De todos los abordajes posibles de la figura de Hebe de Bonafini, uno prevalece sobre cualquier otro. Fue una Madre luchadora por Memoria, Verdad y Justicia durante 45 años. Cuando el terrorismo de Estado arrebató a dos de sus hijos, Jorge y Raúl, Hebe transformó el dolor en coraje para dar pelea junto a sus compañeras, contra viento y marea. El camino transitado inscribe a la presidenta de la Asociación Madres de Plaza de Mayo en la página más digna de la historia argentina.
Fue valiente mucho más allá del combate contra la impunidad por los crímenes de la dictadura. Puso el cuerpo, pero, además, sobresalió como estratega. En octubre de 1977 fue detenida junto a Nora Cortiñas, Azucena Villaflor y otras Madres tras participar en la peregrinación a Luján portando el pañuelo blanco que comenzaba a ser mítico. Hacía ocho meses había desaparecido Jorge. Hebe sabía cuál sería la consecuencia y pagó el precio a cambio de la repercusión internacional que tendría un arresto colectivo tras una procesión de la iglesia católica. En diciembre secuestrarían a Raúl y, más tarde, a su nuera María Elena.
En agosto de 1980, Hebe suscribió una solicitada en reclamo por los desaparecidos, con un registro de firmas impactante: Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato, Adolfo Bioy Casares, Martha Lynch, César Luis Menotti, Raúl Alfonsín, y Oscar Alende, entre varias decenas. Ya en democracia, forzó a que las rémoras de la dictadura quedaran expuestas cuando la obligaron a retirarse del Juicio a las Juntas por su negativa a quitarse el pañuelo. En 2001 enfrentaría a policías montados a caballo en Plaza de Mayo para detener la masacre con la que se despedía Fernando de la Rúa. A lo largo de cuatro décadas, pasó noches en comisarías, marchó, tomó edificios, viajó y acompañó centenares de reclamos de estudiantes, indígenas, trabajadores, víctimas de gatillo fácil y represiones varias, en Argentina y en el mundo.
Hebe fue una persona pública con sus preferencias políticas. Sentó postura sobre casi todo y casi todos. También fue autora de frases chocantes y actitudes arbitrarias. Su perfil, en un punto, se encuentra con el de Diego Maradona, fallecido hace casi dos años. A Diego, como a Hebe, dos figuras ecuménicas, se les pueden discutir con legitimidad palabras, compañías y comportamientos, pero nadie podrá endilgarles que anduvieron por la vida tratando de congraciar a los poderosos, pese a que habrían obtenido inmensos beneficios en caso de hacerlo. Dos personalidades que eligieron, por lo general, el lugar inconveniente. Nunca se sintieron cómodos ni fueron cómodos para el resto al calor del poder real.
Desde tribunas medrosas o directamente negacionistas se sentenció a Hebe con crueldad por sus “desmesuras”, mucho más que a otros personajones que gozan del favor mediático, disparan definiciones más ofensivas y no perdieron a sus hijos a manos del terror de Estado. Cabe inferir que el odio –esta vez sí, desmesurado, insultante y machista– que despertó la Madre de Plaza de Mayo en ciertas tribunas no estuvo relacionado con alguna opinión polémica, sino con el papel fundamental que jugó en la lucha contra la impunidad.
Entre los cuestionamientos que recibió, uno de ellos merece atención especial: el de otras Madres, Abuelas, familiares y militantes por los derechos humanos que señalaron arbitrariedades y atropellos de Hebe de Bonafini en el manejo de la Asociación y en las relaciones personales. El reclamo por parte de quienes fueron tan víctimas y dieron una lucha tan ejemplar como la presidenta de Madres se escuchó con fuerza y persistencia. La foto en 2013 con César Milani –acusado de represor y más tarde, absuelto– mientras Marcela Ledo, madre del soldado desaparecido Agapito, luchaba en soledad en La Rioja, cruzó un límite.
La historia de un movimiento de derechos humanos tan rico como el argentino tiene páginas de todo tipo, épicas en su mayoría, pero también oscuras. Se repara poco en que Hebe de Bonafini y las Madres más próximas se distinguieron al rechazar la indemnización ofrecida por el gobierno de Carlos Menem a los familiares de desaparecidos. El pago por la acción terrorista del Estado reparaba una parte ínfima del perjuicio causado, pero a Hebe le pareció una ofensa cuando en la Argentina reinaba la impunidad.
La presidenta de Madres brindó amor y confianza a varias personas de la edad de sus hijos. Uno de ellos fue Sergio Schoklender. Este causó estragos en el ámbito de derechos humanos y en el manejo del programa de construcción de viviendas Sueños Compartidos, por el que todavía es investigado.
Las usinas del odio acusaron a Hebe de Bonafini de enriquecerse con el programa de igual modo que tantas otras veces sembraron versiones intoxicadas sobre su vida. Sus enemigos más agresivos suelen tener presupuestos cuantiosos. Hebe, en cambio, vivió hasta el final en su sencilla casa de La Plata. La misma de la desolación de 1977, la de las amenazas desde entonces y, hasta hace poco, la de las torturas a su hija en 2001, la del ama de casa amorosa que relatan quienes la conocieron en la intimidad, la de las recetas de arrollados de peras con roquefort y lentejas con chocolate.
Sebastián Lacunza, desde Buenos Aires.