Que la derecha liberal tiene como principal enemigo a la organización social y sindical clasista es un hecho. Pero, ¿qué significa (o justifica) un avance hacia la extrema derecha en Brasil?

Cada proceso histórico progresista empoderó a la mujer. En un paradigma en el que se desafían ciertas estructuras de poder, o directamente se las derriba, se abre una brecha de toma de conciencia. Los movimientos masivos de mujeres que pretendían participar e incidir en los ámbitos educativos y políticos son contemporáneos a las reivindicaciones anticlasistas, étnicas y coloniales. Estas luchas, aunque no compartían la misma procedencia y guardaban entre ellas otras relaciones de opresión, tenían grandes puntos de contacto: fundamentalmente, el cuestionamiento a las estructuras de poder y opresión.

Cuando se cuestiona la opresión de una clase sobre otra, todas las demás opresiones se debilitan. Porque lo que tiembla hace varios siglos es el “orden natural” de la desigualdad humana. Así, a la vez que el capital generaba una nueva forma de opresión, transformaba las relaciones sociales de producción y los roles de género, incluyendo a la mujer en el mundo del trabajo asalariado, empujándola a completar las filas de las organizaciones obreras y transformándola en sujeto político-revolucionario de la historia.

Los sistemas fascistas partían de premisas organicistas y biologicistas de la sociedad, de un orden dado, en el que la desigualdad estructural y la subordinación son naturales entre los hombres y las mujeres, e imprescindibles para el orden social. Así, el rol revolucionario que asumieron las mujeres en la Comuna de París, en la Revolución Bolchevique, en la Segunda República Española, en la Guerra Civil Española, no solamente implicaba un impulso en términos de la subversión de las relaciones de clase, sino en las de la organización social, que postulaba su propia subordinación al hombre. El empoderamiento de las mujeres es visto por los sectores conservadores y religiosos como una auténtica pesadilla, ya que cuestiona la familia patriarcal (a la que considera célula de la sociedad) y el poder del padre sobre la mujer y los hijos.

Teresa Ortega, historiadora contemporánea de la Universidad de Granada, en su artículo “Conservadurismo, catolicismo y antifeminismo: la mujer en los discursos del autoritarismo y el fascismo”, asegura que “la sociedad de tipo jerárquico y desigualitario defendida por la derecha reaccionaria y tradicionalista se fundamentaba en la familia patriarcal, en la que la estratificación de los sexos poseía una sanción divina. La defensa de la familia patriarcal, base de la sociedad cristiana, fue un tema que unió estrechamente a la derecha autoritaria con la Iglesia Católica”.

Esto es lo que sucede hoy en América Latina. No son sólo el gran capital transnacional y el imperialismo los que están operando. Porque la disputa no se reduce a lo económico; hay una puja cultural conservadora, evangélica y católica, que tiene amplia penetración en los sectores vulnerables de la sociedad y que hace política desde los templos, como si fuera un mandato de Dios.

Los procesos progresistas, por imperfectos que hayan sido, en menos de dos décadas invirtieron el “orden natural de las cosas”. Y en ese nuevo contexto se empoderaron amplios sectores de izquierda, algunos tradicionales pero también sectores y minorías no tradicionales.

La lucha feminista viene a trastocar, con estas características masivas, por primera vez a Latinoamérica. El fenómeno del “combate a la ideología de género”, la lucha contra legislaciones que garanticen los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres, y la defensa de la familia patriarcal tradicional han sido las principales banderas del conservadurismo en la región. Podemos afirmar que existe una agudización de todas las formas de opresión por parte de los sectores del poder, y de una contraofensiva del capitalismo pero también del poder patriarcal y masculino.

En Brasil, esta realidad se presenta de forma diáfana. Muchos quizá pondrán el foco en otros aspectos igual de válidos para analizar el ascenso de la extrema derecha en el país, que se suma al auge global. No es unicausal un proceso político de corrimiento hacia la extrema derecha.

Pero permítanme colocar el foco en los elementos discursivos y del electorado que conciernen a la reacción patriarcal y machista, frente al avance de la conciencia de la mujer en la región. El discurso de la extrema derecha, aquí y allá, es siempre misógino, es siempre un enaltecimiento del poder masculino, del militarismo, el androcentrismo y la violencia. La mayoría de los votantes del ultraderechista Jair Bolsonaro son hombres de buena posición económica y con formación universitaria (45% de los titulados manifestó intención de votar a Bolsonaro), a los que se suman, claro, los evangélicos. Los máximos representantes de las iglesias evangélicas le expresaron su apoyo: desde agosto hasta el día anterior a los comicios aumentó de 26% a 42% el voto evangélico al candidato que finalmente se ubicó primero.

La estética y el discurso no son nuevos: se basan en un odio exacerbado anticomunista, antifeminista, racista y homofóbo. Y estas características, a su vez, no hacen otra cosa que atizar el estereotipo de lo masculino, del patriarca impulsivo, violento pero protector y recto. Que biológica o divinamente está llamado a defender su rol jerárquico dentro de la sociedad. El trabajador cae fácilmente preso de este discurso, porque dentro de la familia es el único lugar social en el que tiene poder.

Que un arma de fuego haya sido el símbolo de la campaña de Bolsonaro no hace más que reafirmar estas líneas. La estética es un elemento más de la exacerbación de la violencia patriarcal, militarista, misógina, intolerante.

Las mujeres brasileñas feministas, o simplemente antifascistas, han sido la piedra en el zapato de Bolsonaro y sus secuaces. Pero aún no pueden con un país extremadamente religioso, que dirige el país desde sus templos y convence a la mujer de que Dios la destinó a la noble tarea de ser sumisa al hombre, así como convence al hombre de que su poder en el hogar es incambiable. Porque por más que Dios dispuso la jerarquía y la desigualdad entre los hombres, les retribuye con la sumisión de la mujer en todos los ámbitos sociales, particularmente en el hogar, célula del orden social.

El gran desafío es el de siempre: convencer. Que la cultura deje de estar en el Olimpo y baje, que las mujeres salgan a disputarles su lugar divino y natural a sus maridos y que empoderen a otras mujeres. Que se movilicen y organicen sin pedir permiso. Como lo hicieron millones en Brasil el 29S. Pero algo es seguro: cuanto más pujen las mujeres por cambiar la sociedad y emanciparse, más recrudecerá la violencia contra sus cuerpos y proyectos políticos. Más aliados encontrará la ultraderecha gatillo fácil para reforzar sus masculinidades y poner a las mujeres en su sitio. Más tratará de convencer de que la desigualdad de las mujeres, como la de la clase trabajadora, la de negros y negras, la de los indígenas y los trans, es natural, divina, incambiable. Y entonces sólo resta avanzar y resistir. Las mujeres, en particular, sí que saben de eso.

Verónica Pellejero es estudiante de la Facultad de Información y Comunicación.