La “inusual vocación igualitaria” (Caetano y Arocena, 2014) del Uruguay convive con un reducto del “turismo elitizado” (Silva y Gelabert, 2011), sobre un vértice de tierra adentrándose entre el Atlántico y el Plata. Esta “capital turística” progresivamente fue erigida como una “centralidad” del turismo nacional (Campodónico et al., 2014). Retratos de un tranquilo, seguro y culto Uruguay albergaron un espacio de sociabilidad “exclusiva y excluyente” (Trochón, 2017), sin que ello impidiera otras formas de relacionamiento. Un escenario especializado en amenizar jornadas de bosque, arena y mar atrajo a través de las décadas a un número cada vez mayor de argentinos, uruguayos, brasileños y más.

A pesar de ícono estival, es en el austero invierno cuando se celebra el aniversario de la creación de un pueblo que se tornó algo así como una ciudad global, en la cual, a la altura de 2022, hoteles, restaurantes, casinos y galerías abren paso a torres residenciales, edificios de oficina y malls tanto en funcionamiento como en construcción, zonas francas en proyección, museos de proyección internacional, así como múltiples centros culturales y de convenciones, universidades nacionales instaladas y otras internacionales en aspiración de radicarse, además de bodegas y olivares complementarias de las dinámicas anteriores indican nuevas forma de vivir la ruralidad circundante al mar.

A la fecha, se amplía aquella “imagen de calma, calidad, excelencia, un ambiente para pocos, se convierte con el paso del tiempo en una imagen que mantiene la esencia de un producto típico de sol y playa pero ahora como una gran ciudad balnearia, con una especialización elitista que, sin embargo, ha dejado lugar a un turismo no tan excluyente de clase media” (Campodónico y Da Cunha, 2009, p. 61). El aristocrático pueblo de antaño se masificó sin descaracterizarse por completo, a la vez que sus corrimientos al este del este hacia otros parajes que no necesariamente forman parte de su jurisdicción pero la representan, procesos que diversifican las formas de habitarlo tanto en verano como a lo largo del año.

Un balneario entre flujos globales

Punta del Este ha servido para la proyección de narrativas de un Uruguay grandilocuente, por oposición a aquellas imágenes de un país de modestas medianías. Renfrew (2004) indagó a principios de siglo el afán nacional de tornar este mojón de la costa atlántica en señal de un país “orientado a los servicios, que mira hacia fuera, de alta tecnología y centro económico financiero del Mercosur” .

A la hora de mostrar imagen país, desde antes y aun después de aquellos años, la fastuosidad del estilo de vida y paisaje puntaesteños agregan valor a una estampa nacional afín a mostrarse diversa en cuanto es capaz de ofrecer para atraer inversiones, turistas y pudientes residentes. La impronta “vibrante” que atraviesa a las imágenes de Punta del Este, de utilizar ese adjetivo tendencia en el branding contemporáneo, surge como un resultado histórico de acciones tanto de públicos como de privados, a ser capitalizadas.

Al compás de la hotelería, gastronomía y sociabilidad

El Hotel de Pedro Risso recibió turistas por primera vez en 1889, una aventura que dio resultado en el entonces poblado Ituzaingó. En 1907 el Biarritz Hotel traería el lujo y el confort a la zona, acompañarían el British Hotel, en 1910, y el Gran Hotel España, en 1911 (Cairo, 1994). De aquel entonces a esta parte, no solamente -pero en gran medida- los hoteles han servido de nodos de la sociabilidad desde sus instalaciones asociadas a la gastronomía, al juego (casinos) y espectáculos varios. Asimismo, han delineado las formas de habitar el balneario.

El lujo como opción de consumo estuvo al alcance de un número mayor de personas, al menos contó con más plazas capaces de expandir el acceso a “ser parte” de un glamour, que en los noventas se encontraba finamente delineado, en sintonía con Las Vegas, integrado al clásico maridaje menemista de pizza con champagne.

