En octubre de 2016 Uruguay firmó con Chile un Tratado de Libre Comercio (TLC), en una negociación acelerada considerada exitosa por el gobierno. Este no es el primer TLC que tiene Uruguay. El primero fue con México, firmado en 2003 y en vigor desde 2004.
Sin embargo, el TLC con Chile constituye el primer instrumento que coloca a Uruguay a las puertas de un nuevo tipo de inserción internacional. Tal como lo promoviera el Poder Ejecutivo, este tratado es considerado de última generación. Esta denominación, fácilmente asimilable a algo novedoso y, por tanto, moderno, no es nada más ni nada menos que un instrumento que contiene capítulos, disposiciones y reglas similares o iguales a los tratados comerciales más polémicos de los últimos tiempos.(1) En otras palabras, es un instrumento que corresponde a la tónica de las negociaciones comerciales actuales.
Es cierto que no es lo mismo negociar un TLC con un país desarrollado del norte global que con un país del sur en desarrollo. Sin embargo, tampoco es menos cierto que si los contenidos de ambos instrumentos son idénticos, los resultados serán iguales o, al menos, similares. La dinámica centro-periferia en la que Uruguay se inserta mundialmente hace que importe menos nuestro socio si lo que comprometemos es el margen de maniobra para implementar políticas públicas en consistencia con una estrategia de desarrollo sustentable. Si en el Mercosur se propusiera negociar comercio electrónico, coherencia regulatoria o servicios mediante listas negativas y cláusulas Trinquete y Statu quo, también nos opondríamos. Existe una gran diferencia entre oponerse a cualquier acuerdo comercial con cualquier país en cualquier condición, y oponerse a un acuerdo comercial con cualquier país bajo determinado tipo de contenidos. Es que la discusión está en la forma que le damos a esa negociación y qué contenidos aceptamos comprometer.
El TLC con Chile coloca a Uruguay frente a un nuevo tipo de inserción internacional en varios sentidos. En primer lugar, porque es un instrumento político que avanza por encima del proceso de integración regional del que Uruguay es parte con el Mercosur, estableciendo nuevas exigencias y nuevos compromisos.
En segundo lugar, tal como afirman autoridades de la cancillería, con este TLC Uruguay comenzó a aggiornarse con respecto a la normativa de las “nuevas negociaciones comerciales mundiales”. El problema es que en estas nuevas negociaciones no existe margen real para contemplar asimetrías. El trato especial y diferenciado desaparece. Considerar que entre Chile y Uruguay no existen asimetrías es, al menos, cuestionable.
En tercer lugar, con este TLC Uruguay está confirmando y reafirmando la voluntad de avanzar en una inserción que flexibilice las condiciones del Mercosur y lo ponga a “jugar en las grandes ligas” de la liberalización comercial pura y dura. Evidencia de esto es la voluntad expresada públicamente de solicitar la adhesión a la Alianza del Pacífico.
Contenidos de “última generación”
Esta nueva inserción internacional se caracteriza por imponer una exacerbación de los mecanismos de liberalización a una amplia diversidad de temas que no debieran considerarse materia transable comercialmente.
La forma en que se establece esa exacerbación de la liberalización es por medio de las clásicas reglas que formaban parte de los primeros formatos de los TLC, complementadas por las nuevas reglas que se incluyen en los TLC de última generación. Tres de estas reglas o disposiciones están presentes en el TLC con Chile y han sido objeto de discrepancias (2) entre algunos sectores del Frente Amplio (FA) y autoridades de la cancillería y del Ministerio de Economía y Finanzas.
Listas negativas. Los países colocan en anexos los sectores, subsectores y actividades que no se comprometen a las reglas del acuerdo. Estas listas están en los anexos I y II del TLC, tanto para Chile como para Uruguay. Existen dos anexos para cada país. El anexo I establece que los sectores, subsectores y actividades allí listados no están sujetos a determinadas reglas del acuerdo y mantienen el nivel de reglamentación que se detalla. Por su parte, el anexo II lista todos los sectores, subsectores y actividades que los países excluyen del acuerdo pero que además se reservan a ampliar en un sentido de mayor protección en el futuro. En otras palabras, el anexo I establece lo que el país excluye de algunas reglas y que no va a modificar a futuro, mientras que el anexo II establece lo que el país excluye y puede querer modificar a futuro.
