La democracia y el nuevo contexto digital

El ecosistema de información y comunicación surgido hace no tantos años ha cambiado las formas de hacer política, pero ¿hasta qué punto? ¿Qué consecuencias genera este nuevo contexto para la movilización social y política? ¿Qué impacto tiene en la democracia como concepto y como práctica? Sobre estas interrogantes se basarán los aportes de Dínamo este mes.

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Es fácil equivocarse al evaluar el impacto político de las redes sociales. La dificultad creciente de la izquierda tradicional para conservar relevancia, sumada a la frecuente incapacidad de militantes añosos para seguirles el ritmo a los rápidos cambios de la tecnología, y para valorar a los jóvenes que saben manejarla (o sea, para envejecer con dignidad y cierta sabiduría), pueden llevar a que las redes se conviertan en el chivo expiatorio de todos nuestros males. Así, corremos el riesgo de pasar por alto tanto la existencia de tendencias históricas previas como el análisis a fondo de los fenómenos actuales (o sea, el riesgo de analizar la realidad sin aplicar los criterios que reivindicamos). Y aunque el nuevo mundo nos perturbe, el viejo no va a volver. Hay que hacer política donde estamos.

El declive pronunciado de la militancia tradicional fue muy anterior a las redes y se debió a otros factores, nacionales e internacionales. Además, no es que “los jóvenes se pasen todo el día con Facebook en los celulares”: esa no es una conducta exclusiva de los jóvenes, y hoy en día Facebook se transforma cada vez más en un hábito de adultos.

No fueron las redes las que trajeron el individualismo competitivo, aunque potencien las ansias de construir una imagen que se cotice al alza en el mercado virtual. La necesidad de aceptación social y la costumbre de mentir para lograrla son, por cierto, más antiguas que internet. También se miente en las redes, con alevosía, por otros motivos: por ejemplo, para difamar a los contrarios, para multiplicar el miedo a “los pichis mantenidos por el Fraude Amplio”, para hacerles creer a los incautos que el maestro Óscar Washington Tabárez pone su prestigio al servicio de los gremios de la enseñanza que pelean por el 6%.

Las redes también potencian la sustitución de relaciones sociales por sus “equivalentes” virtuales, que es por lo menos tan vieja como el papel moneda, luego “independizado” del metal precioso al que representaba (y no está de más recordar aquello de que una mercancía termina presentada como algo ajeno a la relación social que la produjo). La virtualidad de los vínculos es funcional a la mercantilización de lo privado. Rizando el rizo, en el mundo de las transacciones virtuales se especula con el valor imaginario de las empresas, “independizado” de su realidad material: así crecen y estallan las burbujas.

El escándalo de Cambridge Analytica “reveló” algo que en realidad ya sabíamos o teníamos muy buenas razones para sospechar, pero que muchos preferían no afrontar: el negocio de gigantescas empresas como Google o Facebook es vender los datos que les aportamos al usar sus servicios (¿alguien piensa que instalar y emplear Whatsapp es realmente gratis, que sus dueños trabajan por nuestra felicidad sin fines de lucro?).

Nuestros historiales de navegación, búsqueda o desplazamiento físico, y la detallada exhibición cotidiana de nuestros gustos y aversiones, junto a muchísimos otros informes que generamos acerca de nosotros mismos, son insumos valiosos para definir nuestro perfil como consumidores. En la medida en que es posible acumular esos datos en escala de big data, su valor aumenta de modo exponencial.

Sin embargo, esto en verdad no es muy novedoso. Cuando estaban de moda los periódicos gratuitos en papel, el periodista español Ignacio Ramonet definió con acierto que esas publicaciones, en vez de venderle información a su público, les vendían público a sus anunciantes. Como hizo desde sus comienzos, y sigue haciendo, la televisión abierta. Las diferencias actuales no se relacionan con la esencia del negocio, sino con la posibilidad de recolectar información mucho más refinada sobre los usuarios, y (del otro lado) con las tendencias modernas del marketing personalizado, en una sociedad que fragmenta y desdibuja la noción del “consumidor promedio”. Ahora que la política es cada vez más una cuestión de marketing, ¿alguien esperaba que no se les vendieran nuestros perfiles a quienes ofrecen candidatos?

Más útil que indignarnos es pensar cómo podemos recuperar la política, y de qué pueden servirnos, para eso, las redes sociales. Una advertencia: no va a rendir, a la larga y quizá tampoco a la corta, que intentemos simular lo de antes con “comités de base virtuales” (como la gente que, cuando apareció el mp3, grababa los archivos de audio en un CD para ponerlos con “los de verdad”). La política virtual se disloca, tiende a desligarse de la dimensión territorial: mezcla las viejas categorías de espacio privado y espacio público, que le daban sentido a la idea de “salir a la calle”. Ahora lo privado es un portal de ingreso a un símil de espacio público, que parece pero no es “el mundo”, porque una cuidadosa selección invisible nos lleva hacia lo que ya nos gustó y lo que ya creemos. Pero a ese mundo hay que salir también, y cambiarlo.

La relación de las redes con la fragmentación social presenta paradojas endiabladas. Uno de los grandes aciertos de quienes crean estas herramientas es lograr que cada usuario se convenza de que su manera de usarlas es la mejor, y de que quienes le reclaman otra son unos desubicados. Eso pasa con independencia de que alguien se dedique a escribir chistes, groserías o alegatos políticos; a reproducir pornografía, memes o frases “motivacionales”; a difundir noticias, denuncias o mentiras. Mientras tanto, toda esa diversidad se unifica en el lucro de los anfitriones.

Umberto Eco comentaba que “las redes sociales les dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad”. ¿Era mejor que la circulación de informaciones y opiniones dependiera de un pequeño grupo de dueños de periódicos, radios y canales de televisión? Y antes, ¿era mejor que la mayoría de la gente no supiera leer? ¿Lo que nos perturba es la existencia de los idiotas o la imposibilidad de fingir, ahora, que no existen, o sea, la evidencia de que nos queda mucho, muchísimo trabajo cultural por delante?