Es innegable que el mundo gira hacia la extrema derecha. Los populismos de derecha se hacen cada vez más autoritarios y se apropian de los rasgos de los fascismos que los precedieron.

Por supuesto, hay importantes excepciones europeas como Reino Unido, España o Francia, en donde la izquierda no populista se afirmó a pesar de todo, o casos como Uruguay o República Dominicana, en donde el populismo de extrema derecha no tiene presencia fundamental. Pero las recientes elecciones en India, Argentina e Italia, las “elecciones fake” en El Salvador del autócrata Nayib Bukele o la muy factible posibilidad de un regreso del trumpismo al poder en Estados Unidos, sobre todo tras el fallido atentado, demuestran que muchos prefieren opciones verticales cuyas propuestas principales implican recortes de derechos y un desprecio por la prensa independiente, las instituciones y la separación de poderes.

Si bien la historia no se repite, nuestra realidad presenta conexiones y paralelismos con lo que pasó hace un siglo. Exactamente hace 100 años el fascismo trastabillaba para luego comenzar a consolidarse en el poder de forma permanente. El 10 de junio de 1924, luego del asesinato de Giacomo Matteotti, el principal líder de la oposición a Mussolini, y la evidencia de los vínculos entre los asesinos y el jefe carismático, Mussolini eventualmente aprovecharía la crisis para afianzar su dictadura. El dictador explicaría su dictadura a partir de su poder, su popularidad y sus deseos.

Más allá de la demonización que se convierte en eje principal que aglutina a xenófobos, payasos libertarios y autárquicos, una dimensión es que la voluntad del líder es más importante que la legalidad. Para estos líderes la legalidad está en total contradicción con la nueva legitimidad ganada tras sus triunfos en las elecciones. Ya en los años del fascismo, el teórico nazi Carl Schmitt planteaba que, una vez en el poder, los deseos del líder definen la legalidad. Schmitt sostuvo que el líder, por ser pueblo, personificaba la ley, por lo que podía legislar y reemplazar al Parlamento cuando se le ocurriese.

El Project 25 del trumpismo, presentado por la Heritage Foundation, justamente promueve la idea de un presidencialismo extremo que no distingue entre Estado y líder. Trump ha negado tener que ver con este proyecto, sin embargo, ha propuesto versiones radicalizadas y explícitamente racistas. Y por lo tanto pretende echar funcionarios de forma masiva, eliminar derechos por doquier y expulsar inmigrantes indocumentados a granel. ¿Se puede hacer esto? ¿Es legal?

La Corte Suprema de Estados Unidos garantizó recientemente a Donald Trump inmunidad por sus crímenes pasados y futuros, a partir de la idea de que los actos oficiales del Ejecutivo nunca pueden ser considerados actos criminales. Esta corte entonces le hubiera reconocido inmunidad a Mussolini por el asesinato de Matteotti.

Cuando esto pasa, cuando el deseo del líder se convierte en ley, el marco legal desaparece por completo. El fascismo creó su propio reino de extralegalidad, que convirtió la ley establecida en una sombra de lo que era. Esto debería constituir un fuerte llamado de atención en nuestro tiempo.

La historia de ataques a la libertad nos brinda perspectivas para pensar el presente. El antifascista católico italiano Luigi Sturzo señaló hace 100 años, en 1924, que el fascismo se presentó por primera vez como una forma de legalidad, pero la dinámica de la dictadura revolucionaria alejó cada vez más al fascismo de la legalidad y lo convirtió en algo más. Sturzo señaló que el fascismo había abandonado los poderes constitucionales y parlamentarios.

Si bien el fascismo exteriormente mostraba elementos de legalismo y constitucionalidad, la sustancia de su gobierno era enteramente nueva. Este dualismo inicial entre forma y sustancia no podía sostenerse en un “equilibrio perpetuo”; las opciones eran el legalismo o la “dictadura revolucionaria”. Compañeros de ruta del fascismo, como Vilfredo Pareto, esperaban que la “dictadura actual” del fascismo tomara una dirección constitucional, pero en realidad pasó todo lo contrario.

La misma ingenuidad respecto de la dimensión revolucionaria de la dictadura fascista se aplicó a una amplia colección de facilitadores conservadores, así como a la prensa internacional de la época. Creían erróneamente que el fascismo iba a ser domesticado mediante instituciones estatales y procedimientos legales. Lo mismo pasa con los populismos de extrema derecha del presente. Sus líderes llegan al poder democráticamente y luego intentan quedarse en el poder ilegalmente.

Trump y Jair Bolsonaro en Brasil lo intentaron en sus fracasados golpes de Estado. Bukele en El Salvador y Viktor Orbán en Hungría reformaron con cuestionable legalidad sus instituciones constitucionales. Giorgia Meloni está intentando implementar una reforma constitucional “a la Orbán”. En Argentina, Milei logró poderes extraordinarios.

Hoy, la voluntad reemplaza a la legalidad. Y el mundo en que vivimos vuelve a ser ideal para el ascenso de dictaduras como la de Mussolini.

Federico Finchelstein es profesor de Historia de la New School for Social Research (Nueva York).