“¡El optimismo es el opio de los pueblos! Un espíritu sano apesta a estupidez. ¡Viva Trotsky!”. Es un chiste privado, pero se difunde y pocos lo entienden en la Checoslovaquia de principios de la década de 1950, donde el estalinismo busca asentarse en cada centímetro de la vida. Ese acontecimiento dispara la acción de la novela La broma, cuyo protagonista vuelve a su pueblo natal luego de años de castigo por su irreverencia. La broma es, a su vez, el acontecimiento que definió la carrera posterior de su autor, Milan Kundera, cuya muerte se anunció este miércoles.

La novela apareció en 1967 y tuvo un éxito moderado, pero se volvió un “bestseller de protesta” cuando un año después los tanques soviéticos llegaron para aplastar los reclamos de mayores libertades durante la Primavera de Praga. Kundera fue marginado y destituido de sus cargos como docente, y pasó a ganarse la vida como trompetista en pequeños bares; en 1975, finalmente, se exilió en París.

Después de todo, ya había sido expulsado del Partido Comunista en 1950 –hay algo autobiográfico en La broma– a pesar de que contaba con una obra poética que negociaba exitosamente con los cánones del realismo socialista: “Estaba trabajando en distintas direcciones buscando mi voz, mi estilo y a mí”, diría más adelante sobre esos primeros trabajos.

Lo que estaba buscando lo encontró en La broma: un narrador libre y una doble trama en la que los amores y desamores transcurren en paralelo a disquisiciones filosóficas y literarias. Aunque esa novela fundante funcionaba, además, como clara sátira del gobierno comunista –hay reeducación, fiestas tradicionales reconvertidas en celebraciones partidarias, más disidentes, oportunistas y todo lo que está en el medio–, Kundera rechazaría más tarde el encasillamiento como “escritor político”.

De hecho, su fórmula no precisaba poner al frente la coyuntura; eran más bien reflexiones existenciales lo que buscaba traficar entre tramas que recuerdan bastante a las comedias de enredos, en cuanto forman varios “triángulos de deseo”. Quizás por eso Kundera se definía como un escritor francés, o más bien, como un escritor europeo, como queda claro en los ensayos recogidos en El arte de la novela, donde plantea su inscripción en la tradición continental, comenzando, lógicamente, por Cervantes.

En La inmortalidad (1988), además, nombraba directamente una de las claves de su impacto: “El homo sentimentalis no puede ser definido como un hombre que siente (porque todos sentimos), sino como un hombre que ha hecho un valor del sentimiento. A partir del momento en que el sentimiento se considera un valor, todo el mundo quiere sentir; y como a todos nos gusta jactarnos de nuestros valores, tenemos tendencia a mostrar nuestros sentimientos”.

La “fórmula Kundera”, en todo caso, se completa con la adición de títulos grandilocuentes y llega a su máximo en La insoportable levedad del ser, su éxito de 1984, que fue llevado al cine cinco años después (la adaptación disgustó al escritor, pero contaba con los rostros de Daniel Day-Lewis y Juliette Binoche). Ambientada en Praga durante las manifestaciones de 1968, la historia sigue a dos parejas infieles que discuten sobre la libertad y la responsabilidad mientras lidian con la represión política.

Hacia 1995 Kundera consiguió abandonar la lengua materna y escribir en francés; lo haría hasta su última novela, La fiesta de la insignificancia, aparecida en 2013. En 2019, le fue devuelta la ciudadanía de su país; se trataba, según el embajador checo en París, de “un regreso simbólico del más grande escritor checo a la República Checa”. Se refería, obviamente, a autores vivos: en 2020, Kundera se llevó el premio Franz Kafka que otorga el gobierno de Praga.

Milan Kundera en Praga (archivo, octubre de 1973).

Milan Kundera en Praga (archivo, octubre de 1973).

Foto: AFP

Distintos autoritarismos

La Guerra Fría facilitó muchísimo la difusión de la obra de Kundera fuera del bloque soviético. Philip Roth, que promovió a disidentes del mundo comunista, fue uno de los promotores del checo, quien, en una entrevista que le hizo el estadounidense en 1980 definió su idea de novela: “No es necesario que la unidad de un libro provenga del argumento, sino que puede ser suministrada por el tema”.

En el mundo hispano, esa obra tuvo un impulsor en el mexicano Carlos Fuentes, que era embajador en París cuando Kundera se exilió allí, y sus libros fueron publicados mayormente por la editorial Tusquets. Su editor, Juan Cerezo, dijo el miércoles: “Vista con perspectiva, su obra traza como ninguna un retrato irónico y emotivo, humorístico y lúcido, de la condición humana, ya sea en regímenes comunistas, en momentos de ilusión por el cambio como la Primavera de Praga, o en la Francia contemporánea, donde diagnosticó las cuitas de nuestra vida europea”.

Las ediciones de Tusquets llegaron a Uruguay sobre fines de la dictadura y resultaba sorprendente entonces, quizás por falta de circulación de una literatura local que consiguiera criticar al régimen “en tiempo real”, encontrarse con una novela como La despedida (1973), en la que bullían el arte y la picardía, en la que el aborto legal se integraba con naturalidad a una serie de desencuentros a lo Romeo y Julieta, y en la que el humor negro se condensaba en la figura de un ginecólogo que, obsesionado con su propia reproducción, llenaba al pueblo de niños narigones. “La vida está en otra parte” es el título de otra de las grandes novelas de Kundera, y paradójicamente, había más vida en aquellas ficciones ambientadas en otro sistema autoritario que en la triste cotidianeidad uruguaya. A eso, también, nunca más.