Esta semana la prensa internacional informó la imposición de aranceles por parte de Estados Unidos a China sobre unos 50.000 millones de dólares en importaciones. La elevación de los aranceles a la importación de acero y aluminio que se decidió hace dos meses no fue el principal eje de disputa, pues las importaciones de estos rubros afectaban principalmente a Europa y Canadá.

Los aranceles se aplican a una lista de 1.300 categorías de productos, desde productos farmacéuticos hasta televisores de pantalla plana y celulares. El núcleo del bloqueo son las exportaciones chinas vinculadas al llamado plan Beijing “Made in China 2025”, que incluye a diez sectores de tecnología de punta, entre ellos el de robótica, el aeroespacial y el automovilístico. A principios de año, el gobierno estadounidense había bloqueado asociaciones de China con empresas tecnológicas estratégicas de Estados Unidos, como Qualcom, un líder en la producción de semiconductores.

En respuesta a la elevación de aranceles, China aprobó una medida espejo sobre 659 productos estadounidenses, por un valor de 50.000 millones de dólares, que incluyen productos del sector agrícola (soja) y automotor, entre otros.

La guerra comercial en curso no es sino la continuación de la crisis mundial que comenzó en 2007, cuyos efectos y conclusiones históricas aún no han sido desarrolladas completamente. Esta crisis tuvo lugar tan sólo una década y media después de la apertura al mercado mundial de las economías de dos estados poderosos, como Rusia y China. Esta apertura, que operaba como una verdadera válvula de seguridad para el capitalismo, desató, paralelamente, las tendencias anarquizantes con una intensidad sin paralelo: las crisis asiática-rusa de 1997 y la crisis mundial de diez años más tarde. Esto forzó la intervención del Estado en China y en Rusia, y la aparición de gobiernos bonapartistas que arbitraran con el capital internacional para evitar la desintegración de esos estados. Fueron las primeras manifestaciones del antagonismo que aflora en la actualidad. La ilusión de un tránsito “pacífico” entre economías estatizadas y dirigidas y la economía mundial capitalista en su conjunto quedó sepultada.

La guerra comercial que propone el presidente estadounidense Donald Trump tiene lugar luego de una década de rescates bancarios y rebaja de tasas de interés, que han llevado a un endeudamiento excepcional de estados y empresas (refinanciaciones) y a un involucramiento excepcional de los bancos centrales. Fueron diez años de tasas de interés cercanas a cero y una inyección monumental de dólares al sistema financiero, que no elevaron ni la productividad, ni la inversión, ni –menos aun– los salarios. El mentado plan de infraestructura del presidente Donald Trump y la aprobación de rebajas impositivas han acentuado la crisis de deuda de Estados Unidos. El retiro del financiamiento del Estado por parte de la Reserva Federal plantea un escenario de iliquidez internacional y de una guerra financiera y monetaria entre los estados más relevantes.

La elevación de los aranceles a los productos chinos, informan los medios, pretexta corregir un déficit comercial con China de 337.000 millones de dólares, algo inviable y contraproducente. Se trata, en realidad, de un medio de presión para imponer la privatización y desmantelamiento de las empresas estatales de China, así como la apertura al capital extranjero de las bolsas y los mercados de capitales. Es lo mismo que busca la burocracia china, pero a un paso y a un ritmo controlados, porque de otro modo podría producir una bancarrota incontrolable. Está en juego una liquidación de capitales que se han sobreacumulado en forma ficticia (es decir, sin contrapartida real) a nivel mundial. Expresa, asimismo, una reacción del capital estadounidense contra el retroceso relativo de Estados Unidos en la economía mundial.

Trump, sin embargo, no cuenta con un apoyo político amplio. Encara esta política con una división excepcional de la burguesía estadounidense, sus partidos e instituciones; el gran capital agrario (el sojero en particular) rechaza las medidas, pues China es el mayor comprador de granos de soja –30% de la cosecha estadounidense–; también se opusieron el secretario del Tesoro Steven Mnuchin y sectores enteros del partido republicano y demócrata. La ausencia de homogeneidad para encarar una guerra comercial, y, por el contrario, el rechazo de importantes sectores de la burguesía y sus partidos, abren un escenario de crisis a la tentativa bonapartista de Trump y un posible impeachment, que ya es planteado abiertamente por algunas voces.

La crisis financiera en China

La ofensiva de Trump se desarrolla en momentos en los que China lidia con una crisis financiera y una menguante capacidad de intervención estatal. The Economist (15/06) señala que nunca el mercado de bonos tuvo un trimestre peor –récord de créditos incobrables y aumento del costo, e insolvencia de empresas de infraestructura–. Señala que China necesita desendeudarse: la deuda total en la última década se ha incrementado de 150% del PIB a casi 300%. El semanario propone liquidar las empresas estatales y el capital sobrante, en particular el llamado sistema bancario “en las sombras”, que financia gran parte de la especulación inmobiliaria, sin regulación estatal.

La sobreproducción de acero y aluminio por parte de China representa la mitad de la oferta mundial. El país asiático busca liquidar parte de estas ramas, pero también aumentar la escala de valor como materia prima de nuevas industrias. La asociación que busca China con empresas tecnológicas estadounidenses o europeas tiene este objetivo, en especial para abreviar el tiempo de gestación del desarrollo de industrias de chips y semiconductores, para transformar la matriz tecnológica de los servicios industriales. La adquisición de tecnología por parte de China, por medio de fusiones y compras de acciones de empresas, enfrenta obstáculos cada vez mayores, incluso cuando es solicitada por compañías de Estados Unidos y Europa, que necesitan ampliar sus recursos y avanzar en el mercado interno de China, sin resignar el control del capital. En este terreno se desarrolla una transición económica entre la integración y la competencia; Europa, por ejemplo, teme una alianza chino-estadounidense que la pueda llevar a una situación económica semicolonial. Esta es la base del choque entre Trump y la Unión Europea, por un lado, y dentro de la burguesía estadounidense, por el otro.

Perspectivas

La “guerra comercial” de Trump contra el alegado proteccionismo industrial y financiero de China busca resignarla a socio menor de una alianza, que apunta contra la burguesía con asiento en Europa. Sería una suerte de estadio final de la restauración capitalista, que abriría, sin la menor sombra de duda, un período revolucionario en ambos países y una acentuación de las perspectivas de guerras. Es lo que opera en la trastienda de las negociaciones de Trump con Kim Jong-un. La bancarrota del capital ha tetanizado por completo a la economía mundial.

Nicolás Marrero es sociólogo, docente de la Universidad de la República y militante del Partido de los Trabajadores.