Fernando Henrique Cardoso ensayó la inserción internacional de Brasil desde la idea de la “periferia moderna”. Luis Inácio Lula da Silva apostó por posicionar a su país como un “jugador global”. Pero ahora Michel Temer consiguió lo impensable. Pidió el ingreso a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) pero, después de un año, la membresía parece lejana. Su rol en el G-20 ha sido meramente reactivo. Y en el interior del BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) ha quedado completamente opacado por China y Rusia. Además, ha defeccionado de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur). Temer ha conseguido lo que nadie había logrado hasta ahora: que el rol de Brasil sea el de una “periferia perimida”.
Durante todo el siglo XX, Brasil ha sido un claro ejemplo de un intermediate state en el sistema internacional. Su influencia ha estado asociada a atributos clásicos de poder como el territorio, la población y una importante economía. Sin embargo, la carencia de recursos militares significativos y los problemas internos derivados de una sociedad dual y de ciclos económicos fluctuantes lo identifican con la mayoría de los países en desarrollo. Las diferentes formas de internalización –por parte de los hacedores de políticas– de estas ambigüedades en relación con “cuán poderoso” es Brasil explican, junto con contextos nacionales e internacionales determinados, las discontinuidades de su política exterior reciente. Entre 1995 y 2015, las percepciones sobre el rol de Brasil en el escenario internacional de quienes detentaron el poder no fueron homogéneas. No obstante, con independencia de esta situación, la diplomacia brasileña supo otorgarle contenido y sustancia a la estrategia de inserción internacional.
Durante los gobiernos de Cardoso (1995-2002) la visión preponderante fue de “periferia moderna”. En un escenario caracterizado por una unipolaridad creciente y el auge del multilateralismo liberal, la evaluación de los principales hacedores (Celso Lafer, Luiz Lampreia) era que el orden mundial estaba cristalizado (poderes instituidos) por lo que Brasil no podía aspirar a jugar un rol protagónico en los asuntos globales, máxime en una coyuntura doméstica de inestabilidad económica, política y de alto déficit social. Sin embargo, la condición periférica no implicaba que Brasil no pudiese amplificar algunos márgenes de maniobra a partir de potenciar la “autonomía por la integración y la participación”. En otras palabras, mostrarse como actor central del “regionalismo abierto” y convalidar las reglas del orden internacional liberal en el plano multilateral fueron las estrategias para mostrar su condición de potencia media moderna, a la par de la expansión del sector privado, aspirando a ser un global trader en la globalización venidera. Para finales del siglo XX, las grandes firmas de la industria que sobrevivieron a la apertura económica comenzaron a ganar mercados en la región y el mundo.
A partir de 2003, con la llegada de Lula da Silva a la presidencia, Brasil va a sufrir una mutación respecto de la autopercepción y el rol que debería ocupar en el mundo. En un contexto internacional más permisivo (creciente multipolaridad y boom de los commodities) y de expansión económica a nivel local, los principales hacedores de políticas (Celso Amorim y Marco Aurélio Garcia) percibían que Brasil debía intentar evitar la cristalización de las relaciones de poder en el plano internacional y así poder discutir (y redefinir) las reglas del orden global. Para el gobierno de Lula estaban dadas las condiciones de que Brasil se convirtiera en un global player a partir de una política exterior “activa y altiva”, según la jerga lulista. Por entonces, la apuesta era profundizar la dimensión del poder relativa a la autonomía (vía diversificación de los vínculos externos y soft balancing) y comenzar a ejercer la dimensión relacionada a la influencia. En otras palabras, reforzar la capacidad para resistir presiones externas y lograr incidir en algunos acontecimientos y resultados. El rol central de Brasil en el bloqueo a la Ronda de Doha en la Organización Mundial del Comercio y el frustrado intento de mediar entre Irán y las potencias occidentales en relación con el plan nuclear del primero representaron claros ejemplos de la búsqueda de expandir la influencia en el plano global. Si bien entre 2013 y 2015 –bajo la presidencia de Dilma Rousseff– la intensidad mermó y ciertos objetivos se reformularon, la percepción sobre el rol de Brasil en el mundo no se modificó. Asimismo, la consolidación y expansión internacional del sector privado durante toda la primera década del siglo XXI (multilatinas brasileñas) coadyuvaban a fortalecer la percepción de que Brasil estaba para ocupar una silla en el club de los poderosos.
Con la llegada de Michel Temer al Palacio Planalto en mayo de 2016, tras el traumático y cuestionado proceso de impeachment, la percepción de sus principales hacedores de políticas en relación con el lugar del gigante sudamericano en el mundo mutó nuevamente. Al igual que en la década de 1990, la ponderación ha estado sobre los déficits y limitaciones del país a la hora de planificar la presencia internacional. La grave crisis política y económica (esta última arrastrada del gobierno de Rousseff), sumada a un contexto internacional caracterizado por un desinfle del auge de los emergentes (salvo China), reforzó la tesis de que Brasil no estaba en condiciones de ser un “jugador global”. Si se rastrean las declaraciones de José Serra y Aloysio Nunes (ministros de Relaciones Exteriores en la administración Temer) y se analizan las acciones de la política exterior, es dable interpretar un retorno a la “condición periférica” como locus de la estrategia de inserción internacional.
