No es fácil hacer un comentario sobre la obra de un autor consagrado en nuestro medio. No es fácil leer cuatro tomos de poesía de un tirón. No es fácil escribir, luego del atracón poético, con la tranquilidad de que lo leído haya decantado.

Tampoco se trata de los Cien mil millones de poemas de Raymond Queneau, libro experimental cuyo propósito es demostrar la potencia ilimitada del lenguaje. Lejos de contar sólo con diez páginas y, ofrecer cien billones de combinaciones posibles, como la del francés, la reunión de la poesía de Hugo Achugar cuenta con unos mil folios y, en lugar de combinaciones de versos, brinda posibilidades de recorridos temáticos en una sola y desafiante dirección: la del viaje en el tiempo que trae consigo las interminables posibilidades del yo.

El primer tomo (2024-2012) contiene de qué va, Demoliciones, Los pasados del presente e incorrección. El segundo (2005-1991), Hueso quevrado, que cuenta con las 23 tintas que el artista plástico Adolfo Nigro realizó para la edición de Trilce, El cuerpo del Bautista y Orfeo en el salón de la memoria. El tercero (1988-1976) está integrado por Todo lo que es sólido se disuelve en el aire, Las mariposas tropicales y Textos para decir María. El último de la serie (1973-1968) recupera MI PAÍS / mi casa, Con bigote triste y El derrumbe. Incluye dos anexos, uno con material gráfico –retratos realizados al autor, portadas y afiches– y el otro con dos estudios de su obra poética a cargo de Gloria Salbarrey y Luis Bravo.

Hugo Achugar, por si hiciera falta presentarlo, es, además de poeta, docente, ensayista y gestor cultural. Egresado como profesor de Literatura del Instituto de Profesores Artigas, debió exiliarse en Venezuela durante la dictadura, se desempeñó como profesor universitario en Estados Unidos, regresó a la Facultad de Humanidades de la Universidad de la República tras la caída del régimen y es especialista en literatura latinoamericana. Entre 2008 y 2015 fue director nacional de Cultura en el Ministerio de Educación y Cultura (MEC). Su obra es por demás prolífica; en 2024 obtuvo el Gran Premio Nacional a la Labor Intelectual, que el MEC otorga cada tres años a personas que han hecho grandes contribuciones a la cultura uruguaya.

Foto del artículo 'La experiencia ficcional del tiempo: obra poética de Hugo Achugar'

La colección que ahora publicó Yaugurú se llama Poesía (in)completa y, así, el paratexto señala la naturaleza inacabada de esta construcción. Los escritores confiesan, una y mil veces, la incapacidad tanto para dejar de escribir como para dejar de corregir. Lo hizo el propio autor en la presentación de este material en la Feria del Libro de Montevideo. En esa ocasión, Achugar afirmó haber revisado, e incluso reescrito, muchos de los textos que integran esta trenza. Entiende que cada poema se resignifica dependiendo de los textos que lo preceden y aquellos que lo continúan; por esta razón, aunque se reconozca cada pieza como una unidad en sí misma, considera que su construcción se confirma con cada circunstancia de lectura que se propone desde el orden del corpus y se completa con las infinitas miradas de los lectores. Acorde con esto, el autor vuelve sobre su antigua escritura siendo otro: él ha cambiado y ya no puede leer ni escribir de la misma manera sus propios versos.

De este modo, el título propuesto para la colección refleja la insatisfacción propia del poeta. La edición, compuesta por cuatro tomos en un estuche, asegura la elegancia de la publicación, mas no permite seguir agregando tomos al caudal poético de Achugar. Tal vez una más de las contradicciones que dan cuenta del pendular humano que en la discrepancia acepta su naturaleza cambiante.

En esa tensión se encuentran las posibles líneas de lectura. El yo bajo la lupa, bajo la propia lente del autor intenta encontrarse entre la fauna y la flora que lo rodean en algún ámbito natural o urbano; allí la variedad de plantas, flores y árboles brinda cierto coqueteo con la contemplación, aunque no se trate de eso. Lo lúdico desde la memoria de la infancia propia y ajena se hace cuerpo en el presente y acompaña lo escrito desde lo subterráneo íntimo del que sólo algunos serán cómplices. El no lugar del exilio y su vacío. El amor de esposo amador se confirma también en varios momentos, algunos de ellos con tintes eróticos y otros naturales de la intimidad conyugal que espantaron a la propia Delmira.

Entre todas las posibilidades de abordaje, destaco el problema de la escritura. Este yo se define o se intenta dibujar una y otra vez, a partir de sus propios textos, de sus trazos. Por lo tanto, si bien la propuesta puede, por momentos, responder al problema general de la escritura, la palabra como posibilidad y como límite hace que se instale en lo particular de su creación. Conforme a esto, se piensa a sí mismo como poeta y en la construcción de su perfil.

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Aparece la curiosidad de saber qué ven los demás en él, que es hombre y poeta y profesor y académico, incluso hombre en el tiempo que piensa en su propio tiempo transcurrido, no ya desde los escritos sino además en todo lo que el cuerpo es y excreta, o en los polvos en los que su materia se va transformando. Hay un ir siendo que se registra como el testimonio de su propio recorrido vital que coloca en las estrofas y versos sus uñas, sus pulmones, su intestino, su hernia y también su instinto, y tensa el límite del yo ¿ficcional?