El Hotel Casino Punta del Este -luego denominado Nogaró-, inaugurado en 1938, aproximó a los veraneantes de la Playa Brava, algo antes inusual. La inauguración del señorial Hotel San Rafael, en 1948, y previamente la urbanización circundante, reforzaron aquella incipiente opción oceánica. Mientras tanto, en 1997, medio siglo después, fue inaugurado el Resort y Casino Conrad, actual Enjoy:

“(...) con trescientas dos habitaciones (veinticuatro lujosas suites y una costosa presidencial que costaba dos mil dólares la noche), playa de estacionamiento para quinientos automóviles, cinco restaurantes, seis bares, dos piscinas -una de ellas cubierta-, una galería comercial, un Health Club, canchas de tenis y un centro de convenciones con capacidad para cuatro mil personas. Punta del Este entraba en una nueva etapa” (Trochón, 2017, p. 384).

La oportunidad de alcanzar estándares de alta exigencia en materia de confort global, la consagración del modelo hotelero sostenido sobre la práctica del juego, los eventos y cada vez más rigurosas amenities complementarias llevaron a un salto en el edén oriental. En similar modelo, el Hotel Mantra intentaría emular aquella apuesta hacia La Barra, promoviendo nuevos corrimientos costeros de la alta hotelería. El lujo como opción de consumo estuvo al alcance de un número mayor de personas, al menos contó con más plazas capaces de expandir el acceso a “ser parte” de un glamur que en los 90 se encontraba finamente delineado, en sintonía con Las Vegas, integrado al clásico maridaje menemista de pizza con champán.

Los bordes atlánticos de la costa maldonadense captaron progresivas atenciones desde la década de 1930, con aquel giro hacia la Brava. Tras esa avanzada, en 2004 y 2010 abrirían sus puertas respectivamente los hoteles VIK y Fasano, afincados sobre la rusticidad del campo y el oceánico mar esteño, lejos de la centralidad urbana puntaesteña. Sobre su influjo, entre otras tantas incidencias, José Ignacio emergía desde hacía un tiempo como nueva centralidad de una costa en constante corrimiento hacia lo inexplorado. Estos dos hoteles atlántico-campestres, al igual que el modelo Conrad sostuvieron su oferta de estadía en base a vivir experiencias; la diferencia radicaba en sus particularidades.

Mientras un perfil de visitante optaba por certámenes de póker y shows estelares, otro lo hacía por un centro ecuestre o beach club, un campo de polo o una boat house. También, el mismo turista podía transitar según su momento vital o alguna de las dimensiones de su ser, entre ambas modalidades. La propuesta de los primeros usualmente distaba un público acotado, en entornos reservados, lejos de los holofotes, dirigidos en gran medida a un turista cuya primera lengua no es el español. Un retorno al lujo discreto, tal vez. O, incluso, “alto luxo”, según denominan los brasileños, particularmente relacionados a su cadena nacional Fasano, que ha permitido una llamativa adhesión a un emprendimiento que, previo a su lanzamiento, tuvo un centro de ventas en la Avenida Paulista. Igualmente, similares esfuerzos emprendió Conrad-Enjoy con una agencia en el centro comercial de Brasil, vuelos chárter y programas televisivos consignados a proyectar suntuosidad.

La sociabilidad hotelera ha recibido a turistas esporádicos y asiduos veraneantes, quienes, aun con casa propia en el balneario, se acercan al Salón del Vino o al Salón Inmobiliario, por dar ejemplos de agendas de estos nudos de sociabilité que van más allá de sus huéspedes. Las noches de Casino, el café concert, tal o cual recital aglutinan a quienes posiblemente leen la revista de distribución gratuita Qué Hacemos Hoy y siguen sus orientaciones para el ocio del día a día. No sólo allí uno veía y era visto, no sólo allí se entablaron relaciones. Sobraban ámbitos como el Centro Cultural y Democrático Punta del Este, el Cantegril Country Club, el Yacht Club, entre tantos otros espacios para estar -por lo general- entre iguales. Innúmeras boites como Noa Noa -y sus tan variados nombres posteriores-, pubs como Mobby Dick -cuyo nombre se mantiene a través de los tiempos-, la discoteca Space -un nombre tan 90-, entre otros, centros gastronómicos de encuentro como La Fragata, Los Mejillones, Mariskonea, La Posta del Cangrejo y tantos más. Restaurantes galardonados como La Bourgogne consagraron la cocina local. Los Negros y La Huella no han quedado atrás llevando al este del este cocinas que pusieron sobre el mapa recovecos de una costa que siempre había estado ahí. No olvidemos, claro, lo que significó el primer McDonald´s del interior uruguayo.

