La victoria, el domingo 28, de un candidato que durante la campaña defendió abiertamente la persecución, tortura, prisión, muerte y exilio de opositores, es trágica para Brasil y para el mundo. Vincent Bevins, periodista con experiencia en Brasil y en Indonesia, llegó a decir que Bolsonaro es más extremista en su discurso y posiciones políticas que el presidente de Filipinas, Rodrigo Duterte. Mi impresión al escuchar el discurso que pronunció para sus correligionarios el domingo anterior a la votación fue que se trataba de un Augusto Pinochet sin autocensura, ebrio de su propio autoritarismo.
Y todo eso con la legitimidad que dan las urnas, en las que venció por un amplio margen (55% contra 45% de Fernando Haddad). Obviamente, no se trató de una disputa justa, ya que al candidato favorito de la población, Luiz Inácio Lula da Silva, lo enviaron a prisión luego de un proceso kafkiano y, por tanto, fue excluido del pleito. El Supremo Tribunal llegó incluso a censurar una entrevista a Lula, y la Justicia electoral ordenó a la Policía que retirara los carteles contra el fascismo que se habían colgado en varias universidades. No tenemos que olvidarnos, tampoco, del juego sucio de la campaña de los vencedores ni de la masiva difusión de noticias falsas vía Whatsapp que impulsaron.
El primer desafío es comprender este funesto acontecimiento en todas sus dimensiones. Una de ellas es la pulsión de muerte. En 2007, en el auge lulista, una película entusiasmó mucho. Se trató de Tropa de élite (José Padilha), con el personaje del capitán Nascimento y su mano dura. El capitán de reserva Bolsonaro activó ese hilo represivo (una continuidad desde la fundación de Brasil), en una de sus únicas actividades públicas de campaña en la segunda vuelta de las elecciones, al visitar el Batallón de Operaciones Especiales (Bope) y afirmar que uno de ellos llegaría a la presidencia. Terminó gritando: “¡Calavera!”, como un eco de la siniestra frase fascista española “¡Viva la muerte!”.
Otra dimensión es la colcha de retazos de discursos de odio contra la corrupción (en realidad, contra el Partido de los Trabajadores –PT–), galvanizada por la operación Lava Jato (Bolsonaro quiere que el juez que impulsó esa operación, Sérgio Moro, sea su ministro de Justicia), a lo que se suman la oposición a la “ideología de género” y la defensa de la causa de la “escuela sin partido”, que declara al educador Paulo Freire un enemigo a ser eliminado.
Existe, además, una rebeldía contra el sistema, debido a la multiplicación de crisis (política, económica, social). En 2014, 70% de los brasileños quería cambios, pero ganó el statu quo: el opositor Aécio Neves no convenció y Dilma Rousseff fue reelecta. Entonces, un diputado con casi 30 años de mandato consiguió disfrazarse de antisistémico.
La izquierda no supo aprovechar la brecha que surgió en las manifestaciones de junio de 2013. El Lava Jato destruyó el sistema político e intentó terminar con el PT. El atentado contra Bolsonaro a principios de setiembre fue decisivo, al excluirlo de los debates (en los primeros, su desempeño había sido muy malo) y, al mismo tiempo, victimizarlo (justamente a él, que se disfraza de verdugo). Después de su recuperación, Bolsonaro se negó a participar en los debates de la segunda vuelta, y de esa forma las polémicas electorales permanecieron en el campo de batalla moral. Así se eligió un candidato cuyas propuestas radicalizan las políticas del muy impopular gobierno de Michel Temer (de austeridad, de privatizaciones y de represión). El desempleo, que afecta a 13 millones de brasileños, no fue tema de campaña.
Un factor importante: el PT gastó la carta del miedo en la elección anterior. La reelección de Dilma trabajó el temor a la vuelta de los tucanos neoliberales y tomó posteriormente el rumbo opuesto. Eso les costó caro al PT y a Brasil. Su advertencia sobre los peligros autoritarios tuvo poca repercusión, y Haddad no consiguió formar un frente democrático en la segunda vuelta: el tercero más votado, Ciro Gomes, prefirió descansar en Europa, mientras que los demócratas de centroderecha mostraron que son muy pocos. Se produjo una “normalización” de Bolsonaro; para algunos era una disputa entre dos extremos; para otros se trata de esperar la próxima elección. Ironías: el diario Folha de São Paulo se negó a catalogar al candidato como de extrema derecha y ahora es atacado violentamente por él, por revelar el Zapgate.
Tal vez la imagen que sintetiza mejor la campaña petista sea la del rapero Mano Brown, quien cuatro días antes de la elección dijo en Río de Janeiro que el PT perdería porque había perdido contacto con los sectores populares. Y fueron realmente esos sectores, que ascendieron y mejoraron sus vidas en el período de Lula, los que sellaron la victoria de Bolsonaro. Hasta la última semana antes de la primera vuelta, Bolsonaro tenía un rechazo muy fuerte en esos sectores. A partir de entonces fue el momento decisivo de la elección, cuando comenzó a despegar (¿gracias al apoyo de algunos poderosos pastores evangélicos?; ¿cómo resultado de una red sórdida de noticias falsas?). Su candidatura, que inicialmente tenía el apoyo de los más ricos, se volvió confiable para los sectores empresariales y para el mercado a partir de su proximidad con el francotirador del mercado Paulo Guedes, que será su superministro de Economía. La candidatura de Bolsonaro logró el apoyo de los sectores populares en esa recta final, y si no fuese por las mujeres pobres, habría ganado en la primera vuelta.
Todas las conquistas y vidas están en riesgo; las de los pueblos y sus ecosistemas, naturales y culturales. ¿Qué podemos esperar? Un gobierno (militarizado) de disciplina social, económica y moral. Una guerra a los pobres y a los disidentes. Un macartismo en los sectores de la educación y de la cultura. Una subordinación a Estados Unidos (recordemos la geopolítica del golpe) y tensiones en América del Sur (sobre todo en lo concerniente a Venezuela). Los resultados serán desastrosos, habrá un programa de austeridad y privatizaciones. La represión será durísima y se tratarán las acciones de los movimientos sociales como terrorismo. El Congreso, el Poder Judicial, ¿se subordinarán a estas acciones? ¿Y el resto de los sectores de la sociedad, entre ellos, los medios de comunicación?
En un video divulgado después de la primera vuelta, el rapero Djonga declaró: “La mira está en su frente”, recordando la célebre advertencia final de Pier Paolo Pasolini, “estamos todos en peligro”. Los innumerables ataques posteriores a la elección (que incluyen varias muertes) muestran que esa frase está más vigente que nunca. Somos resilientes, pero salir de este abismo llevará tiempo y exigirá nuevas creaciones políticas, y solidaridad desde todos los rincones del planeta.
Jean Tible es profesor de Ciencia Política en la Universidad de San Pablo.
Traducción: Natalia Uval.