Es el tiempo como experiencia humana que se ejercita en la escritura y en esa dinámica pone en cuestión su oficio. Es el tiempo como experiencia humana puesto al servicio del hombre, y en él se vuelve amor y amante y desborda en erotismo; es el tiempo como experiencia humana puesto al servicio del padre sufriente; es el tiempo como experiencia humana puesto al servicio del amigo casi en extinción; es el tiempo como experiencia humana puesto al servicio del cuerpo que se seca y no.

Vivir el cuerpo hecho palabra

El cuerpo como escenario material del autor se vuelve ficción en sus versos y en ellos se lo percibe también signo y sangre: “Este cuerpo mío se me va en sangre / Las bodas de mi cuerpo enamorado están tocando a su fin [...] No hay angustia, es un hecho de la vida / es un hecho de la sangre, es un hecho de la prisa de los días”. El cuerpo como el testimonio del paso de las hojas en el calendario, sin otra dimensión que no sea el natural desgaste de su materialidad.

Por otro lado, en otras ocasiones produce desagrado: “Estos dientes / torcidos estos hongos en las uñas / [...] los labios revientan en pus / virulenta. Todo cae como un fruto madurado en el ácido cansancio acumulando insomnios por venir”. Masa en la que se reúnen el pasado y el futuro siendo en presente: “Tibio bienestar en la tardía tarde / este saber que es posible / todavía / ser parte de su cuerpo sentir, sentir / que está vivo / que la vida fluye como un río o que la brisa lo lleva”. Entonces, el cuerpo y sus posibilidades, más allá de la concreta existencia material del autor, es una sustancia que se modifica como los estados que experimenta el poeta y expresa y/o crea en su decir. “La otra el otro lo otro / yo mismo / todos juntos enredados en la trenza / hidra que me habita. Nosotros otros y la roca. La misma excrecencia fósil / naciéndome en el hígado eternamente devorado / la soberbia castigada en la miseria conquistada”.

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Este juego de espejos que, en este caso, propongo desde lo corpóreo se da también respecto de las múltiples identidades ensayadas por el yo, así como por la otra mucha variedad de perfiles construidos por los ajenos en cuanto a lo que se ve o se muestra de ese yo múltiple escrito. Se escribe el cuerpo y se escribe desde el cuerpo: “La piel escrita / escrito cuerpo / rayada piedra / piedra diablo / ¿piedra? ¿No era rosa quemada?”, la escritura de este cuerpo ilustrado, de esta voz ilustrada, de este manuscrito que es el yo y todo él.

Aspirante a certezas, ensaya: “La tarea es simple: escribir hasta destruir / el significado de lo que significa escribir”. Y entiendo que en esa destrucción o fusión el cuerpo se transforma en amador. En el encuentro con el otro el cuerpo goza, y en el goce todas las identidades se resignifican como en cada lectura de cada texto, actividad que reúne siempre al menos a dos. Así, cada encuentro resulta un nuevo texto: “Riego tu piel en vino tinto y luego, / cabernet sauvignon, te bebo, te beso, / te como el corazón y me sube allegro / el ritmo por las venas hasta que erguidas / las doce suenan y alcanza el juego / su ay que ya no más, ay que ya me corro / y el vino se nos derrama por los valles / hendiduras, llanuras, blanduras de la piel en reposo / y cantan, ahítas, las carnes cansadas / en la verdad del vino triste cayendo hacia el sueño / por las comisuras de nuestras carnes enamoradas”.

Y, por otro lado, la intimidad conyugal que espanta: “Días tras días, sin embargo, la acumulación de agrios alientos macerados en el sueño, de gestos involuntarios / que no deberíamos haber visto, de malos humores vertidos en la cena o en el desayuno [...] convierten / el espectacular estruendo mudo [...] / goce / [...] en una relación de pareja”.

De igual manera, con el tiempo, las páginas, sus renglones y cada una de sus palabras con sus signos dan cuenta de un constante pensamiento en torno al yo con uno y con el otro, otros, que desde el cuerpo y más allá de él iluminan diferentes aristas de esa multiplicidad en la experiencia del yo; esa, la del primer encuentro, y la otra, la del hastío de uno con uno mismo.

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Aquella aspiración de certeza inicial al presente se conoce duda, de ahí que con ella se titule el más nuevo poemario: de qué va. Sin mayúsculas, sin signos que enmarquen la expresión, esta se presenta despojada de todo detalle, allí, entera, la duda única y absoluta.

Cómplice es María “porque sabe de qué va”, se lee en el epígrafe. Es el tú, espejo de este yo que permite el ejercicio de esta pregunta que porta a todas. ¿Será que ese tú escritural tiene la respuesta? ¿Será que sólo abriendo el juego a otros se encuentre la clave? O será que el anhelo es que alguien la tenga luego de habérsela llevado el colibrí.

Poesía (in)completa, de Hugo Achugar. Cuatro tomos de 250 páginas. Yaugurú, 2025.