Previo al triunfo de Bolsonaro, Edgardo Novick sacó un suelto de prensa que decía: “Primero se terminaron las mentiras de los Kirchner, hoy le toca al PT [Partido de los Trabajadores] en Brasil, y el año que viene le toca al Frente Amplio en Uruguay…Las mentiras de la izquierda corrupta se agotaron”; algo parecido declaró la senadora Verónica Alonso una vez conocidos los resultados de las elecciones de Brasil: “El pueblo brasileño dio una cachetada contra políticos corruptos e ineptos, y en poco tiempo esa cachetada se dará en Uruguay”.

Obvio que es inaceptable que cualquier integrante de un partido político, máxime si ocupa un cargo público, sea corrupto. Pero la corrupción no es de izquierda ni de derecha. No ha habido partido político que haya gobernado en Uruguay –incluido el Partido Nacional–, o a escala regional, que no haya sido salpicado por casos de corrupción.

En cualquier caso, es importante diferenciar la corrupción como algo excepcional de aquella que es institucionalizada. En los países en que la corrupción todavía es algo excepcional, siguen funcionando los controles parlamentarios, los organismos anticorrupción y la justicia.

Para casos de corrupción institucionalizada, se podrían poner como ejemplos, aunque reconociendo diferencias entre ellos, a Brasil y Argentina. Países en donde la corrupción tiene décadas y se ha generalizado a todo el sistema político, incluso en la justicia. En estos países, altos cargos de la administración pública actúan de forma coordinada con bandas criminales o empresarios, permitiendo impunemente la violencia generalizada, el enriquecimiento ilícito y la financiación ilegal de partidos políticos.

Además, plantear la corrupción como único elemento que explica el cambio de gobierno, y que puede, como en el caso de Brasil, ocasionar el apoyo a un discurso antidemocrático es, por lo menos, sesgado. Y en este planteo caen tanto analistas de izquierda como de derecha. Por ejemplo, Manuel Castells afirma: “Sin embargo, fueron los escándalos de corrupción, publicitados por los grandes medios, los que hundieron al PT, y al propio Lula, en la mente de los ciudadanos [...]”.1

Lula, sin embargo, preso desde abril de 2018, en agosto tenía una intención de voto del 39%,2 y Bolsonaro de 21%.3 Luego, la historia conocida, Haddad comenzó con 4% de intención de voto, llegó a tener una votación de 30% en la primera vuelta y de 45% en la segunda. El PT no redujo sus votos sustantivamente, mientras que los partidos de centro y de derecha como el PMDB y PSDB redujeron a la mitad sus bancadas parlamentarias. Es evidente que dada esta información, no se puede explicar el triunfo de Bolsonaro solamente por la corrupción del PT.

La corrupción como elemento de debate que domina la agenda pública, y sobre todo mediática, no hace más que omitir elementos esenciales sobre los avances y retrocesos que han registrado los países según los distintos gobiernos.

Por ejemplo, el principal compromiso de la campaña de Mauricio Macri fue “pobreza cero” y “transparencia para unir a todos los argentinos”. Los resultados de su gobierno son conocidos: aumento de la pobreza, del desempleo, reducción del salario real, inestabilidad económica, y una concentración del ingreso y de la riqueza sin precedentes en un período tan corto de gobierno.4

En relación a la transparencia, el gobierno de Macri se vio salpicado desde el inicio. Empresas offshore en propiedad del presidente; María Eugenia Vidal cuestionada por financiamiento ilegal de su campaña electoral; el ex presidente del Banco Central, Luis Caputo, por enriquecimiento ilícito; el actual ministro de Trabajo, Jorge Triaca, por contrariar el código de ética de la función pública.

En Brasil todavía no comenzó a gobernar Bolsonaro, pero sabemos que la política económica no se diferenciará mucho de la de Temer. Su reforma laboral provocó la caída del salario real e incrementó la pobreza.5 En relación a la transparencia, Temer tiene cuatro causas abiertas en la Justicia que el Parlamento ha impedido investigar, con los votos, entre otros, de los diputados del PSL, el partido que llevó a la presidencia a Bolsonaro. Esto tampoco está en las agendas mediáticas, ni en Uruguay ni en países de la región.

Si la derecha uruguaya festeja tanto los triunfos de Macri y Bolsonaro, no deberían hablar de la corrupción sólo de los partidos que han perdido las elecciones, sino también de los que las han ganado. Además se debería de hablar de los resultados que han tenido esos gobiernos; resultados que influyen en el bienestar de la población, los derechos fundamentales de las personas y la calidad de la democracia, y sus instituciones. Si el tema de la corrupción domina la agenda de la contienda electoral, por cómo se ha trasmitido este tema por la oposición y por los medios, el debate va a girar entre posverdades y fake news, y no sobre realidades.

Gustavo Buquet es economista y doctor en Comunicación.