En este Mundial, nuestra selección ya me sacó algunas lágrimas. Lo peor es que no fue en ninguno de los partidos, sino viendo un producto publicitario de carácter testimonial de las razones por las que una familia le había puesto a su hija Celeste. Estaba sentado en el living con Karina y el más pequeño de nuestros hijos, de unos meses, y me levanté en silencio, con vergüenza por mi liviandad ante el encanto publicitario, para secarme las lágrimas disimuladamente en la cocina. Luego me pregunté qué motivaba esta reacción y lo traté de relacionar con lo que les voy a seguir contando. Cuando leí el artículo “Celeste: cultura y percepción”, de Rocío Ramírez Paulino, y vi que en su cierre hacía referencia a que se le cayó una lágrima, confirmé, de forma justificadora, que no iba a necesitar atención médica y que ese hecho individual formaba parte del fenómeno colectivo que estamos viviendo.

La sinestesia nacional

Para el pintor ruso Wassily Kandinsky, los colores tenían un vínculo con la música y ambos lo tenían con las emociones. Al hacer el ejercicio de agregar al color celeste y su música el fútbol y otros componentes identitarios, seguramente hablamos de que se genera un efecto emocional que puede ser capaz de paralizar un país, que se sabe pequeño pero cuya propia construcción se funda también en el deseo de ser grande y en la voluntad de demostrarlo.

Kandinsky definió la “sinestesia” como la relación entre sonido, color y sentimientos. La vio como una expresión fundamental del arte. Y las construcciones nacionales se valieron del arte: pensemos en el Artigas en la puerta de la Ciudadela, así como también en que para nuestro relato emocional de nación nos hemos valido del fútbol.

Esta construcción que relaciona al fútbol con nuestra identidad nacional no es nueva, coincide con las primeras décadas del siglo anterior. Como señala el historiador Andrés Morales (2013), en el Uruguay del centenario se dieron correlaciones entre los relatos de la construcción del imaginario nacionalista de la época y los discursos futbolísticos. La notoriedad futbolística de los años 20 (los triunfos de Colombes y Ámsterdam) se coronó con la sorprendente construcción del estadio Centenario y el campeonato mundial de 1930, que, como indica el autor, fue utilizada para la reafirmación del Estado.

¿Qué otras narrativas de la época colaboraron? En la edificación simbólica del relato nacional, las obras de Eduardo Acevedo Díaz y Zorrilla de San Martín vieron en los charrúas un nexo en el relato de los orígenes de la prefiguración nacional. Las teorías “objetivas” de los nacionalismos buscaron en las etnias los orígenes de configuraciones delimitadas territorialmente. Es así que la herencia charrúa, sumada a la inmigración europea, produjo un sincretismo reflejado en ese criollo que recogía la herencia europea pero también la bravura de la población charrúa nativa, que desde tiempos coloniales nunca se dejó someter a los invasores occidentales. Como si en la genética de la composición imaginaria del prototipo de la “uruguayez” estuviera latente esa tensión originaria entre la rebeldía y la acción del disciplinamiento. La selección uruguaya encarna en muchos de sus gestos en la cancha evocaciones de ese caos épico en busca del objetivo de la afirmación de un pueblo. Pensemos en algo concreto y reciente, la broma de Diego Godín a Nahitan Nández: en un momento del partido con Rusia en que no se definía nada, sin embargo, el “botija” peleó la pelota con la cabeza pegada al piso; lo mismo sucedió con Lucas Torreira, el “David” uruguayo que anuló al gigante CR7.

Especialistas en contradicciones

Nuestra especialidad en las contradicciones trasladada al imaginario se traduce en un héroe nacional que configura una especie de antihéroe (se retira derrotado), aunque después fue reconocido ante la necesidad de la construcción de un Estado que debía fortalecer la justificación de su existencia entre dos gigantes. Ernest Renan respondía a la pregunta de qué es una nación hablando de dos componentes: un legado común de recuerdos y el “consentimiento”, el deseo de vivir juntos. Si nos preguntáramos dónde estábamos cuando Suárez la sacó con la mano y el Loco la picó en 2010, seguramente la mayoría de los uruguayos lo recordaría. Con relación al consentimiento vinculado al “nosotros”, en momentos en los que las sociedades tienden a la polarización, el fútbol ofrece una oportunidad de “amortiguación”, aunque sea transitoria.

Para Benedict Anderson, la nación es una “comunidad imaginada” donde el patrimonio común imaginado se crea y recrea por oposición, destacando “aquello que nos hace diferentes”, y por eso nos tenemos que diferenciar de los que somos más parecidos. A la lucha de puertos y su construcción historiográfica se sumaron (en el campo del fútbol) en 1928 el título olímpico sobre Argentina. La definición fue reeditada en la final del Mundial de 1930, el mismo año en que se cerraba el ciclo de los festejos del Centenario. Al igual que en el resto de la iconografía nacional, el fútbol uruguayo y nuestra selección, en distintos momentos históricos, favorecieron la mistificación de ciertas imágenes. La selección y sus testimonios tienen un valor ritual, “la imagen mítica donde se condensan aspiraciones y deseos” (Eco 1968: 222) de la población. Los jugadores nos han demostrado que cuando un pueblo o sus resultados no se dejan librados al azar, su futuro siempre es más prometedor. Especialmente cuando hay un grupo que demuestra en sus acciones ser grupo y encarnar, en lo que transmite, valores que van en la dirección opuesta a lo que dictan las sociedades ancladas en el individualismo.

#HayAlgoQueSigueVivo

En el #HayAlgoQueSigueVivo no sólo se asocia la música con el color celeste, sino la capacidad de adaptación de la narrativa de la nación a la cultura audiovisual de los nuevos tiempos. Simultáneamente, las continuidades se enlazan con lo nuevo. El candombe, la murga, la música fusión articulan con todo un sistema de signos que construye un imaginario con un gran poder identificatorio. ¿En qué espacio hay mayores posibilidades de que te abraces con un desconocido? Seguramente en un estadio o en alguna parte del mundo al encontrarte con alguien con la camiseta de la selección.

Volviendo a Renan, este decía que “una nación es un alma, un principio espiritual”. Así es que la celeste, como parte de nuestra identidad nacional, condensa un cúmulo de sentidos y sensaciones. Sus jugadores nos conectan con los valores perdidos (la solidaridad, la entrega, el sacrificio, etcétera). La carta de Cavani es reflejo de esa capacidad de “purgar” las penas que tiene el fútbol y de ese caos originario y contradictorio que siempre nos pone como impulso nuestras potencialidades sin dejar de anunciarnos nuestro límite: “La bendición y la maldición para los uruguayos es que nunca nos podemos relajar. Es la historia de nuestro fútbol, es la historia de nuestro país. Cuando nos ponemos la celeste, sentimos el orgullo de nuestra historia”.

Santiago Brum es profesor de Historia especializado en políticas públicas.