Mirar la película El huevo de la serpiente, del dramaturgo y cineasta sueco Ingmar Bergman, es como recibir un golpe en el estómago. La obra realiza un análisis minucioso de Alemania antes del surgimiento del nazismo. En esa época, el pueblo alemán vivía una crisis existencial, política, económica y social. El sistema político, en franco declive, no lograba ofrecer a la sociedad alemana un futuro en el que se pudiera y se quisiera vivir. En ese escenario de caos, el huevo de la serpiente encontró un ambiente perfecto para romperse.

En la década de 1920, Adolf Hitler no era más que un ex militar de bajo rango, conocido principalmente por sus discursos contra las minorías, la izquierda, los pacifistas, las feministas, los gays, las elites progresistas, los inmigrantes, los medios de comunicación. Pocas personas lo tomaban en serio. Sin embargo, tras años de que propagandeara discursos absurdos contra esos grupos, plagados de noticias falsas, y posara de político antisistema, la sociedad alemana, profundamente insatisfecha con su joven democracia, que no le había traído los beneficios que muchos esperaban, votaron al partido de Hitler en 1932. Con 37% de los votos, se volvió la nueva fuerza política dominante en el país. Un año después, Hitler asumió como jefe de gobierno.

Salvando las distancias, se puede decir que el Brasil de hoy se asemeja a la Alemania prenazista, ya que, así como los alemanes en la década de 1920, los brasileños estamos en medio de una profunda crisis política, económica y social, y delante de nosotros tenemos el huevo de la serpiente. Tenemos a un ex capitán del Ejército, el señor Jair Bolsonaro, político actualmente afiliado al Partido Social Liberal (PSL). Es el líder de un movimiento que crece cada día, el bolsonarismo o movimiento bolsonarista, que posee, de forma cada vez más evidente, orientaciones fascistas.

Hasta hace algunos años, Bolsonaro no era nada más que un parlamentario del llamado “bajo clero”, el sector más conservador y corrupto del Congreso Nacional; no era nada más que un militar frustrado y un político mediocre, desconocido a nivel nacional. Fue ganando la escena con la difusión por medio de las redes sociales de su discurso “en defensa del orden”, basado en la tradición, en el concepto heteronormativo de familia, en la prosperidad de la supremacía blanca y profundamente contrario a las conquistas de las mujeres, los negros y las minorías, como la comunidad LGBT y los pueblos indígenas.

De político desconocido a outsider famoso en las redes sociales, Bolsonaro se volvió la opción de quien se rebela por la captura de la polis promovida por el capital y quiere una salida rápida. Y no es extraño: la revuelta se viste con el ropaje de un arraigado antipetismo, de un profundo sentimiento contrario al partido que gobernó el país en la última década: el Partido de los Trabajadores, del ex presidente Luiz Inácio Lula da Silva y la ex presidenta Dilma Rousseff. Hoy, para nuestra desgracia, Bolsonaro es el nuevo presidente de la República. Como Hitler, llegó de la nada y ascendió gracias a su discurso de odio.

En una elección plagada de noticias falsas, Bolsonaro incluso intentó adoptar una postura más moderada. Procuró suavizar su perfil con piel de cordero, sin éxito. Su pensamiento flagrantemente fascista salta a los ojos. Reacciona a cualquier crítica con coces de caballo. Y predica constantemente el culto a la violencia. Incluso el vice de Bolsonaro, el general Antônio de Hamilton Mourão, se llama a sí mismo “profesional de la violencia”.

El discurso de que la expoliación y la violencia presentes en nuestra vida cotidiana se resuelven por la fuerza y de manera individual calzó como un guante. De esa manera, procuran tercerizar el rol del Estado como garante de la seguridad y adjudicárselo a la propia población, que, fuertemente armada, podrá defenderse individualmente, podrá disparar, podrá hablar sin ser juzgada por la llamada “dictadura de lo políticamente correcto”. No fue por casualidad que el principal símbolo de la campaña de Bolsonaro fue la señal de un arma hecha con las manos. La libertad, de esta manera, se convierte en la liberación de la violencia por parte de quienes no aguantan más ser cotidianamente violentados y se sienten con derecho a expresar su violencia más terrible como una expresión de libertad conquistada.

