En 1968 el mundo estaba en ebullición. Cambios acelerados y la noción de que todo podía cambiar rápidamente sacudían muchas áreas a la vez, desde la economía hasta la cultura (y, en esta, desde la sexualidad hasta el arte). Los nacidos después de la Segunda Guerra Mundial inventaban diversas maneras de ser jóvenes que, en el marco de una incipiente globalización y pese a importantes diferencias, esbozaban un “nosotros” inédito. Entre la terrible naturalización de la violencia política y las reacciones pacifistas sabemos quién ganó la pulseada: en América Latina, sin ir más lejos, poco después comenzaron largas dictaduras terroristas. Pero en otros terrenos los cambios abrieron camino a nuevas formas de conciencia y de relación con el mundo; a otras maneras, por ejemplo, de ser mujer o de ser izquierdista. Sin embargo, medio siglo después, hasta los más jóvenes de aquellos jóvenes son ya veteranos. ¿Qué podemos aprender, rescatar o rechazar, ahora, de lo que vivieron? Por ahí explorarán las notas de Dínamo en este mes de mayo, que quedó como símbolo del simbólico 68.


El 68 fue el año en que, de un día para otro, nos convertimos en adultas/os, rompimos las reglas de nuestros padres y soñamos con refundarlo todo, aunque nuestra imaginación tenía, todavía, patas cortas.

Las movilizaciones se iniciaron como resistencias frente a la fractura de la Suiza de América, al país de la cola de paja –como le llamó Mario Benedetti– y a los avances autoritarios que caracterizaron al gobierno de Jorge Pacheco Areco desde diciembre de 1967, y no por el Mayo Francés, que sí ayudó a que nos sintiéramos parte de una generación de cambios. El 68 es el año de la militarización de los bancarios, de la ilegalización de grupos de izquierda por sus ideas, de las Medidas Prontas de Seguridad, de los estudiantes asesinados y de la criminalización de las luchas como nunca antes. Y todo en democracia.

Es la emergencia juvenil en la protesta callejera, las movilizaciones y ocupaciones de liceos frente a la suba del boleto, la huelga de profesores de UTU, las manifestaciones relámpago, las y los estudiantes adolescentes participando con sindicalistas y obreros en resistencia, con todo lo que ello significa de aprendizaje, de nuevos lenguajes y problemáticas. Es también, en mi experiencia, el surgimiento de la ROE (Resistencia Obrera Estudiantil) y la militancia en la FAU (Federación Anarquista Uruguaya).

En Magisterio el conflicto comenzó en 1967 debido a la superpoblación que determinó el traslado del Instituto Normal al Prado, en camino Castro. En 1968 los ejes de las reivindicaciones eran el tercer turno, el comedor y las becas. En mayo comenzaron las ocupaciones de liceos y la ocupación del Instituto Normal, con una amplísima participación de estudiantes, mediante las asambleas clase por clase y los contracursos, que transformaron radicalmente las relaciones sociales cotidianas en el centro de estudio. Hasta el 67 las estudiantes no podíamos ir al instituto de pantalones y prevalecía una visión decimonónica de la “señorita maestra”.

La década de 1960 estuvo marcada por una transformación de los paradigmas de comprensión del mundo y por una fuerte crisis de los principios de autoridad. Los jóvenes asumieron un papel protagónico en los movimientos pacifistas contra la guerra nuclear, así como en las luchas por la descolonización de África y Asia. Leíamos a Jean-Paul Sartre y a Albert Camus, escuchábamos a Joan Baez y a Bob Dylan, llenábamos los cines para ver La batalla de Argelia en el Trocadero o Los compañeros en el Cine Montevideo. Nos reuníamos a escuchar a Fidel leyendo la declaración de Olas (Organización Latinoamericana de Solidaridad) para alimentar una épica emancipadora, y con el Che el hombre nuevo se constituía en el horizonte utópico de una generación (aunque ese hombre nuevo no supiera ni quisiera cocinar ni un huevo).

