle a la LIJ que sea ARTE con mayúsculas?”, reflexionó.

En este sentido, precisamente, escribe la chilena Carola Martínez Arroyo, quien dirige el blog Donde viven los libros: “Roald Dahl propuso una idea de literatura absolutamente rupturista. Quebrantó estereotipos. Propuso niños que ganaban concursos y se volvían dueños de su vida, niñas que decidían vivir con su maestra en lugar de con sus padres que son insoportables, unas brujas terroríficas y maravillosas que causan pavor de tan humanas que son, un zorro ladrón y así. Ninguno de sus libros sería publicado por nadie hoy”. Y va más allá en su intención de ampliar la perspectiva: “Puffin no reescribe a Roald porque son loquitos censores. Lo reescribe porque eso es lo que exige el mercado, es decir, usted que lee también. Los que dan los premios, los editores que publican y que insisten en lo mismo de siempre ‘porque la crisis’, los docentes que prefieren esa fórmula para no tener problemas con las familias y los padres, madres, tutores, encargados que creen que los niños y las niñas son una suerte de vasija a la que hay que llenar. Todos, todas somos causantes de esto. Vamos a defender a Roald Dahl, pero también defendamos el arte como un espacio de expresión. Defendamos la infancia en su poder de comprender la realidad. Defendamos la libertad”, exhorta.

Como comenta el escritor argentino Sebastián Vargas en Facebook: “Creo que en esta acción subyace, no muy profundo, la idea de que la literatura para niños no es literatura de verdad, sino sólo textos para que los chicos lean y aprendan a portarse bien. Y por eso podemos cambiarle impunemente el texto a un libro de Roald Dahl, pero no lo propondríamos para un libro de Faulkner o de Joyce o de cualquier otro autor “en serio” (bah, espero que no cambien a Faulkner, al menos: ya no estoy seguro de nada). Y también, y tampoco muy profundo, tras este tipo de censuras está la idea de que los niños no son personas completas. Que se pueden dañar irremediablemente si leen que un personaje es gordo. Que pueden volverse malas personas si leen la palabra ‘estúpido’, o ‘negro’ o ‘pelado’. Que no tienen capacidad de pensar ni de discernir entre una historia de ficción y la realidad, entre un cuento con personajes y sus propias vidas”.