“Estamos viviendo una revolución tecnológica [...] una gran transformación de la economía, de la sociedad e, incluso, de las formas de convivencia social”, señala el economista Juan Manuel Rodríguez en su nuevo libro La revolución tecnológica, ¿El fin del trabajo? Opciones para Uruguay y países emergentes.1 En la “evolución del capitalismo” ha habido otras revoluciones de esta naturaleza. La actual es la cuarta. El principal propósito de la obra es analizar la magnitud de su efecto ineluctable, la reducción de los puestos de trabajo, en la radical transformación de la organización productiva. Al adjudicar los cambios sin precedentes de los últimos 50 años a un proceso técnico, con una dinámica inmanente, autodeterminado, motor de la historia, orientado a mejores formas de vida, Rodríguez coincide con la posición predominante en la academia, el gran empresariado, los organismos multilaterales y muchos gobiernos, en especial los más poderosos.

Por eso, la exigencia crítica elemental refiere a examinar tanto lo que se dice como lo que no se dice en ese enfoque coincidente, para poder iluminar lo que queda en la sombra: su origen, naturaleza, contenido, finalidad. El cambio técnico, de la tecnología, acompaña toda la peripecia humana desde que el Homo sapiens produjo lo que necesitaba para vivir y permanecer, desde que el Homo sapiens y el Homo faber se tornaron cara y sello de una moneda, tanto en su relación con otros hombres como en su relación con la naturaleza. Se teje así un proceso continuo de aprender haciendo y de una nueva producción que encarna el saber hacer aprendido y aprehendido, en lo que conocemos como reproducción.

Como señala Cristina Zucchermaglio en L’usabilità sociale delle tecnologie, “Las tecnologías no 'caen' nunca en un vacío social, sino que por el contrario interactúan siempre con un sistema de prácticas sociales [...] La funcionalidad de la tecnología no reside tanto en su específica estructura técnica y material cuanto más bien en el curso de acción que produce y sustenta en un contexto productivo y organizativo. Los instrumentos tecnológicos no son nunca instrumentos social y cognitivamente neutros: cumplen acciones sociales y prescriben comportamientos específicos”. Las tecnologías, por ende, no adquieren funcionalidad de sí mismas, sino de las formas que caracterizan a la estructura económico-social que las contiene y significa. El capitalismo en su fase globalizada, en nuestro caso.

El capitalismo tiene dos finalidades concurrentes: la ganancia y la dominación (territorial, política, ideológica) para asegurar la reproducción del sistema que garantice mantener y ampliar la ganancia. La historia del siglo XX muestra nítidamente esta dinámica.

Primero, desde la Segunda Guerra Mundial, y en particular desde la posguerra, se produjo el avance de los movimientos populares en pos de una mayor igualdad en la distribución de la riqueza; luego, la reacción planificada para cortar de raíz esa amenaza y revertirla en términos duraderos, desde la estructura económica y social y todas sus expresiones. La contrarrevolución capitalista. El cambio técnico ha cumplido una valiosa función en ella.

Así, la historia ha discurrido lejos de lo que Rodríguez atribuye al cambio técnico: “La historia de la humanidad estuvo marcada por el cambio permanente en las herramientas que utiliza el hombre para resolver sus necesidades de alimentación, abrigo y vivienda [...] El cambio técnico es expresión de esta voluntad de encontrar formas mejores de atender las necesidades” o a “encontrar mejores formas de vida”.

El examen histórico-crítico permite afirmar que todas estas situaciones se inscriben en el capitalismo, sistema que busca la ganancia y la dominación territorial, política e ideológica, y no en “resolver sus necesidades de alimentación, abrigo y vivienda” ni en “encontrar mejores formas de vida”. Lo que cuestiona radicalmente el origen, naturaleza y sentido del “cambio técnico” que propone Rodríguez.

El insoportable avance de la igualdad

Antes de que la historia diera un salto mortal, se vivía lo que Eric Hobsbawm denomina el “corto siglo XX”, la época que va de 1914 a 1991. En ella destaca la “edad de oro” del capitalismo, refiriéndose a las tres décadas que transcurren, aproximadamente, desde 1945 hasta 1973; desde la derrota de las potencias nazifascistas y sus aliados hasta el final del ciclo largo de expansión económica de la posguerra. En la “edad de oro” se desarrollan los sistemas de protección social en los países capitalistas avanzados y algunos no tanto, acaba el colonialismo, se produce el largo equilibrio entre superpotencias que caracterizó la Guerra Fría.

La industria fordista dio lugar a grandes aglomeraciones fabriles, creando las condiciones para la organización de sindicatos de alta incidencia en la repartición de las ganancias, al punto de que las curvas que representaban las ganancias del capital y las ganancias acortaban su distancia a puntos nunca antes alcanzados.

Como reacción se planificó erradicar el “insoportable avance de la igualdad”. Se buscó restaurar sin obstáculos, en forma duradera y estructural la ganancia y la dominación territorial, política e ideológica, las finalidades esenciales del capitalismo.