Otro elemento fascista presente en Bolsonaro es la defensa radical de un nacionalismo exacerbado. “Nuestra bandera jamás será roja” es una frase que se hizo eco en Brasil hace algunos años y que también fue propagandeada por Bolsonaro. Esa frase delimita claramente que para muchos brasileños hay, en el Brasil de hoy, un enemigo interno que amenaza todo el tiempo la soberanía nacional. Los enemigos son varios (los profesores de historia, los refugiados, los gays, las feministas), pero hay un enemigo principal: la izquierda brasileña. En el pasado, el supuesto “peligro rojo” fue adoptado como justificativo para el golpe de Estado. Estoy hablando de 1964, cuando sectores de la población y de las Fuerzas Armadas salieron a las calles para apoyar un golpe cívico-militar contra la “amenaza comunista”, que en realidad no existía en aquella época y tampoco existe actualmente.

Además, Bolsonaro es un político que, a pesar de ser defensor ferviente del gran capital y del sistema político, posa de outsider. En vez de garantizar la participación directa de la población que rechaza al sistema político, se trata en realidad de una transferencia de la gestión al fascismo, y, de esa forma, convierte la revuelta contra el sistema en un clamor popular que apoya la mano dura de un liderazgo que, al estar por encima de la ley, supuestamente tendrá las condiciones necesarias para “poner orden” por la fuerza.

Este discurso es tan violento, tan bélico, que su defensor, para conquistar el clamor de las masas, precisa adoptar características cómicas, para esconder con chistes su costado más terrible. Por lo tanto, nunca se sabe qué es lo real y qué es apenas jactancia. Nadie lo sabe, a no ser ellos mismos. Todo el tiempo dicen y se desdicen.

Para peor, tener acceso a Bolsonaro es extremadamente difícil, porque él sólo acepta hablar en espacios en los que sabe que no será cuestionado. Escapó de todos los debates en la segunda vuelta de las elecciones y sólo les dio entrevistas a los amigos. La mayoría de las veces, para oírlo, tenemos que someternos al ejercicio masoquista de ver sus videos en Facebook, videos que, dicho sea de paso, adoptan una estética horrorosa al estilo Al-Qaeda, en los que parece que quienes hablan están sentados en una especie de búnker. Cuando el “mito” hablaba en la televisión, parecía que estaba leyendo, porque, de hecho, estaba repasando un discurso escrito por algún asesor o marketinero, que está lejos de representar lo que en realidad Bolsonaro piensa y hará en el país.

Bolsonaro y compañía expelen una especie de nube de humo tóxico en el aire para ocultar intenciones inconfesables, porque saben que navegan mejor entre brumas y cerrazón; porque saben que si las personas entendiesen lo que ese nuevo gobierno hará con ellas, nunca lo votarían. El principal motor de la sujeción es la ignorancia. Y esa es la prueba más clara del autoritarismo que está por venir; es la característica central de todo proyecto oscuro; es la prueba cabal de que estamos delante de un proyecto fascista.

Obviamente, la manera en que Bolsonaro promete reorganizar los ministerios refleja eso: va a eliminar por lo menos 11 para crear cuatro superministerios. Creará el Ministerio de Economía juntando los de Hacienda, Planeamiento, e Industria y Comercio Exterior; juntará los ministerios de Casa Civil con la Secretaría de Gobierno; el de Infraestructura con el de Transportes; el de Educación con el de Cultura y Deportes; el de Justicia con el de Seguridad Pública; y juntará Agricultura con Medio Ambiente.

Bolsonaro justificó esta reorganización con una retórica supuestamente en defensa del pragmatismo y la eficiencia. Dice que quiere a su lado gente eficiente, que quiere reducir gastos, terminar con la corrupción. Estos justificativos son falsedades. Lo que Bolsonaro quiere es centralizar el poder en sí mismo. Es completamente autoritario.

