Balance y perspectivas de los progresismos
Avances sociales, reformas estructurales, cambios culturales. Fin de ciclo, derrotas, parates, fracasos puntuales, continuidades. Se puede caracterizar de muchas maneras la suerte de los progresismos de la región en el siglo XXI. El propio término “progresismo” no tiene una definición unívoca, como tampoco es clara su relación con las izquierdas. Este mes, en Dínamo, nos abocaremos a realizar balances del período que sirvan de base a nuevas concepciones y propuestas de transformación social.
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Como advierte el sociólogo portugués Boaventura de Sousa, nos encontramos en tiempos de preguntas fuertes y respuestas débiles. Las preguntas fuertes son las que van dirigidas, más que a nuestras opciones de vida individual y colectiva, a nuestras raíces, a los fundamentos que crean la batería de posibilidades entre las cuales es posible elegir. Por ello, son preguntas que generan una perplejidad particular. Las respuestas débiles son las que no consiguen reducir esa complejidad sino que, por el contrario, la pueden aumentar y reproducir. Una de las preguntas fuertes puede formularse así: ¿por qué el pensamiento crítico, emancipatorio, de larga tradición en la cultura occidental, en los hechos, no ha emancipado a la sociedad? Emergen dos respuestas. Por un lado se sostiene que, de hecho, la transformación social y política posible ha sido realizada. Por otro lado, se argumenta que el potencial emancipatorio de este pensamiento está intacto y sólo hay que seguir luchando de acuerdo con las orientaciones que derivan de él.
En esta misma dirección podríamos decir que el pensamiento crítico de izquierda se fracturó en los últimos 30 años, profundizado esto tras el derrumbe del llamado socialismo real, en torno al antagonismo que genera esa idea de que es tan difícil imaginar el fin del capitalismo, como que el capitalismo no tenga fin. Esto tiene directa relación con un debate que se desarrolla en diversos círculos intelectuales y militantes, que trata la encrucijada entre la izquierda –integrada por un bloque que no se resigna a vivir bajo el capitalismo a ultranza y trabaja para debilitarlo, adoptando posiciones contra el libre mercado y los Tratados de Libre Comercio (TLC), abogando por el fortalecimiento de las empresas públicas y la apuesta a un mercado interno fuerte; en suma, anclado sobre todo en la resistencia y la denuncia– y el neodesarrollismo (el progresismo, un híbrido entre neoliberalismo y desarrollismo clásico), que convence y se convence de que es posible trazar las bases de un capitalismo humanizado, al que se le pueden eliminar los excesos y con el que se puede convivir. Esto mantiene a los movimientos emancipatorios en un quietismo peligroso, que termina siendo funcional a las lógicas de poder instaladas, porque no disputa ni cambia las correlaciones de fuerza.
Aterrizando este análisis en América Latina, creemos que es impostergable para el campo popular fortalecer sus debates estratégicos y retomar la cercanía con el bloque social de los cambios, dos puntas de una problemática que vienen padeciendo las izquierdas latinoamericanas en estos últimos años, en un contexto en el que avanza la derecha más conservadora y se debate la caducidad o la vigencia del ciclo progresista que comenzó con Hugo Chávez en 1998.
Plantearse el agotamiento o la mutación de la llamada era progresista puede ser el comienzo de un profundo intercambio sobre qué es ser de izquierda hoy y cómo se avanza hacia la conquista de viejos objetivos incorporando perspectivas y alianzas que en la actualidad son indispensables. Para pensar un bloque histórico de la transformación en el siglo XXI hay que contemplar e incorporar un conjunto de corrientes de pensamiento que son clave en la agenda del movimiento emancipatorio. Sin perder de vista la construcción de una sociedad nueva, la lucha de clases y la eliminación de la explotación, contradicciones fundamentales y motores de la historia, es impostergable que la izquierda teja y concrete (teniendo en cuenta la realidad concreta de cada lugar) con los feminismos, los movimientos campesinos y ecologistas, los colectivos de derechos humanos y las juventudes una síntesis que ponga en perspectiva la revolución y los horizontes poscapitalistas. La imaginación como factor político, algo que Rodney Arismendi incorporó a sus tesis sobre la revolución uruguaya y latinoamericana, es un eslabón clave en este derrotero que debemos transitar aquellos que luchamos por la justicia social y creemos que existen otras formas más humanas e igualitarias de organizar la vida en sociedad.
La izquierda quedó entrampada en estos últimos años en ese no-debate sobre gobernar para qué, para quiénes y con quiénes. Particularmente en Uruguay, con un Estado que ha sido (¿durante el siglo XX?) la única entidad capaz de construir hegemonía, la izquierda gobernante no logró escapar a este problema y uno de los síntomas que lo ponen de manifiesto es el hiato con la fuerza política, sus órganos internos de decisión y la base social que la compone. Creemos que la desconexión con la academia, los artistas y los intelectuales es otro de los factores que incide en el hecho de que la izquierda pierda pie en la construcción de horizontes colectivos comunes, que funcionen como amalgama y vehiculicen la disputa contra la racionalidad neoliberal. Estas usinas productoras de ideas construyeron durante los años 50, 60 y 70 un relato y una estética que unificó a la izquierda, que le permitió superar la dictadura (1973-1985) y posteriormente enfrentar el neoliberalismo, hasta llegar, con la incorporación del progresismo, a ser gobierno. La izquierda (no solamente la que se encuentra en el Frente Amplio) ha perdido rumbo, se ha visto envuelta en los problemas que trae gobernar y controlar el Estado (o ser oposición por izquierda de un gobierno que dice ser de izquierda). Sus aparatos políticos se transformaron en ingenierías para juntar votos, topeando los debates estratégicos, quitando peso a las bases y tomando como un fin en sí mismo el triunfo electoral. Las y los jóvenes debemos poner sobre la mesa la discusión sobre su agotamiento o su vigencia.
Desde nuestra perspectiva, el Estado uruguayo y sus formas de operar, en conjunto con las visiones del bloque de sectores hegemónicos de la izquierda, han hecho perder de vista que las órbitas de gobierno, las instituciones burguesas, eran un medio para alcanzar objetivos de fondo, si se quiere, radicalizando la democracia. Atendemos con preocupación el hecho de que las cúpulas frentistas, simpatizantes de un capitalismo maquillado y aggiornadas con el lenguaje técnico de la gestión y la eficiencia, hayan aprendido una fórmula histórica del batllismo y propia de la política uruguaya que parece insuperable: “Para cambiar este país hay que gobernarlo”, olvidando la necesidad de construir alternativas que modifiquen la estructura del sistema.
Desterrar ese presupuesto, volver a las banderas, a las calles, a los barrios y a las plazas son, si no las únicas, herramientas medulares para seguir creyendo que el Frente Amplio como síntesis de las luchas populares y como instrumento para la justicia social no está agotado. De lo contrario, habrá que barajar y dar de nuevo.
Enzo Machado es docente de Historia y militante social.