El avión se cayó. Fue el 13 de octubre de 1972. 45 personas quedaron atrapadas en la nieve. En los Andes. La mayoría eran pibes de 20 años. Jugaban al rugby. Eran fuertes y sanos. Casi todos, de Carrasco.

Yo empezaba el liceo. Me impactó. A los días me olvidé. Eran tiempos difíciles en mi patria: manifestaciones, desocupación, represión cotidiana, estudiantes muertos en las calles. La radio y la televisión también se olvidaron, porque la búsqueda cesó. Se los dio por muertos. ¿Cómo sobrevivir a las ventiscas, los aludes, a los 30 grados bajo cero y sin comida, cuando ni siquiera un resto de fuselaje había sido avistado?

72 días después, dos muchachos extremadamente flacos y exhaustos lograron visualizar a lo lejos a un ser humano –un arriero– y le avisaron que los “muertos” habían logrado sobrevivir. En pocas horas, rescatistas en helicópteros hicieron el resto. 16 volvieron a la vida. El Milagro de los Andes estaba consumado.

En Montevideo, mi padre –un hombre maravilloso–, atrapado en la ventisca que promueven los prejuicios, me explicó que “no era para tanto”. La lógica que menguaba toda épica estaba explicada por el hecho de que fueran hijos ricos, bien alimentados y con la adicional ventaja de haber llevado enormes reservas de chocolate en los equipajes.

Pasaron muchos años y fui reuniendo información. Pero, sobre todo, la lectura del sencillo y muy sincero libro de Fernando Parrado Milagro en los Andes terminó de forjar en mí la monumental estatura de aquella gesta, que hace ya mucho tiempo asimilo a lo mejor de la condición humana y a la rebeldía con mayúscula del ser uruguayo: “Prefiero morir caminando, y no esperando”.

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Transcurre algo menos de un año y otro avión se cae. Pero ahora no es un viejo Fairchild, sino el gigantesco avión de la democracia que derriban, para su ignominia, las cúpulas del Ejército y la Fuerza Aérea, y más tarde la Marina, acompañada por una caterva de civiles golpistas. Era el 27 de junio de 1973 y, a pesar de los fuertes vientos reinantes y una tormenta que arreciaba, casi nadie podía intuir la tamaña catástrofe que finalmente se consumó.

En pocas horas, el pueblo uruguayo quedó sepultado bajo un alud de prohibiciones, miedos y tratos degradantes. El terror, que siempre hace lo suyo, confinó a muchos a “desensillar hasta que aclare”. Otros –como antes Parrado y Roberto Canessa–, sin embargo, prefirieron salir a caminar y no esperar.

Muchos caminantes fueron primero requeridos, luego perseguidos, después detenidos y torturados, y finalmente encarcelados. Otros muchos no tuvieron ni siquiera esa suerte, y desaparecieron.

Desde el primer día del golpe, hubo uno entre muchos miles que decidió caminar y abrir caminos para no dar tregua a la tiranía. Obrero peletero, hijo de inmigrantes, judío, edil, diputado y, al regreso de la democracia, senador. Desde siempre, caminante. Su nombre: Jaime Pérez.

Lo indecible lo padeció: diez años de cárcel y la tortura llevada a un extremo tal y en tantas oportunidades que sólo el atajo de la locura –y un físico moldeado por la natación en su temprana juventud– pudo arrebatarlo del silencio definitivo.

Después, cuando la sociedad del terror se disipó, los uruguayos –ahora más sabios– volvimos a andar. Jaime entre ellos y, aunque magullado, esencialmente íntegro. Pero, sobre todo, mucho más querido, mucho más respetado. Tan respetado y tan amado que no precisó acrecentar ni el ego ni el poder. Confiaba en su mirada: siempre profunda y dulce. Todo estaba ahí: las ventiscas y los aludes, los grados bajo cero y la falta de alimentos a partir de la caída. Pero también las infinitas reservas de chocolate que siempre lo acompañaron: su compañera, Tita, y sus hijos, Marina, Jorge y Enrique.

Pero fueron, sobre todo, sus convicciones inalterables y su explorar en carne propia las infinitas formas de la resistencia el más preciado chocolate en el equipaje de Jaime. Toneladas de amor desparramadas en la ternura de su mirar, porque nada hacía más feliz a Jaime que la felicidad de la gente, de su pueblo.

Luego quiso ir todavía más allá. Del dolor de perder la democracia aprendió, como muchos de nosotros, que con democracia se puede todo y que sin ella nada tiene sentido. Se digan los discursos que se digan: de derecha, de izquierda o de centro.

Cuando los 90 tiraron el Muro de Berlín y los “socialismos del este”, e implotó un mundo prometido como nuevo –nuevo y sin libertades, ¿cómo es posible?–, se obligó a iniciar un posgrado en democracia y la revalorizó a tal punto que ya no se trataba de luchar solamente por “más”: ahora había que descubrir y diseñar una etapa superior, en la que lograr ser “mejor”. Mejores libertades, mejores trabajos, mejor educación, mejor cultura. En definitiva, un desarrollo integral y mejor para el ser humano. Que no es lo mismo que sólo más desarrollo.

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Hoy, 9 de julio, Jaime Pérez cumpliría 90 años. Sólo por eso quiero pedir algo.

Pocos ejemplares humanos he conocido como Jaime: tan bueno, intuitivo, honesto y valiente. Tanto que nadie que lo haya conocido de verdad pudo dejar de admirarlo. De todos los partidos, de todas las tendencias.

No hagamos como mi padre –un hombre maravilloso–, que en esa instancia de 1972 quedó atrapado en sus propios Andes, por la ventisca que promueven los prejuicios.

Seguramente, Parrado y Canessa nunca pensaron la sociedad de la misma forma que Jaime Pérez. Poco importa. Porque, en el profundo sentido que le asigno a la vida, forman parte de mi propia historia uruguaya. Los tres hicieron exactamente lo mismo: cuando el viento de la vida sopló en contra, salieron a buscar un destino caminando. Ninguno se quedó a esperarlo.

Iván Solarich es actor, director, dramaturgo y docente.