La compra era también sociabilidad. El acceso a productos internacionales en Dante Variedades, el acceso a todas las necesidades en Casa Sader, el gorlerear entre tantos mercaderes y mercados, las galerías en ascenso y descenso, la afluencia a Punta Shopping como un hito de los 90 -en aquel entonces sólo queríamos usar esos espacios privados de uso público-. Emprendimientos que se mantienen o no tanto, entre desplazamientos de otras experiencias de compra más y más al este cual rizoma. Es que tantos fotógrafos y modelos que también avanzaron hacia allá, el viento llamaba. No olvidemos, incluso, cómo Dotto Models llegaría a cruzar la balsa que antecedió al puente circular. En fin, la sociabilidad se ha dado entre unas cuantas formas de los más variopintos consumos de servicios esteños junto a locales y visitantes, quienes trabajaban y disfrutaban de esos lugares, a veces las mismas personas a contrahorario, cómo no.

Una ciudad balnearia creativa: centros culturales, universidades, eventos y high-tech

Esa época era el Punta del Este de ‘algodón’ (la gente vestía sencillo, calzaba alpargatas), otra cosa fue cuando empezaron los festivales de cine. Ahí cambió el Punta del Este de algodón por el Punta del Este de lentejuelas. Ahí hay un cambio de concepto.

La cita anterior, perteneciente a Mecha Gattás, fue plasmada por Mariciana Zorzi y Gabriela Campodónico (2019) en el marco de un exhaustivo recorrido por las miradas de antiguos residentes de Punta del Este. “En esa época 'de algodón' se vivía mucho la tradición inglesa: se jugaba al tenis, se tomaba el té, muy familiar, tranquila, sana y divertida… era todo muy natural”. Luego, agrega Gattás, se da una mayor sofisticación tanto en la vestimenta como en la comida y, lento pero sin pausa, en múltiples dimensiones de la vida local. A partir de la década de 1950 se dio un giro en el estilo de vida local, en la proyección internacional del balneario, en la expansión de sus habitués a nuevas capas medias-altas a altas empresariales o profesionales. Ir a Punta pasó a ser para ellos una clara señal de distinción, rivalizando con una aristocracia rioplatense antes protagonista.

Y una activa agenda cultural estuvo presente desde entonces, ligada a las preferencias y gustos de aquellos perfiles de veraneantes. Si bien Aramís Ramos fue pionero en inquietar las actividades culturales locales en 1928 con su grupo teatral Ariel, formado por lugareños, además de crear una biblioteca y sala de lectura en su domicilio (Risso, 2007); la Liga de Fomento y Turismo de PdE surgida en 1940, con sus habituales muestras, y la infraestructura de la Sala Cantegril desde la década de 1950, representaron saltos. Mientras que, a principios de la década de 1960, surge el Teatro de Verano conocido a la fecha como Margarita Xirgú, se innovaría en aquellos años desde el café-concert con Perciavalle y Gasalla, La Fusa recibiría a Vinicius, Toquinho y Creusa en igual período. Asimismo, en 1962 surgía el Centro de Artes y Letras de Punta del Este, que funcionó hasta 1987 de la mano de mujeres como Mecha Gattas, Elsa R de Mesa y Graciela Saralegui y un núcleo honorario mayor que organizaría la osada megaexposición de arte Arena y llegaría a mediar para la composición de la Suite del Este de Astor Piazzolla.

