El 27 de febrero de 1933, en la ciudad de Berlín, ocurría un hecho que marcaría el destino de la humanidad: en un atentado incendiaron el edificio del parlamento alemán conocido como el Reichstag. A pesar de no haber sido realmente aclarado, el hecho fue utilizado a la perfección por el régimen nazi, que encontró chivos expiatorios, terminó de avasallar las pocas libertades públicas que todavía quedaban, fusiló a sus enemigos políticos, alentó un sentimiento ultranacionalista y consolidó aun más el poder del hasta entonces canciller alemán Adolf Hitler. Detrás de la estrategia estaba el padre de la propaganda nazi, Joseph Goebbels, quien hizo de la mentira y la manipulación política un arma fundamental para el cumplimiento de los fines del régimen que se consolidaba.
Más recientemente, durante la “guerra contra el terrorismo” ocurrida luego del 11 de setiembre de 2001, esta estrategia volvería a ser utilizada. Durante 2003 Estados Unidos invadía Irak con la excusa de que en ese país ocultaban armas de destrucción masiva. A pesar de las pruebas adversas, la voluntad invasora resultó inconmovible. Resultaron inútiles las investigaciones que determinaron que Irak no poseía armas de destrucción masiva, y la guerra no pudo evitarse. Bastó simplemente la repetición tozuda de las autoridades del gobierno estadounidense que, sin contar con el mandato del Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas, igualmente procedió a la invasión y arrastró a Irak a la guerra civil y a la miseria más absoluta. Nuevamente, la estrategia de la mentira permitía generar un contexto favorable al servicio de la voluntad política.
Como vemos, la historia de la humanidad nos ha brindado varios ejemplos respecto de esta manera de hacer política. De hecho, en una columna publicada en la diaria alertábamos sobre el aumento de las llamadas fake news o noticias falsas, tergiversadas o exageradas como instrumento para las campañas electorales. De hecho, tanto en la elección estadounidense en la que resultó electo Donald Trump como en el plebiscito que llevó al brexit se denunció a una empresa de origen inglés (Cambridge Analítica) que inundó de noticias falsas y memes las redes sociales en Estados Unidos e Inglaterra, con lo que logró influir sobre vastos sectores de los electores. A su vez, existe información de que esta misma empresa fue contratada para las elecciones legislativas del año pasado en Argentina y que recientemente brindaron asesoramiento durante la campaña de Bolsonaro en Brasil.
Nos proponemos estudiar más en profundidad lo sucedido durante la campaña electoral en Brasil, pero desde ya afirmamos que es innegable que fue una campaña atípica, en la que el candidato electo no participó en debates con los otros candidatos, se enfrentó a los medios de prensa escrita que lo criticaban, desde su búnker domiciliario concedió solamente entrevistas televisivas y videos mientras circulaban en las redes sociales millones de whatsapps con “noticias falsas” que enchastraban a su adversario y promovían desde las redes sociales religiosas que el candidato a ser votado era Jair Bolsonaro. El domingo de elecciones, en los cultos evangélicos y pentecostales se repartieron volantes de propaganda de Bolsonaro y durante las ceremonias religiosas se arengaba a votarlo.
Por estas latitudes, hace unos días la senadora nacionalista Verónica Alonso, festejando el triunfo de Bolsonaro en Brasil, acusaba al gobierno uruguayo de corrupto y daba a entender que el año próximo ocurriría aquí un triunfo de similares características. Algo parecido sucedió con el líder del Partido de la Gente, Edgardo Novick, quien también se manifestó partidario de Bolsonaro y vaticinó el mismo destino para el Frente Amplio de Uruguay.
Claramente, hay ciertos políticos que tienen la firme voluntad de experimentar este tipo de estrategias en Uruguay. En su práctica, la tan mentada y repetida estrategia de la mentira, la exageración y la tergiversación pasa a ser un medio a utilizar. El asunto se vuelve todavía más preocupante cuando son justamente algunos precandidatos quienes se comportan como trolls en las redes sociales, alejando toda idea de promover un pacto político que permita combatir las fake news. ¿Qué podemos esperar del resto si los precandidatos actúan de esa manera?
Pero más allá de las mentiras y la futurología profesada por algunos precandidatos, resulta llamativo ese intento de extrapolar de manera cuasi mecánica la realidad de Brasil a Uruguay. Dicho razonamiento no resiste el menor análisis, por limitarse a ser apenas una aspiración de deseos, una especie de sueño importado de las tierras norteñas. Sin embargo, a pesar de la falta de seriedad que profesan algunos, no debemos permitir la difusión de falsedades, respondiendo además con argumentos serios.
Parecería injusto y desconectado de la realidad intentar extrapolar a Uruguay la corrupción que vive Brasil. Sin ir más lejos, en el país norteño esta se dio de manera generalizada durante décadas y provocó una verdadera crisis de legitimidad que abarcó a todo el sistema político. En el caso de Uruguay, el Latinobarómetro 2017 lo ubicó en el nivel más bajo de percepción de la corrupción entre los países latinoamericanos. Además, en los últimos años se ha mejorado el marco normativo y se han incrementado los mecanismos administrativos de control. En este sentido, en el período 2005-2018 se aprobaron 26 leyes que regulan aspectos relativos a la transparencia en la administración pública.
Pero además, sin perjuicio de lo hecho hasta ahora, estamos generando nuevos instrumentos jurídicos que permitirán incrementar los controles y atacar de manera más eficiente las irregularidades en el manejo de los fondos públicos. En este sentido, hemos propuesto la aprobación de una ley integral sobre la actuación en la función pública que sistematice en un único cuerpo normativo las disposiciones relativas a la ética y al combate a la corrupción. Además, se propone la creación de un Código de Ética comprensivo de los tres poderes del Estado, Tribunal de lo Contencioso Administrativo, Tribunal de Cuentas, Corte Electoral, gobiernos departamentales, entes autónomos, servicios descentralizados y personas públicas no estatales.
En definitiva, los dirigentes políticos deben ser los principales promotores de la ética no sólo en la función pública, sino también en el ejercicio mismo de la actividad política. Sin embargo, el período electoral venidero puede llegar a ser tentador para que algunos dirigentes se desvíen de la ética con tal de conseguir un puñado de votos. No se debería caer en eso, ya que la calidad del debate incide directamente en la legitimidad misma del sistema democrático. Elevemos el debate, enfrentemos de manera honesta los diferentes proyectos políticos, pero hagámoslo de manera responsable, salvaguardando siempre los más caros estándares de calidad democrática que ostenta Uruguay.
Charles Carrera es senador del Movimiento de Participación Popular, Frente Amplio.