Estados Unidos sumó 10.000 efectivos a los 40.000 que tiene distribuidos en el “arco de la crisis”, siguiendo aquella vieja definición de Francisco Javier Peñas, tan útil hoy, 33 años después de los primeros pasos en el reordenamiento de la región, cuando la guerra del Golfo Pérsico expulsó a Irak de Kuwait en seis meses. Washington puso su bota en las fronteras iraquíes con el apoyo de la URSS en caída libre y de todo el Consejo de Seguridad de la ONU, marcando así su victoria definitiva en la lucha por la hegemonía contra el bloque comunista. Desde marzo de 1991 el reordenamiento del levante pasó por diferentes etapas imposibles siquiera de enumerar aquí, para llegar a este momento bisagra en el que toda la región se dispone a reconvertirse en función de la propuesta occidental. Mientras escribimos estas líneas el ejército israelí invade el sur de El Líbano e Irán responde al ataque con una andanada de misiles supersónicos marcando la diferencia con el lento y anunciado ataque de abril. Israel prometió responder, así que no sabremos cómo quedará la región hasta que el pandemónium termine.

Sin embargo, los datos de la historia y las realidades del presente dejan entrever los escenarios más probables o los resultados hacia los que se está apuntando.

En primer lugar, no es cierto que Israel opere en tanto “títere” de Estados Unidos. La gran queja en proceso de los últimos 30 años es la imprevisibilidad de los distintos gobiernos de Tel Aviv y la testarudez de varios de sus gobernantes, a los que había que convencer con especial cuidado para que hicieran o no hicieran, pero siempre Likud, laboristas o Kadima, siempre, se salían con la suya o sorprendían con sus acciones. Y Estados Unidos, independientemente del animal que lo gobierne, respalda a Israel, a pesar de que el elefante se diferencia del burro en algún matiz.

Los tratados de Abraham, el reconocimiento de Jordania, el discurso de su rey y su ministro en la última reunión de la ONU dan cuenta de una especial sintonía con Israel y, asombrosamente, con una parte de la izquierda judía para la solución del conflicto palestino. En los ataques del 1º de octubre, de nuevo Abdalá Hachemí ordenó interceptar los misiles iraníes. Arabia guiña el ojo y acepta la guerra de Israel contra los hutíes y, en consecuencia, contra Irán. Así, los ataques del martes reafirmaron la apuesta de los Saud y del Consejo de Cooperación del Golfo.

Estados Unidos respalda su ventaja con 50.000 militares esperando el momento para que la “estabilización” le permita dibujar el mapa de sus sueños en una región harta de guerra y de tensiones. El gravísimo error de Hamas liquidó una cuota parte de poder importante para el islam revolucionario y deja en falsa escuadra a la teocracia iraní, que lanzó sus misiles ultrasónicos para defender al último aliado en la zona con real poder territorial y militar. Arrasar a Hezbolá es el paso previo para el ataque final contra Teherán. La sobrevivencia política de Netanyahu es mantener la guerra como sea, pues sin guerra sus días en el poder están contados, de manera que la desesperación de los ayatolas apuntala a Bibi y la debilidad política del premier judío le da una mano a Jamenei.

Todos hacen su juego político en un ajedrez que dejó de ser complejo y pasó a ser peligroso, sin importar los 50.000 palestinos exterminados, los miles de desplazados en el sur de El Líbano, los cientos de judíos secuestrados y las decenas de miles de muchachos obligados a masacrar o a ser masacrados. Para el “gran juego” de El Levante la gente no cuenta y, peor aún, ahora sólo vale la victoria a cualquier precio. Las élites dirigentes marcan el ritmo de sus intenciones y, en consecuencia, no tenemos otra opción que analizarlas.

Las intenciones

Israel liquidó completamente la estructura de Hamas. En un tiempo controlará Gaza en alianza con OLP y, paulatinamente, le pasará el control de la franja, devastada, a Mahamud Abbas y su gente, especialmente a Al Fatah, a pesar de que los gazatíes los rechazan por razones políticas y morales.

