La sociedad uruguaya es extraordinariamente conservadora, aunque paradójicamente hable de sí misma como si no lo fuera. Aun cuando hemos evolucionado en temas importantes, algo que en lo personal me enorgullece, como el matrimonio igualitario o la legalización del aborto, tenemos una dificultad inmensa para cambiar, vivimos aferrados a modos antiguos del hacer cotidiano en muchos aspectos, y la educación es expresión pura de esa resistencia. Nos cuesta “cambiar la cabeza” y volver disponible el corazón para que otras cosas ocurran. Sobre todo, porque tenemos un discurso de derechos pero una práctica de selectividad. Así es que en el fondo, y con la bandera de la defensa de la calidad, seguimos sosteniendo modos del hacer educativo que son clasificatorios de las vidas.
Para explicarlo con cierta simpleza, diría que hemos trabajado ardorosamente en el concepto de la educación como derecho pero seguimos teniendo una práctica que expulsa a los y las adolescentes de los centros educativos, que indica que no todos pueden hacer el recorrido planificado en educación media, y lo peor es que algunos lo dicen como si estuvieran diciendo una verdad inobjetable y valiosa, negadores en el hacer –en forma consciente o inconsciente– de lo que sostienen con la palabra.
En principio me gustaría contarles a los lectores que el Plan 2006 –vigente desde esa fecha porque secundaria cuenta con la manía tradicional de denominar a sus planes por el año de su confección– ni siquiera es un plan. Es una reformulación del Plan 1996 que se hizo para dar respuesta a una situación de tensión que estaba instalada cuando asumió el primer gobierno del Frente Amplio en relación con el rechazo que generaba el Plan 1996 que había creado sin discusiones el Codicen de Germán Rama. Así que no hablemos de plan, hablemos de una reformulación que se suponía que sería de vida transitoria; pero también en Uruguay hemos aprendido que no hay nada más permanente que lo transitorio, así que aquí estamos, finalizando 2018 con la famosa reformulación 2006 vigente. Sin embargo, es de orden señalar que desde los equipos técnicos del Consejo de Educación Secundaria (CES) se elaboraron algunos planes alternativos –con formatos verdaderamente vanguardistas– para dar respuesta a jóvenes y adultos que no lograron acompasar la rigidez del Plan 2006. Y son planes, todos ellos, en los que se incorporan innovaciones pedagógicas valiosas, que destituyen el aislamiento del docente en el aula, que promueven el trabajo sobre centros de interés y habilitan formas de evaluación diferentes; en definitiva, que rompen las rutinas atendiendo los saberes previos de los y las estudiantes y lo socioemocional, para hacer de la educación un acto que instituya la humanidad tantas veces negada para muchos/as de estos/as estudiantes. Claro, hay que aprender a trabajar dentro de estos formatos diferentes, hay que estudiar mucho y estar disponible para compartir el aula con otros/as colegas y recibir con hospitalidad a estos/as jóvenes –y no tan jóvenes– que tienen necesidades e intereses diferentes de los que supuestamente traen los niños/as que en el tiempo esperado egresaron de la escuela.
Sin embargo, muchos y muchas docentes y personal educativo se niega a la puesta en marcha de estos planes alternativos. Si no fuera terrible, esta situación causaría mucha risa, porque defienden una reformulación que es arcaica en su diseño, que atiborra de asignaturas y contenidos a los/las estudiantes de hoy, que necesitan otro ofrecimiento educativo, y la defienden como si fuera la aseguradora de la calidad. En el fondo, aquellos que se enuncian a sí mismos como defensores de los derechos y la calidad educativa esconden el deseo de eliminar al diferente de las aulas, discriminándolo/a para dejarlo/a sin chances de desarrollarse.
La educación es una práctica que pone en acto el derecho de todos a ser humanos, a ser sujetos –dice Violeta Núñez–, es decir, inscritos en el orden simbólico. Si eso no ocurre, quedarán por fuera, sin chances, sin derecho a la participación social. La misma autora nos presenta un concepto que me parece de profunda potencia: el “antidestino”, condición especialmente desarrollable desde la educación como práctica que posibilita la “redistribución social de las herencias culturales –traspaso, recreación, circulación, acrecentamiento, transformación”– y que propone singularizadamente una respuesta, una ruta contra la asignación aparentemente certera de un futuro ya previsto que los/las condena a no tener oportunidades. Por eso es necesario trabajar nuevos modos de hacer desde lo pedagógico que contemplen la particularidad de cada persona sin perder –dice la misma autora– “el tesoro común de las herencias”, ofrecer nuevas maneras de recorrer y construir itinerarios educativos que aseguren el desarrollo con ritmos singularizados y modos de estar en las instituciones educativas, escenarios de vida social del sujeto y no únicamente espacios en los que tener una clase tradicional, que no convoca por ser inadecuada para estas personas con otras características, ritmos y necesidades.
Desde 2015 en el CES que presidí comenzamos un proceso fecundo de recogida de voces hacia la impostergable renovación curricular como parte esencial de la tarea a ser llevada adelante durante el quinquenio de trabajo con una certeza: no se recurriría al facilismo de concretar el encuentro de algunos expertos que, encerrados durante un período, procederían a confeccionar un nuevo plan de estudios.
La renovación curricular siempre estuvo planteada desde la revisión integral de la propuesta educativa, donde no sólo consideramos el análisis de la malla curricular –la integración de las asignaturas y de los contenidos–, sino la impostergable revisión de las metodologías, de los ambientes de aprendizaje, haciendo foco en el aula y las instituciones, así como la revisión del lugar del docente, su redefinición profesional, perspectiva ética y autoridad pedagógica.
Es así que se convocó a referentes de diferentes ámbitos de la sociedad: empresarios, trabajadores, académicos, estudiantes, integrantes de organizaciones sociales, comunicadores, emprendedores tecnológicos, etcétera, y se produjeron tres instancias de trabajo. Hay un excelente material de la relatoría de estas actividades que testimonia un proceso sin antecedentes. Sin embargo, termina 2018 y seguimos hablando de los mismos temas, no sólo porque el proceso de creación quedó bloqueado, sino porque seguimos “atados” a la inconcebible preservación de una reformulación 2006 que ya ha demostrado sus carencias. Muchos/as actores educativos siguen negando no sólo los planes alternativos, sino además la posibilidad de construir algo nuevo. ¿Hasta cuándo?
Celsa Puente es profesora de Literatura y fue directora del CES desde 2014 hasta abril de 2018.