El mes pasado se logró un gran avance en derechos para el país. La ley trans es más que necesaria si entendemos que hay un sector de la población que, por el sólo hecho de vivir una identidad sexual disidente respecto de la que impone el sistema heteropatriarcal, tiene una expectativa de vida de 35 años de edad, prácticamente su única salida laboral es el trabajo sexual, son expulsadas de sus familias, de los ámbitos de estudio, de los sistemas de salud y de los ámbitos laborales. Cualquier grupo que viva este nivel de vulneración tan extrema necesita una respuesta de protección de derechos por parte del Estado. Esta es la más clara muestra de que el cuerpo es político y las consecuencias de cómo lo vivimos también lo son.

La reacción por parte de sectores conservadores de la sociedad fue denunciar que se está actuando en contra de “lo natural”. Pero ¿Qué es “lo natural”? ¿Qué es lo biológico? ¿Lo biológico siempre antecede a lo social? ¿Es algo fijo e inmutable?

Desde distintas teorías se ha tratado desde hace décadas de arrebatar a las identidades sexuales de lo dado o natural para colocarlo en lo político. Se construye una voz política que, al entender la sexualidad como construcción social e histórica, denuncia también como políticos los discursos naturalizadores de la identidad. Revelan estas teorías que no existe una objetividad científica.

Para Judith Butler, en el proceso de formación del sujeto sexuado/sexual, este es llamado a identificarse con una determinada identidad sexual y de género bajo la ilusión de que esa identidad siempre estuvo allí, antes del acto de interpelación. Es así que surge el concepto de performatividad: al exteriorizarse las actuaciones del género de forma reiterativa, producen la ilusión de ser algo natural, preconcebido. Al nombrarla, se construye la identidad. La determinación de una identidad tiene como efecto la represión o exclusión de lo que no encaja en ella para afirmarse y estabilizarse. Se niega a quienes quedan fuera de esa identidad y se niega el origen ideológico de esa identidad.

Esta exclusión simbólica se vuelve corporal y palpable en las vivencias de las identidades trans; no adaptarse a lo “normal” las excluye de los ámbitos educativos, laborales, sanitarios y hasta de sus propias familias. La disidencia de la identidad genera una respuesta tan fuerte por parte de los mecanismos de poder que estos las excluyen de la categoría de persona, de sujeto de derecho.

Esta ley fue presentada desde el Consejo Nacional de Diversidad Sexual del Ministerio de Desarrollo Social al Parlamento y en su elaboración participaron voces de la sociedad civil organizada, como colectivos LGTBIQ, y llevaron adelante una campaña pública de apoyo al proyecto de ley que se denominó #LeyTransYa. Estos colectivos sociosexuales cuestionan la adscripción de las identidades sexuales al ámbito de lo privado y de lo natural y le reclaman al Estado posibilidades simbólicas y materiales referentes a la construcción de la identidad sexual. Esta ley, al avanzar en derechos para la autodeterminación de la identidad, rompe con la ciudadanía sexual heteronormativa. Una consecuencia de esta ley ha sido la visibilidad de la población trans y de las desigualdades y vulneraciones a las que es sometido este colectivo. Esta visibilidad trajo como contrapartida la respuesta violenta de los sectores conservadores de la sociedad, que ven como peligroso este avance de derechos ya que cuestiona la norma al legitimar la excepción a esta.

Uno de los aspectos que incluye la ley es incorporar los tratamientos hormonales y las operaciones de reasignación de sexo a las prestaciones que los servicios integrales de salud están obligados a brindar, no abordando estos temas desde la patología. De ese modo, esta norma fuerza al sistema político a enfrentarse a la arrogancia del sistema heterocentrado en el que se han basado las instituciones médicas, jurídicas y educativas.

Detrás de la asignación del sexo al nacer se da un primer recorte visual, discursivo y/o quirúrgico. Las operaciones de reasignación de sexo son mesas secundarias donde se renegocia el trabajo de recorte realizado por la primera mesa de operaciones por la que todas las personas hemos pasado. Esta segunda operación no necesariamente es más violenta que la primera.

Cuando desde la ecografía se nos dice “es una niña” o “es un niño”, sin permitir ambigüedades, comienza el proceso de interpelación performativa y sus efectos prostéticos. A partir de un órgano periférico (sexual) se construye la totalidad del cuerpo. Los que defienden que existe un binarismo sexual natural se basan en argumentos que intentan parecer científicos, como que los cromosomas XX y XY definen nuestra sexualidad. Es así como la operación que se hace si la persona recién nacida intersexual tiene cromosomas XX consiste en la construcción de una vagina que no tendrá fines reproductivos, sino que es pensada para alojar un pene. Por lo tanto, mandata la heterosexualidad, ya que no contempla otras orientaciones sexuales como posibilidad. Así, el tener una vagina convierte a la persona en mujer, ya que ese órgano periférico define a toda la persona. Sólo la tecnología médica que hizo la primera operación puede realizar, para el orden simbólico, la segunda operación.

Se considera que la realidad de ser cromosómicamente XX o XY es del orden de lo “natural”, sin embargo la ciencia establece que los arreglos cromosómicos y genéticos están lejos de ser binarios y que este recorte es social y político. El sexo, biológicamente hablando, implica un continuo entre lo femenino y lo masculino, y en la naturaleza la variación es la norma. Sin embargo, la asignación del sexo al nacer por el orden político-visual es estética, según los genitales visibles, no es cromosómica.

Si los médicos no llevan a cabo la asignación, la sociedad, familia, instituciones educativas, etcétera, lo demandan, ya que no pueden socializar a la persona sin una asignación de sexo, no se puede establecer lazos filiales si no se sabe el sexo de la persona. Todas las relaciones sociales están sexualizadas. La reasignación de sexo le hace frente a un sistema médico que no tolera las consecuencias sociales y políticas que trae la ambigüedad.

Las organizaciones trans, en sus identidades disidentes, apuestan a desnaturalizar el cuerpo, se reapropian de los tratamientos hormonales como instrumentos de producción del cuerpo y la sexualidad.

Esta ley propone que los procedimientos médicos se adapten a lo que las personas trans sienten desde su vivencia subjetiva, alejando del centro de la atención sanitaria a las cirugías de reasignación de sexo, aunque son una posibilidad. Los tratamientos no cambian a la persona, no cambia el sexo, pero cambia la expresión de género, la forma en que el género es decodificado socialmente. El tratamiento hormonal no cambia el género, cambia el cuerpo, como cambian el cuerpo las mismas hormonas al ser tomadas durante el tratamiento del síndrome climatérico. La construcción social sobre qué es “ser hombre” o “ser mujer” influye en la necesidad de cambios corporales. Existe la presión de emular a los “verdaderos hombres” y “verdaderas mujeres” y muchas veces se reafirma la identidad por medio de la hipermasculinidad o hiperfeminidad. Es necesario encontrar espacios liberados para explorar y desarrollar qué tipo de mujer u hombre se es.

Virginia Cardozo es médica especialista en medicina familiar y comunitaria.