Ya en 1971, bajo la égida de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), se llevó a cabo una reunión de expertos de las patronales de los mayores países desarrollados, incluyendo Estados Unidos y Japón. El encuentro buscaba revertir el “fenómeno de degradación que caracteriza hoy por hoy el comportamiento de los trabajadores [...] el endurecimiento de sus actitudes [...] Las economías industriales [...] sufren una revolución [...] que atraviesa todas las fronteras culturales [...] (y que se caracteriza por “un desafío a la autoridad)”.2

Se creó la Comisión Trilateral, una organización internacional privada fundada en 1973 por iniciativa de David Rockefeller, ex miembro ejecutivo del Council on Foreign Relations y del Grupo Bilderberg, que aglutina a personalidades destacadas de la economía y los negocios de las tres zonas principales de la economía capitalista. El ex secretario de Estado de Estados Unidos Henry Kissinger fue uno de sus principales líderes.

Todos los preceptos generados por estos grupos de elite fueron sintetizados, durante los años 90, en el Consenso de Washington, un listado de políticas económicas asumidas por los organismos financieros internacionales y centros económicos con sede en Washington DC, elementos básicos de la economía política “neoliberal”.

El eje de este giro estructural tomó en cuenta la centralidad del trabajo: se organizó la fragmentación del trabajo incrementando su precarización, socavando las normas que buscan su mayor formalización, se disminuyó la intervención pública de protección de los trabajadores, reduciendo las libertades sindicales.

Todo ello concurre a impedir o inhibir la existencia y acción de los sujetos colectivos, en cuyo primer lugar se ubica la organización sindical, a nivel local e internacional. Todas estas medidas condujeron a la vertical caída tanto de la cantidad de sindicatos como de afiliados a esas organizaciones.

La privatización de servicios otrora brindados por el Estado agudizó las condiciones de desprotección de las poblaciones menos favorecidas. La renuncia del Estado a regular activamente las condiciones macroeconómicas, especialmente en lo referente al empleo, generalizaron el trabajo precario y los abusos patronales. Se produjo una brusca reducción en el gasto social, así como de los impuestos aplicados a las empresas y familias. Fue el canto fúnebre del Estado de bienestar.

Como contrapartida, ha habido una eclosión de nuevos productos (automóviles eléctricos, energía solar fotovoltaica, biocombustibles y la panoplia basada en las tecnologías de la información y la comunicación: microprocesadores, teléfonos celulares y computadoras, la galaxia internet). Ha habido nuevos procesos de diseño y producción (desarticulación, fragmentación, desterritorialización) y profundas transformaciones de la distribución y comercialización (grandes superficies, supermercados, ventas online), así como en el transporte y la logística, por ejemplo con el uso de contenedores. La creciente concentración de estos mercados crea estructuras oligopólicas.

Se han creado nuevos mercados o expandido algunos existentes. La población de las ciudades superó a la población rural: la población urbana mundial pasó de 2.300 millones de personas en 1994 a 3.900 millones en 2014.

La combinación de búsqueda de ganancias ha llevado a desarrollar nuevos sistemas y aplicaciones que han conducido a una creciente financiarización de la economía a escala global, creando instrumentos para ganar dinero sobre la base del dinero y no de la producción, sin límites geográficos ni horarios.

Cambia la escala del sistema financiero en relación con la economía real. Se incrementa la desregulación del sistema financiero. A nivel empresarial, lo financiero predomina sobre lo productivo. Se incrementa la flexibilización y precariedad salarial. Se intensifica la desconexión entre grandes empresas y sus países de origen. Se incrementa la pérdida de capacidad de pilotaje macroeconómico de los estados nación en lo que hace a planes de pleno empleo.

Los bancos se transforman en instituciones financieras legales que conviven con los paraísos fiscales, que sustraen impuestos a los estados en unos 190.000 millones de dólares, sirven para manejar dinero con fuentes directamente delictuales: miles de millones de dólares provenientes del narcotráfico mantuvieron a flote el sistema financiero durante la crisis financiera global de 2008-2010.

Estados Unidos y sus aliados han mantenido focos bélicos en Europa, Asia, África y, sobre todo, en Medio Oriente. El gasto militar mundial ascendió en 2017 a 1,73 billones de dólares, 1,1% más en términos reales respecto del año anterior, el más alto desde la Guerra Fría según el Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo (SIPRI). Estados Unidos mantiene su hegemonía mundial, con el 35% total de este gasto, y una inversión que supera a la de los siete siguientes países combinados. La investigación y desarrollo con fines bélicos es uno de los mayores capítulos presupuestarios. Los contratos de las empresas tejen una intrincada red clientelista en el Complejo Militar Industrial, sobre cuya peligrosidad ya había advertido el general Dwight Eisenhower al terminar su mandato en 1961.

En todos y cada uno de estos cambios, la inovación tecnológica es un sustento básico para su implantación, asociada en forma programada con el poder institucional, el poder económico y la hegemonía ideológica y militar. Warren Buffet, uno de los capitalistas más poderosos del mundo, por su fortuna y sus influencias, sintetiza el resultado de esta cruzada: “Claro que hay lucha de clases, pero es mi clase, la clase rica, la que hace la guerra, y estamos ganando”.3

Claudio Iturra integra el Centro de Formación y Estudios José D’Elía, del Sindicato Único Nacional de la Construcción y Anexos.


  1. Ediciones de la Banda Oriental, setiembre de 2018. 

  2. Citada por Luc Boltanski y Ève Chiapello, Le nouvel esprit du capitalisme, Gallimard, París, 1999; p. 249. 

  3. The New York Times, 26 de noviembre de 2006.