La invasión de El Líbano se produce luego y para aplastar selectivamente a Hezbolá, devastar su infraestructura, desplazarlo de la escena política libanesa definitivamente, para que el gobierno libanés regrese a algo semejante a lo que fue hace 40 años, o como decía Simón Péres, a un Líbano cristiano. Por supuesto que el golpe a Irán cae por su propio peso, y tanto que Jamenei ordenó el ataque más grande de la historia contra el territorio judío. Perder su base central en la frontera norte de Israel sería de las peores derrotas estratégicas.

Estados Unidos e Israel pactarán con Arabia Saudita un ataque conjunto, de inteligencia o de comandos, para liquidar a los hutíes y poner en Yemen un gobierno moderado, afín con la casa Saud. El hecho va a habilitar la apertura de relaciones israelíes con Arabia, los dos grandes ganadores de este “nuevo orden”.

El objetivo medular es múltiple a pesar de que es buscado contra un solo actor: parar definitivamente a Irán y el programa de enriquecimiento de uranio, desestabilizando la revolución islámica, tal vez para precipitar la apertura política en un país inestable y empobrecido, donde la juventud, especialmente las mujeres, se hartaron de los controles religiosos y donde, aunque parezca paradójico, es sabido que Israel cuenta con apoyo en importantes sectores. ¿Podrá esa sociedad soportar una guerra violenta y prolongada? ¿El aparato represivo de la teocracia seguirá matando mujeres por faltas a la moral o a muchachos opositores?

Siria es el siguiente dilema. Derrocar a El Assad, ayudar a la reconstrucción y poner un gobierno moderado que habilite el gesto de devolver los altos del Golán, podría ser un escenario posible, siempre y cuando la restauración territorial sea cierta, lo que beneficiaría la imagen de Israel, en tanto, además, acuerde con sus nuevos aliados regionales la creación de algo parecido a un Estado o a una región autónoma palestina, para salvar las formas, aunque sea. Luego de 12 años de guerra, nada devolverá las vidas perdidas y el sufrimiento de millones de emigrados, pero la reconstrucción, con o sin El Assad, tiene el problema kurdo como una de las prioridades a resolver. Nadie toca hoy este tema. El control de la región kurda de Irak, con casi total autonomía, atempera el conflicto circunstancialmente, pero todos saben que una vez encaminado el nuevo equilibrio, el pueblo kurdo, que fue fundamental en la derrota del Estado Islámico, pedirá su tajada con toda justicia. Turquía e Irán, más tarde o más temprano, van a tener que ofrecer soluciones, y el peligro, cierto, del desgajamiento del norte iraquí es una hipótesis inaceptable para el gobierno de Bagdad, siempre y cuando la embajada estadounidense no esté de acuerdo. Pero si Israel sale airoso del actual conflicto, no abandonará a su aliado kurdo ni a los peshmergas que tan bien entrenó.

Estas prospectivas dejan instalados varios resultados. En primer lugar, la victoria israelí y estadounidense, con lazos de alianzas políticas y militares con los árabes, en los que, incluso, el rebelde Qatar tendrá que integrarse. Este cambio de correlación de fuerza marcaría la derrota iraní y el control del escenario en este nuevo orden, además, desplazaría de la región a Rusia, que no tendría más nada que hacer ni que ofrecer, en tanto China sería tan sólo un “cliente ilustre” que, chequera en mano, haría sus negocios posibles y garantizaría el abasto petrolero en un mundo donde el consumo energético llegará a niveles inusitados.

Pero, obviamente, no entraremos en un jardín de rosas. La región mantendrá tensiones durante muchos años, religiosas, nacionales -el Kurdistán libre-, sociales y humanas. No sembrarán democracia en Medio Oriente, afirmarán otras formas de dominio y dependencia.

Mientras tanto, los pueblos desde Irán a Gaza y desde Siria hasta Ucrania miran y sufren.

Fernando López D’Alesandro es historiador.