Volviendo atrás, entre fines de la década de 1950 y comienzos de 1960 Carlos Páez Vilaró se involucra en la creación del Club de Balleneros y la incipiente edificación de Casapueblo (Risso, 2007). Proliferaban escritores de acá y de allá que en el balneario se instalaban. En 1973 Jorge Páez Vilaró adquiere la casona Burnett para erigir el Museo de Arte Americano de Maldonado (MAAM), y en 1987, el Museo Ralli de la mano de Harry Recanati, y esta arbitraria lista seguiría mencionando la proliferación de galerías (de Sur a Xippas), instalaciones culturales como Kavlin, CCD o Casa Neptuna, ferias como Este Arte, hasta llegar en 2022 a la inauguración del Museo de Arte Atchugarry. Por un lado, se logró en la segunda mitad del siglo XX insertar a Punta del Este en circuitos culturales nacionales, de proyección regional; por otro, hoy la mira apunta a fortalecer el lazo incipiente con circuitos latinoamericanos y globales, dando pasos ciertos.

Al final, la creatividad local no ha quedado presa en el verano si pensamos desde estos tiempos. Una tierra habituada a lo transitorio, para bien o para mal cultivó cierta apertura o disposición a aceptar transformaciones.

¿Convergían maldonadenses (por nacimiento o adopción) en tales circuitos? Pereira Severo destaca en tal sentido el caso de la Azotea de Haedo, tras su construcción en 1947 por parte del dirigente nacionalista: “La coincidencia entre artistas visitantes y residentes en el departamento allí es constatable en las artes plásticas: el pintor Ángel Tejera compartía taller con el dueño de casa, aficionado al arte. También eran asiduos Manolo Lima, Jorge Páez Vilaró y Enrique Fernández Broglia (...)” (2015, p. 210). Las artes y otras expresiones culturales situadas en Punta del Este inevitablemente rozaban en uno u otro grado el cotidiano de sus lugareños, aunque su proyección históricamente va más allá de la propia localidad y resulta difuso afirmar si le da la mano o la espalda, influencias mutuas por supuesto que acontecen, pero ¿en cuál grado?

Múltiples equipamientos culturales están a disposición de la comunidad toda, lo vemos en los actos de fin de curso de escuelas y liceos en la Sala Cantegril, lo vemos en la integración de Piel de Judas a dos actores locales en una agenda teatral invernal que de Maldonado ciudad se desplaza a Punta del Este ciudad y que, más allá de esos movimientos, renueva escalas de público no estival. Al final, la creatividad local no ha quedado presa en el verano si pensamos desde estos tiempos. Una tierra habituada a lo transitorio, para bien o para mal, cultivó cierta apertura o disposición a aceptar transformaciones. Microespacios puntaesteños, conectados en mayor o menor grado entre sí, conectan con otros puntos dispersos en el mapa global.

A las dinámicas estacionales antes descritas, ha de contemplarse la instalación de centros de educación terciaria/universitaria en el área. De las 22 instituciones de ese tipo relevadas en el país para 2019 por el Ministerio de Educación y Cultura, 12 de ellas se encontraban presentes en el departamento de Maldonado (MEC/Udelar/UCUDAL: 2019). Asimismo, se encuentra en proceso la instalación pionera de tres zonas francas en el entorno del conurbano Maldonado-Punta del Este, las cuales han manifestado propuestas de reconversión laboral y desestacionalización vinculadas a empleos asociados a servicios TIC, software y producción audiovisual (Ruiz, 2021; Charquero, 2022).

Fuera de ese marco regulatorio, recientemente se instaló la empresa informática Globant sobre la península. Por otra parte, un nuevo mall comercial sobre la ciudad de Maldonado en complejo de usos mixtos se encuentra en obras sobre avenida Roosevelt. A su vez, un Centro de Convenciones y Exposiciones público de gestión privada complementa infraestructuras similares hoteleras. Eventos ya sucedían, enormes y pequeños que desbordarían el límite de caracteres de este artículo, ahora suceden con mayor facilidad estructural.

