El sábado de noche, los portales de los principales medios ingleses tenían la noticia como tema top. The Guardian tituló “Novelista que definió una era muere a los 73” y The Times hablaba de la desaparición de un gigante literario. The Independent destacaba su antigua condición de enfant terrible. Por su parte, The Telegraph recogía una de sus tantas citas notables, en este caso, sobre la muerte: “va a ser desagradable, pero cuando acabe se terminarán las repercusiones”.

El ingenio, el humor y el egoísmo de la frase son pistas para recorrer la obra de Martin Amis, que en novela se inició con la exitosa El libro de Rachel (publicada en 1973, cuando tenía 24 años) y que venía precedida de una reputación como filoso periodista cultural. Para cuando escribió la quinta, Dinero (1984), ya había madurado un registro personal en base a velocidad, sarcasmo, personajes poco agradables pero atrayentes en tanto reflejo de una época caracterizada por el individualismo del pico neoliberal que representaron los gobiernos de Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Thatcher en Reino Unido. “Hay que identificarse con el arte, no con las personas”, dijo alguna vez.

Fue en Dinero también en que se asentaron algunos de los procedimientos que lo asociaron a la corriente posmoderna: experimentos explícitos con las formas e intromisión ficcionada del narrador en la narración. Es decir, cosas que molestaban a Kingsley Amis, su padre, un ex angry young man, escritor de, entre otras cosas, ciencia ficción, y crítico cultural respetable. La tensa relación entre los Amis fue una de los tantos conflictos personales que alimentaron la fama extraliteraria de Amis, que alcanzó su pico poco antes de la publicación de La información (1995), un libro con el que se las arregló para ofender para siempre a su colega y amigo Julian Barnes y para conseguir como pago adelantado lo que hoy sería más de un millón de dólares, gracias a la contratación del agente Andrew El Chacal Wylie (responsable, entre otros negocios editoriales gigantescos, de introducir la obra de Roberto Bolaño en el mundo angloparlante).

La novela hablaba de dos escritores no muy destacables en el momento en que uno de ellos se vuelve injustamente exitoso, según el otro, quien opera como resentido narrador de la historia. Todo se va convirtiendo en amargura en la vida de este hombre, incluidos pequeños actos cotidianos con sus hijos, pero, por si asomase una pizca de compasión en lectores desprevenidos, Amis intercaló fragmentos sobre la historia de la formación del universo entre los pasajes más dolorosos.

Quizás, en ese sentido, su novela más dura no sea aquella tardia en la que se permite grandes dosis de humor negro en torno a los campos de concentración nazis (La zona de interés, 2015), sino la aparentemente más tradicional Tren nocturno (1997), donde le da una vuelta existencial al género policial: una detective con una vida desastrosa debe averiguar el motivo del suicidio de una triunfante astrofísica.

Pasaje uruguayo

Entre 2003 y 2005, Amis residió en José Ignacio junto a su segunda esposa, la escritora uruguaya-estadounidense Isabel Fonseca (hija del pintor y escultor torresgarciano Gonzalo Fonseca). Por esos años pasó a ser considerado el representante literario del “nuevo ateísmo” que tenía por representantes a Sam Harris, Richard Dawkins y su amigo Christopher Hitchens (El País de España destaca que ambos murieron por el mismo tipo de cáncer), pero no tanto por el escepticismo y la falta de esperanza que transmiten sus ficciones, sino por sus artículos en contra del irracionalismo de la religión y, especialmente, contra el Islam, en el contexto del pos 11 de setiembre de 2001. “Pasaron cosas extrañas en mi ausencia”, dijo a The Guardian ya retornado a Londres, “No me pareció que me había vuelto más derechista cuando estaba en Uruguay, pero cuando volví sentí que me había movido bastante a la derecha quedándome en el mismo lugar”.

En ese sentido, Amis fue un intelectual que no esquivó el debate público. Lo prueban también su recopilación de ensayos-relatos sobre la desgraciadamente reactualizada amenaza nuclear (Los monstruos de Einstein, 1987) y sus ácidos perfiles periodísticos de escritores consagrados (The Moronic Inferno, 1986), como Kurt Vonnegut y, sobre todo, Saul Bellow, su “padre sustituto”.

Por estas costas, Amis fue parte de la ola británica (Barnes, Ian McEwan, David Lodge y el joven Will Self, que escribió, para el obituario de su amigo, que “muchos escritores matarían por una frase como las suyas”) que, de la mano de las traducciones de la editorial Anagrama, se asimiló a la fiebre britpop causada por Blur, Pulp y Oasis, y por la película Trainspotting, aunque el escritor les llevaba por lo menos dos generaciones a estos artistas.

En todo caso, Amis se desacopló de esa fama noventera en los años siguientes, cuando comenzó a ocuparse de sus memorias y a obsesionarse con su envejecimiento (Experiencia, 2004, El roce del tiempo, 2019) y, sobre todo, con Koba, el temible (2002), una denuncia de la tolerancia con el estalinismo que mantuvieron muchos intelectuales de izquierda durante la Guerra Fría y, en cierto modo, un nuevo ajuste de cuentas con su padre.