En la última semana, su autoritarismo determinó la salida de Cuba del programa Mais Médicos, lanzado en 2013 por la entonces presidenta Dilma, cuyo objetivo es paliar la carencia de médicos en los municipios del interior y en las periferias de las grandes ciudades de Brasil. Con la retirada de Cuba, cerca de 8.400 médicos dejarán de atender en el país. Algunas estimaciones indican que 367 ciudades del país podrían quedar sin ningún médico para atención básica. Según la Confederación de Municipios, la salida de los médicos cubanos afecta a 28 millones de personas.

Es decir que Bolsonaro ni siquiera ingresó al Palacio de Planalto con la banda presidencial y ya está haciendo estragos, lo que evidencia que su gobierno comenzó después del resultado de la segunda vuelta. El Brasil de Bolsonaro es, por consiguiente, un país que persigue profesores y expulsa médicos.

En este sentido, comete un gran error quien no da importancia al ascenso de Bolsonaro. Sin ninguna duda, es uno de los políticos más peligrosos y asquerosos que haya visto la historia reciente brasileña.

Brasil está delante del huevo de la serpiente. No puede preverse de qué manera o en qué nivel se dará el ascenso del fascismo en el país. No hay más salida que el fascismo para la perpetuación de la ofensiva ultraliberal defendida por el actual presidente, el señor Michel Temer, y Bolsonaro. El programa defendido por ambos y apoyado por los medios conservadores, por el mercado, por las bancadas más reaccionarias del congreso y por sectores de las Fuerzas Armadas es tan drástico para la población brasileña que sólo podrá ser implementado con plomo.

En momentos como este es “muy estúpido ser inteligente”, escribían hace más de medio siglo Theodor Adorno y Max Horkheimer. Estaban pensando en los europeos intelectualizados, modernos y civilizados, que durante la década de 1920 adoptaron en Alemania una serie de argumentos de lógica supuestamente impecable para afirmar que sería imposible la ascensión del Tercer Reich. No podemos facilitarles las cosas a los bárbaros.

Lo que más asusta es que a partir del 1º de enero comenzará oficialmente un gobierno en el que la oposición corre riesgo de ser atacada, de desaparecer, de morir. Un riesgo que siempre existió, especialmente para quien es periférico, para quien es mujer, negro, LGTB. Pero que ahora será mucho mayor.

El ataque podrá venir directamente del gobierno o de personas del movimiento bolsonarista, compuesto por los electores de Bolsonaro más radicales, más fascistas, que están muy lejos de actuar en el universo de la divergencia política aceptable. Ya lo demostraron cuando, en un bar, un bolsonarista mató al maestro de capoeira y militante Romualdo Rosário da Costa, de 63 años, conocido como Moa do Katendê. Hay que resaltar que ese grupo de electores es un sector pequeño en el conjunto de personas que votaron por el candidato del PSL. Se engaña quien interpreta que todos quienes lo votaron son fascistas.

El terreno para la masacre ya se está preparando. Ya está en la Ley Anti-terrorismo, que criminaliza los movimientos sociales, ya está en el Proyecto Escuela Sin Partido y en el fin del Estatuto de Desarme. Además de promover un discurso de odio, que instiga a los sectores más autoritarios y retrógrados de la sociedad brasileña, Bolsonaro quiere incluso armar a la población, incentiva la persecución de educadores, da también vía libre a los policías para que maten a quienes quieran.

Para la izquierda, el riesgo es muy grande. Pero se engaña quien cree que recularemos. La táctica y la estrategia deben repensarse teniendo en cuenta la seguridad. Pero se engaña quien imagina que nos quedaremos de brazos cruzados. Ya nos estamos reestructurando para movilizar al conjunto de la clase trabajadora profunda y legítimamente insatisfecha con el sistema político, para organizarlos, de modo que entiendan que forman parte de la resistencia y construyan con nosotros la fuerza necesaria para derrotar el fascismo. En ese proceso, podrán intentar enterrarnos, pero sepan desde ya que somos simiente.

João Elter Borges Miranda es profesor de historia.

Traducción: Natalia Uval.