Estas líneas son una respuesta a lo planteado por el senador Charles Carrera en su última columna publicada en la diaria. Carrera, como pocos, invita a un debate “franco, abierto y libre de dogmatismos” sobre el proyecto de reforma del Código de Proceso Penal (NCPP). Una sugerencia tan potente, en la coyuntura que atravesamos, es una oportunidad excelente para pensar más allá de instrumentos legales aislados y para revisar las líneas de la política criminal que informa a la legislación penal. Repasemos una selección de algunos textos legislativos.
Es necesario volver a 2005. Puntualmente, veamos un fragmento de la exposición de motivos de la Ley de Humanización del Sistema Carcelario (LHSC): “Ello quiere decir, que es posible enfrentar el fenómeno delictual disminuyendo al mínimo el encarcelamiento y la sanción penal, y potencializando al máximo los caminos de integración social. Son objetivos viables e intrínsecamente inspirados en un alto valor de justicia y equidad”. Para ese momento, el diagnóstico del Poder Ejecutivo podía resumirse en el fracaso de la experiencia legislativa de la Ley de Seguridad Ciudadana (1995) y en la necesidad de construir una política criminal alternativa, que pudiese disputarles el sentido a los discursos que justifican elevar penas y crear delitos.
Es aceptable sostener que entonces las tasas de comisión de delitos eran diferentes, y que la seguridad no era una variable determinante para la agenda electoral. La LHSC organizaba la reducción de la población penitenciaria y la minimización del encierro como coordenadas para avanzar hacia una sociedad más integrada y, por lo tanto, más segura. Ese sentido también aparecía en propuestas que resignificaban la relación entre la Policía y la ciudadanía, prohibiendo directamente la detención policial por fuera de las hipótesis constitucionalmente previstas.
Luego, la Ley de Procedimiento Policial reinstaló la detención por averiguaciones, y la recientemente aprobada, luego de la propia sanción del NCPP, Ley 19.446 –que pretende restringir las libertades procesales para reiterantes y reincidentes, entre otros puntos– terminó por destruir los retazos de una política penitenciaria alternativa, y anunciaba una contradicción insalvable con el propio diseño del sistema acusatorio. Pero antes, en 2010, las cárceles uruguayas ya habían sido declaradas, nuevamente, en situación de emergencia (Ley 18.667) y ese instrumento puntual autorizaba gastos extraordinarios para resolver problemas humanitarios elementales.
Primero fueron los menores. La prisión preventiva preceptiva ya había sido inventada en los albores de 2013, al calor de la discusión de la baja de edad de imputabilidad, para aquellos mayores de 15 años que cometieran determinado tipo de delitos (Ley 19.055). Pero antes de esa ley, ya teníamos propuestas de Pedro Bordaberry, entre ellas, la creación de un registro de antecedentes para adolescentes infractores, y la tipificación delictiva de la tentativa de hurto. Nuevamente, empezábamos a destruir los retazos de una política pública que el Código de la Niñez y la Adolescencia había pretendido coordinar al momento de implementar la Convención de los Derechos del Niño en Uruguay.
Se trata, pues, de encerrar con la mayor velocidad procesal posible a aquellos sujetos que son un riesgo para la sociedad. La forma jurídica del encierro es indistinta: condena abreviada, prisión preceptiva para mayores de 15 años que cometen ciertos delitos, prisión preventiva preceptiva injertada en un “sistema acusatorio”, o prisión preventiva bajo un sistema inquisitivo. Lo que importa es encerrar.
Volvamos. El documento Estrategia por la vida y la convivencia, de 2014, elaborado por el Poder Ejecutivo, implica la asunción de que ciertas personas no pudieron ser absorbidas por los dispositivos de bienestar social. Es decir, un excedente humano no controlable ni en la bonanza económica. Ese documento ofrece un relato que explica los fenómenos de violencia criminal como el resultado de un complejo proceso histórico de exclusión. Pero, abruptamente, también se anuncia la insuficiencia de un “discurso monocorde” que explica la criminalidad “por factores económicos y sociales derivados”.
Tras la derrota de la propuesta de bajar la edad de imputabilidad, no era nada aventurero pensar que existía un capital político mínimo para reconstruir la política criminal juvenil, desandando el camino trazado por aquellos instrumentos legales. Incluso los más optimistas podían pensar que ese capital político ofrecía cierta disponibilidad para sostener una política criminal a largo plazo, y que, perfectamente, podía apoyarse en un Código de Proceso Penal votado y refrendado por todo el arco político con representación parlamentaria.
Este recorrido pretende apenas sugerir que la discusión sobre las modificaciones del Código del Proceso Penal, a meses de su entrada en vigencia, y sin información de calidad para sostener un diagnóstico serio de sus debilidades, no es más que la repetición de una solución espiral a la que acude una y otra vez el sistema político. El objeto de la intervención es intercambiable: penalidad juvenil, Ley de Faltas, los intentos de instalar una internación compulsiva de adictos, política penitenciaria, poderes para la Policía, procesos penales, etcétera, pero siempre la misma retórica. Algo que se supone que debía funcionar de una determinada forma falló. Es necesario, con entonación pragmática y postura adusta, asumir esos fracasos y, sin invocación de evidencia o razones suficientes, volver para atrás: retomar una estrategia de encierro y castigo (la crónica de un fracaso anunciado).
Otra vez, y en el proyecto de reforma, la reincidencia legislativa, el gesto de deshacer las bases de lo que se intentaba construir. Una vez más, el problema son los reincidentes, o el excedente del fracaso de un doble sistema de gestión de la marginalidad: el social, y sus técnicas de transferencia directa para subsistencia estadística; y el penitenciario, y su proyecto fallido de resocialización e integración de los sujetos prisionizados en la sociedad.
Las garantías y los derechos son para todos y todas, así también, la subsidiariedad de la prisión preventiva y la minimización del encierro. Son estándares deseables hasta para el peor de nuestros enemigos, si nos comprometemos en una noción de igualdad republicana y de democracia fuerte. El problema de la reincidencia, por ejemplo, abordado nuevamente desde la táctica del encierro, implica esquivar la responsabilidad política de preguntarnos porqué determinados sujetos delinquen, reciben condenas, las cumplen y vuelven a delinquir. Antes existían otros códigos para pensar la marginalidad. Ahora tenemos las rejas, y las seguimos atando con alambre.
Roberto Soria y Rodrigo Rey integran el Colectivo de Pensamiento Penal y Criminológico.