En el apartamento de Juan siempre sonaba de fondo algún tema de Eduardo Mateo, se olía el tabaco quemando y el sonido de la jarra eléctrica con el agua pronta para el siguiente té. Así Juancito pasaba largas horas adentrado en profundas lecturas que lo llevaban a hacerse grandes cuestionamientos existenciales, entre los que siempre se destacaban la idea del bien y el mal. Su cabeza, sana y libre, lo llevó a indagar sobre los derechos humanos, las diferencias de clase y el progreso social.

Para Juan, la delincuencia es un mecanismo de poder para ejercer control sobre las personas. En este sentido, una sociedad insegura debe ser reprimida y controlada para ser disciplinada. Así, el poder, para él, se vale de la delincuencia para autorizar su control. Como resultado, en una sociedad en la que ocurran delitos, los abusos de poder se justificarán más.

Tanta crítica constructiva, mediada por honesta y sustentada reflexión, lo llevó a desmitificar tantos prejuicios que, naturalizados por los medios, se toman como la primera respuesta ante un hecho criminal como el que sucedió en su caso.

Juan era una persona muy honesta, culta y con buenas intenciones. Su amor por la humanidad le enseñó a ver más allá de lo superficial y a querer a las personas por sus actitudes y pensamientos; por su forma de ver el mundo y por sus ganas de cambiarlo. Era de esas personas a las que poco le importan la vestimenta, la clase social o las palabras bonitas.

En sus últimos tiempos, Juan había descubierto que robarle una sonrisa a un niño era lo que realmente lo hacía feliz. Ese hallazgo fue un regalo de las niñas y los niños de la policlínica de Casavalle. Hace unas semanas les había donado un montón de juguetes, sabiendo que eso no era lo esencial para los niños en ese momento –dadas las carencias nutricionales, sanitarias, etcétera–, pero por lo menos eso los haría felices por un rato.

Juan creía que las niñas y los niños deben ser la prioridad, por eso estaba enfocado en ofrecer su apoyo. De hecho, una de las cosas que más lo movilizaron antes de dejarnos fue cantarle una canción de Jaime Roos a un bebé recién nacido mientras cursaba neonatología. “Fui su primer contacto con lo humano, y esa fue su primera canción de cuna”, contaba emocionado, con los ojos llenos de lágrimas.

Juan veía las injusticias sociales y se indignaba fuertemente con ellas. Creía que muchas veces nos desvirtuamos en el discurso, y que otras tantas dejamos de lado lo básico y esencial de los derechos humanos.

Para Juancito la máxima era de paz, con una perspectiva basada en el respeto a los derechos humanos. Estaba convencido de que para promover un cambio profundo y duradero se tiene que dejar de lado la idea del “ojo por ojo, diente por diente”. Y también estaba convencido de que para cambiar las cosas tenemos que hacer planteos menos descabellados y ser más empáticos y racionales. Porque probado está que una persona que no recibe contención, que no tiene condiciones sanitarias, educación o vivienda, es una persona vulnerada y excluida.

Juan era una persona muy reflexiva, pero sobre todo era muy consciente. Esto lo llevó a ver el mundo de una forma más íntegra. También lo llevó a dejar de lado los simplismos. Juan entendía que las personas somos un contexto. No se trata de tapar el sol con un dedo. Si bien a él le tocó esta desgracia, estoy segura de que el mensaje que él daría y que le gustaría que nos quede es que todos somos un contexto y que tenemos que trabajar juntos para hacer el cambio. Y sobre todo, que sepamos que la violencia no se combate con más violencia y que desde el odio no se construye.