¿Podemos hablar de equipamientos óptimos para un Punta del Este desestacionalizado, inserto en cadenas de valor informacionales, al influjo de nuevas dinámicas que complementan su infraestructura y escenario balneario? ¿ A dónde nos lleva esta veta creativa? Entre el afán de progreso y el recuerdo de las advertencias del Grupo Bosque 30 años atrás, se encontrarán oportunidades desestacionalizantes en infraestructuras ociosas y otras a implementar, o la capacidad de carga seguirá teniendo que soportar. Se verá, se verá.

De migrar por los turistas, a turistas que migran

“Toda la zona sur [del departamento de Maldonado] depende directa o indirectamente del turismo, que es el epicentro de la economía departamental: incide decisivamente en el standard de vida, en la densidad de población, en los recursos del gobierno departamental, en la cultura y hasta en las aspiraciones particulares de cada habitante” (Figueredo, 1970, p. 7).

El turismo de larga estadía, aquel que traía veraneantes del 1° de enero al 28 de febrero, se volvió una tradición olvidada a pesar de ser tan anhelado por locatarios. No obstante, ahora es superado por una realidad de turistas todo el año, que mantiene más negocios abiertos todo el año que nunca antes. Ya no sólo se viaja para trabajar con el visitante estival, sino que este último decide quedarse.

El afán existencial contemporáneo de coherencia entre lugar habitado y modo de habitarlo; la desvalorización de las contracaras de la urbanización extrema tales como tráfico, violencia y tensión cotidiana, así como la accesibilidad de medios (jubilación, rentas, recursos para invertir, etcétera), promueven las “migraciones por amenidad” (Moss, 2006) o “migraciones por estilo de vida” en la zona (Benson y O’Reilly, 2009), un complemento a históricas corrientes migratorias asociadas a insertarse en los servicios del turismo, directos (hotelería, gastronomía, mantenimiento, etcétera) e indirectos (construcción, comercio, etcétera).

La conectividad digital, pero también vial, a través de carreteras que 50 años atrás integraban con dificultad a países vecinos, así como aérea con aeropuerto propio e inclusive aeropistas privadas, reconvierten las movilidades locales. La pandemia permitió tornar la segunda casa en primera, permitió alquilar o adquirir a un costo tentador para transitar meses duros y luego ¿por qué no quedarse en una ciudad agitada pero a la vez tranquila, en un país estable? Siempre hubo quienes se quedaron, ahora son muchísimos. Siempre fue habitual el llegar, pero no necesariamente permanecer para siempre, un drama de un perfil migratorio que proyecta una reinvención de su proyecto de vida que no necesariamente luego se realiza (Benson y O’Reilly, 2009). Porque el invierno es duro, porque las oportunidades son otras, porque según cuánto se espera podrá ser o no ideal. La infraestructura de salud, educativa, comercial y cultural se ha adaptado a la demanda y lo vemos, pero no necesariamente ha de alcanzar. Según qué o cuánto se ha de buscar.

Si se cuenta con los medios de volver, algo que no sucede con perfiles migratorios de menores ingresos, las idas y venidas se tornan parte de nuevas movilidades que están un tiempo, que podrá ser permanente o no. A pesar de políticas gubernamentales que facilitan el quedarse, de ágil respuesta a estos tiempos. Chalets históricos y no tanto, edificios en propulsión que desde los 60 son cada vez más y sostienen un flujo de turismo residencial asiduo, se complementan por chacras marítimas en ascenso. Es allí donde están los nuevos locatarios, mientras tramitan su cédula de identidad, si no lo hicieron ya.

En las últimas tres décadas, diferentes “paraísos exclusivos” han proliferado en esta zona: “condominios cerrados en altura dentro de la trama consolidada, o como enclaves residenciales privados, de carácter cerrado con gran consumo de suelo y fuerte transformación del medio físico y ambiental” (Varela, 2017: 108). La normativa de ordenamiento territorial, así como recurrentes excepciones a la misma, sustentan un modelo proclive a tales dinámicas (Sciandro y Zeballos, 2019). En busca de acceso privilegiado al paisaje, amenidades, seguridad y/o privacidad proliferan estos proyectos. Pero transitar y estar en el territorio elegido no deja de habilitar encuentros más allá de los cercos, que exigen esfuerzos asociativos particulares y acciones públicas para una ciudad que podría encontrar más. ¿Podemos ir hacia allá?