“Lo haremos tú y yo, nosotros lo haremos. Tomemos la arcilla para el hombre nuevo”, cantaba Daniel Viglietti, marcando el surgimiento de una épica de entrega y sacrificio que marcó significativamente a una generación.

La píldora anticonceptiva, el rock, la liberación sexual, la vida política que se expresaba en las calles, las manifestaciones y las ocupaciones, la lucha armada en Cuba, la independencia de Argelia, la resistencia en Vietnam contra la herencia colonialista, el movimiento hippie animaron el Mayo Francés, el de México y también el de Uruguay, pero cada uno con sus marcas de identidad y especificidad, a pesar de la simultaneidad de los enfrentamientos.

En pocos meses la vida cambió radicalmente, en particular con el golpe emocional y afectivo que significaron las muertes de Líber Arce primero, y la de Susana Pintos y Hugo de los Santos después. Si en mayo estábamos luchando contra la suba del boleto, un tercer turno para estudiantes que debían trabajar al mismo tiempo que estudiar, becas y un comedor, en setiembre la muerte aparecía como una posibilidad. A pesar de que éramos muy jóvenes, de golpe tomamos conciencia de que no éramos inmortales. La muerte comenzó a rondar la emancipación y el cambio, y fue así para la generación que nació a la política en el 68, incluso para aquellos jóvenes que no participaron en la revuelta.

Los debates estaban abiertos en todos los frentes; las vías para el cambio, la revolución armada o los cambios electorales (con una democracia devaluada debido al autoritarismo gubernamental y a la represión). Por si fuera poco, la invasión a Checoslovaquia por parte de la URSS y los países del Pacto de Varsovia impuso el debate sobre el socialismo y sus caminos de construcción.

Fue también en la intensidad del 68 que viví mis primeras reflexiones acerca de la discriminación homofóbica, aunque en ese momento esas experiencias no tuvieran nombre. Fueron, sin embargo, imágenes, palabras y acciones muy nítidas, de esas que te quedan grabadas en la memoria y vuelven a resignificarse cuando tus propias perspectivas teóricas se amplían y enriquecen. En la agrupación estudiantil en la que militaba los varones hacían bromas de doble sentido entre ellos sobre algunos compañeros a los que catalogaban de homosexuales. Estas culturas subyacentes se expresaban en las relaciones cotidianas de amistad, confianza y compañerismo, pero para analizarlas se necesitaba construir los conceptos y la palabra colectiva que las nombrara, cuestionando las bases de nuestras culturas heteronormativas.

Sería el movimiento feminista que conocí más adelante, ya en la década de 1970 y en el exilio, el que me permitiría colocar en debate la sexualidad y construir las palabras y los conceptos para analizar las categorías racistas y heteronormativas con las que interpretamos la realidad. Si la homosexualidad masculina era estigmatizada y ridiculizada, la femenina constituía lo abyecto, lo raro por excelencia.

Nos enfrentamos también por primera vez a un femicidio. Algunos varones de la agrupación fueron a visitar a la cárcel a Mario, un estudiante que mató a su joven esposa, compañera también de militancia, con su pequeño hijo de un año en brazos. Me indigné con ellos, y en particular con quien era mi pareja, por la falta de solidaridad con nuestra compañera asesinada. Tampoco teníamos palabras para la violencia hacia las mujeres.

La militancia del 68, la de “la imaginación al poder”, la del “prohibido prohibir” o “seamos realistas, pidamos lo imposible”, no protagonizó esa revolución.

Es cierto que cambiaron muchísimas cosas, que se abrió una revolución cultural que democratizó las relaciones familiares, aunque los derechos de las mujeres no estaban en nuestros horizontes. Muy por el contrario, fuimos una generación que comenzó a cambiar los roles de género, pero también fuimos madres jóvenes, porque todo era urgente y también se precisaban “niños para amanecer”; esa experiencia marcaría para muchas jóvenes militantes y para sus hijos dolorosas y trágicas consecuencias en los años siguientes.

Lilián Celiberti es militante feminista, coordinadora de Cotidiano Mujer. En 1968 fue secretaria general de la Asociación de Estudiantes Magisteriales.