Cláusula Statu quo. Los países se comprometen a no innovar en los estándares de protección establecidos luego de la firma del acuerdo y respecto de las medidas establecidas en los anexos, listas, reservas o exclusiones. En el TLC con Chile la cláusula Statu quo se aprecia en el artículo 7.7, párrafo 1, subpárrafo b.
Cláusula Trinquete. Los países se comprometen a que el nivel de protección que tienen en las políticas no se modificará, a no ser en un sentido de mayor conformidad con las reglas del acuerdo –es decir, en un sentido de mayor liberalización–. No se puede volver atrás en esa liberalización. En el TLC con Chile esta cláusula se aprecia en el artículo 7.7, párrafo 1, subpárrafo c.
Es muy cierto, como establece el compañero Fernando Isabella en su columna, que “el análisis de los acuerdos en cuestión debe hacerse caso a caso, sopesando las ventajas y los riesgos de cada uno, siendo muy estrictos en el análisis de lo que verdaderamente dice el acuerdo y no basándose en ideas generales sobre lo que ‘normalmente’ dicen esos acuerdos”.
Cumpliendo con este principio y realizando una minuciosa lectura de los contenidos, se puede constatar que gran parte de los párrafos contenidos en, por ejemplo, el capítulo 7, de Servicios, el capítulo 15, de Coherencia Regulatoria, y el capítulo 8, de Comercio Electrónico, son copia textual de lo que establecen sus capítulos homólogos en la Asociación Transpacífica (TPP, por su nombre en inglés, ahora CPTPP) o en el Acuerdo sobre Comercio de Servicios (TISA, por su nombre en inglés).
Salirse de estos caminos predeterminados, definidos por países desarrollados y por la racionalidad del capital dirigido por grandes empresas transnacionales, se presenta por parte de los defensores y promotores de estos instrumentos como un imposible. La esencia de este imposible es contravenir el pensamiento único y el destino inevitable de una apertura agresiva de sectores de la vida de las personas que resultan muy caros para el desarrollo y muy caros para la izquierda. Y este imposible se reafirma más cuando consideramos las proporciones de nuestro país. Así planteado el problema, las opciones que parecen existir para Uruguay son, o bien asumir los inmensos costos de negociar este tipo de instrumentos con estos condicionamientos, o encerrarnos en nosotros mismos en una especie de bloqueo económico autoimpuesto.
El “sueño” de ser parte de una cadena global de producción
Si el camino a una inserción internacional exitosa pasa por la firma de múltiples instrumentos comerciales iguales o similares a este acuerdo con Chile para finalmente insertarse en cadenas globales de producción, es importante plantearse otras preguntas. En primer lugar, ¿en qué eslabones queremos participar? ¿En qué eslabones es muy probable que terminemos participando? ¿Da igual participar en los eslabones más bajos de una cadena de producción que en los eslabones más altos, donde, por otra parte, se toman las decisiones importantes sobre la producción? La discusión sobre las cadenas globales de producción es vastísima. El funcionamiento de estas cadenas, la participación en estas y las formas en que se imponen en el mundo no son inocuas. Por el contrario, tienen altísimos costos que en la actualidad son objeto de extensísimos debates en organismos como la Organización de las Naciones Unidas. (3)
Un solo ejemplo de una cadena global en el sector textil basta para entender la profunda injusticia que sostienen estas cadenas: Rana Plaza es el nombre del edificio en Bangladesh donde funcionaban fábricas textiles que producían para reconocidas marcas transnacionales como Benetton, Walmart o HyM. Rana Plaza no existe más porque en 2013 se derrumbó el edificio dejando hasta el momento alrededor de 1.100 trabajadores (en su mayoría, mujeres) muertos y más de 2.000 heridos. Las víctimas aún están aguardando que alguien se haga cargo de sus muertos, huérfanos y discapacidad. Las marcas aseguran no tener responsabilidad, a pesar de ser las que definen el precio pago por prenda a las fábricas que producían sus textiles. Pero en Uruguay parecemos estar de espaldas a este debate y sólo esperamos desesperadamente ser parte de cadenas globales para salir a la luz, tener un lugar en el mundo y, por supuesto, desarrollarnos.