La comunidad de expats locales (inmigrantes extranjeros) se reúne, actualmente, un domingo por mes. Algunos de sus participantes comentan la dificultad de hallar lugares para habitar en conjunto, así como convivir con quienes estaban antes que ellos. El inglés es la lengua franca de estas reuniones. Una barrera que, con el tiempo, nuevos residentes irán superando al aprender español o expandir su lengua común. Veremos. ¿Qué otros espacios de encuentro entre unos y otros tenemos? ¿La playa o la rambla nos encuentran? El centro comercial o la góndola de un local comercial de repente, al momento de interactuar para comprar. La recepción del edificio. La puerta de la escuela, la espera en el centro de salud. Un taller, una muestra. Según el acceso para quienes sea dispuesto. Hay distancias, hay hábitos de convivir con lo distante. Si todo gira en torno al turismo, unos u otros se encontrarán interactuando, pero ya no necesariamente se da siquiera una relación transaccional y las distancias se pueden acirrar, hasta no identificar al otro que está llegando, y viceversa, como habitantes de un espacio compartido, en el corto o mediano plazo.

Éramos tan distintos

Las figuras hacedoras de balnearios como Luro en Mar del Plata, Gessel en la villa que lleva su nombre, Piria en igual caso, Litman o varios otros héroes y antihéroes a la vez. Fueron embajadores de tierras improductivas, arenales reconvertidos en resplandor. Sus familias protagonizaron la historia de estas localidades. Luego llegarían nombres de renombre, que añadirían valor a la estación de baños de turno: Scarpa, Bulgheroni, Grendene, tantos otros más. Apellidos de fuera en diálogo con apellidos locales que también supieron resonar: Sader, Gorlero, Gattás. Los famosos visitantes de paso exaltarían la localidad: desde Maradona a Giménez, desde Tinelli a Legrand. Las autoridades locales acompañarían desde lo departamental, especialmente desde lo municipal, con el retorno de la figura del gobierno local.

A diferencia de ciudades de gran escala, esta urbe intermedia permite confluencias en su rambla, sus parques, sus playas. ¿Hasta qué punto?

Y así un lugar íntimo, de caras conocidas que trascienden entre mediatizadas temporalidades, transitan desde una Punta urbanizada a sus alrededores frondosos, entre un estival paseo y la consolidación de actividades extratemporada. Entre rostros identificables y otros anónimos, que buscan o no dejar de serlo. Hoy, bastante más que aquellas imágenes se perciben y proyectan para una geografía en redefinición.

En paralelo, el deslumbramiento del balneario atrae promesas de trabajo que no necesariamente se cumplen, forja potencialmente alianzas entre élites regionales y trabajadores locales, según Mezzera (2009), o desavenencias infranqueables en territorios cuya fragmentación -aún inexplorada en profundidad- está latente. A diferencia de ciudades de gran escala, esta urbe intermedia permite confluencias en su rambla, sus parques, sus playas. ¿Hasta qué punto?

Preguntas abiertas, así como abierto está el curso del destino que espera a Punta del Este en su nuevo momento. En la confluencia móvil de tantas y tantos, Punta del Este conecta una península singular con otras territorialidades, material y simbólicamente, sin pasar desapercibido al pensar el departamento de Maldonado, la Región Este, el Uruguay, el Cono Sur y más allá. En ese proceso se pone en evidencia un país menos homogéneo de lo que a veces se imagina a sí mismo, en sus caras y contracaras, desde las lentejuelas de una centenaria localidad.

Daniel Cajarville es maldonadense, docente en CURE/Udelar y estudiante de doctorado en la Universidad de San Pablo en el área de estudios latinoamericanos, desde donde investiga las transformaciones materiales y simbólicas del litoral este uruguayo. Contacto: [email protected]

Bibliografía

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