Salir del simplismo para ir al pienso y al hueso
El debate sobre el TLC con Chile, lejos de ser un debate dicotómico y simplista del tipo “TLC Sí-TLC No”, debiera ser un debate de contenidos, políticas y del espacio que se reserva el Estado para legislar. Un TLC podría ser un instrumento amigable al desarrollo de países como Uruguay. Podría además aportar a fortalecer la cooperación para una real transferencia tecnológica, podría implementar mecanismos de transmisión de know how, promover encadenamientos productivos virtuosos, sustentables y respetuosos de los derechos humanos. Podría también hablar abiertamente sobre las inequidades de género y referir a cómo el sistema económico las reproduce sin parar y qué tipo de condicionamientos se deben implementar entre las partes para mejorar la participación de las mujeres en el comercio. (4) Si fuese así, el Plenario Nacional del FA convocado para mañana no estaría dedicado a discutir acerca de este instrumento. Pero no. Los TLC, tal como están planteados, hoy no son amigables al desarrollo.
La resistencia a los TLC nace porque los contenidos negocian los derechos de los pueblos y la soberanía de los países para implementar sus propias políticas y estrategias de desarrollo. Esto constituye la razón principal por la que los textos deberían hacerse públicos, invitando a un debate nacional que vaya al hueso de los mecanismos y que proponga ideas para que efectivamente sean “trenes” a los que nos podamos subir todos y todas y que nos conduzcan inexorablemente a confirmar nuestro desarrollo sustentable. No sólo el secretismo en las negociaciones comerciales cuestionan la democracia. También los falsos argumentos.
Natalia Carrau es licenciada en Ciencia Política, integrante de Casa Grande.
(1) Acuerdo sobre Comercio de Servicios (TISA, por su nombre en inglés), Asociación Transpacífica (TPP, por su nombre en inglés, ahora CPTPP), Acuerdo Transatlántico sobre Comercio e Inversiones (TTIP, por su nombre en inglés), por mencionar algunos.
(2) Las discrepancias llegaron a ser respecto de si el TLC incorporaba las cláusulas Trinquete y Statu Quo. El Comunicado de Prensa 94/17, emitido por la cancillería a fines de noviembre de 2017, negaba la existencia de estas cláusulas en el TLC con Chile. Hoy sabemos que el TLC sí las incorpora en su capítulo “Servicios”. Así se ha reconocido en el documento “Orientaciones políticas para la inserción Comercial internacional del país en los próximos dos años (2018-2020)”, remitido al Plenario Nacional del FA para su consideración.
(3) Me refiero a la labor encomendada al grupo de trabajo intergubernamental para discutir y elaborar una propuesta de Tratado Vinculante sobre Empresas Transnacionales y Derechos Humanos. Estamos frente a un debate sobre la necesidad de crear una gobernanza respecto de estas cadenas de producción, para que quienes deslocalizan los eslabones de su producción se hagan responsables de los costos e impactos que generan los precios que imponen para que su producto estrella (y costosísimo) corra alrededor del mundo.
(4) Poco se ha hablado del resto de los capítulos del TLC con Chile. El de “Género y comercio” es muy promovido por autoridades de la cancillería como elemento novedoso de un acuerdo comercial diferente. A cuenta de poder analizar más en detalle este capítulo, importa señalar su carácter sumamente retórico cuando en gran parte de sus seis artículos establece un mero “reconocimiento” de la importancia de la participación de las mujeres en el comercio. En los últimos tiempos se presencia una tendencia conocida como pink wash para presentar formatos tradicionales o clásicos de negociación pero con una especie de burla a la verdadera perspectiva de género. El emprendedurismo es una de las políticas más recomendadas para “empoderar” a las mujeres y que estas puedan ganar un lugar en la economía y el comercio. Al respecto ver: http://www.radiografica.org.ar/2018/04/15/tecnologia-y-feminismo-un-debate-sobre-el-futuro-del-trabajo/