La incorporación de la noción de “megalómana” a la lexis de los funcionarios brasileños en el gobierno de Temer (concepto utilizado por los detractores de la política exterior del Partido de los Trabajadores, PT) pone de relieve implícitamente el rechazo a una pretensión de percibirse como un país poderoso. Con Temer, la política exterior brasileña vuelve a girar sobre la idea de que Brasil no es un país poderoso, condición sine qua non para desplegar una política exterior asertiva.
Ahora bien, el dato sobresaliente y novedoso de la política externa de Brasil bajo la presidencia de Temer no es el retorno a una autopercepción periférica, sino la falta de sustancia y forma a la estrategia de inserción internacional. A diferencia de la visión de “periferia moderna” implícita en los mandatos de Cardoso, en donde se tenía claro qué se quería obtener de las relaciones internacionales y por dónde transitar para lograr mayores márgenes de maniobra, el retorno periférico de Brasil está totalmente perimido. No hay construcción clara de poder alguno y su estrategia de inserción internacional parece caducada.
Los intentos de mostrarse nuevamente como una periferia confiable y abanderada del statu quo del orden internacional no han tenido buena receptividad. Brasil pidió el ingreso a la OCDE con el deseo de que su candidatura fuese aprobada rápidamente, pero después de un año la membresía parece lejana. El propio presidente de Estados Unidos, Donald Trump, manifestó públicamente el deseo del ingreso de Argentina a la organización, situación que generó estupor en los círculos políticos y empresariales. Por su parte, el rol de Brasil en el G-20 ha sido meramente reactivo y en muchos de los casos un dolor de cabeza. El costo pagado en las idas y venidas en la decisión de la participación de Temer en la Cumbre del G-20 en Alemania en 2017 fue altísimo. Después de revertir la decisión de no participar por la grave crisis política, el primer mandatario de Brasil se quedó sin ninguna reunión bilateral importante en Hamburgo.
Por su parte, los esfuerzos de Brasil por mostrarse como un poder emergente también han sufrido un duro golpe en los últimos dos años. Al interior del BRICS, el rol de Brasil ha quedado eclipsado a la luz de la creciente proyección internacional de China y Rusia. En la última Cumbre en Johannesburgo, la propuesta de Xi Jinping de crear un “BRICS plus” incluyendo gran parte de África no fue bien recibida por la diplomacia brasileña, que tiene intereses históricos en dicho continente. La decisión de Temer de levantarse de la reunión con los países africanos antes de su cierre mostró el malestar existente sobre lo que se considera un avance más de la influencia de China en África. En un juego de suma cero, en el que Brasil se contrae (recortes presupuestarios, puestos diplomáticos y proyectos de cooperación en África y Asia), los otros “emergentes” avanzan.
En ese contexto, la herencia del breve hiato de Temer en el Palacio Planalto no sólo marcará la profundización de la pérdida de herramientas autonomistas, sino, y más grave aun, la constitución de lo que Brasil como potencia media siempre intentó evitar: la dependencia. Es más, lentamente Brasilia está estructurando una “doble dependencia” o “doble periferia” con Washington y Pekín. Lejos de poder pivotear entre los dos grandes poderes, Brasil navega en una subordinación pasiva a intereses y demandas externas.
En el plano regional, la diplomacia de Temer ha dejado huérfana la política de liderazgo regional dirigida a motorizar la concertación y la integración con sus vecinos, activo de la política exterior desde la redemocratización. La búsqueda de la “unidad colectiva” ha estado en el centro de la política exterior brasileña reciente, independientemente de la percepción sobre el lugar de Brasil en el mundo. Solamente cabe mencionar los esfuerzos de José Sarney por la integración del Cono Sur, la propuesta (fallida) de Itamar Franco del Área de Libre Comercio de Sudamérica, la concreción por parte de Cardoso de la Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Regional Suramericana y, finalmente, la idea brasileña de la Comunidad Sudamericana de Naciones devenida en Unasur bajo los gobiernos de Lula.
El gobierno de Temer no ha esbozado ninguna propuesta concreta en lo que a atañe al regionalismo, salvo la idea de flexibilizar y “modernizar” el Mercosur con una aproximación a la Alianza del Pacífico. La ausencia de Brasil como actor regional en la búsqueda de la paz en Colombia, así como la llamativa pasividad ante la crisis venezolana, son ejemplos de que va camino a convertirse en un “enano sudamericano”. En lo relativo al agravamiento de la situación venezolana, Brasil ha tenido un rol de bajo perfil en el denominado Grupo de Lima, sin capacidad alguna de liderar dicho espacio. La decisión de defeccionar de la Unasur, único espacio de diálogo sudamericano creado por el propio impulso brasileño, es todo un símbolo en la noción de “periferia perimida”. En lugar de proponer una reformulación o una nueva innovación político-institucional, el gobierno de Temer apostó a bajarle el pulgar al proceso de concertación.
Por último, la noción de “periferia perimida” también tiene su correlato en la falta de una visión clara desde el Estado en relación con la internacionalización del sector privado brasileño. La idea de global trader (comercio) y la política de las empresas denominadas “campeonas nacionales” bajo los gobiernos de Lula tenían en común, con independencia de sus resultados, una visión de disputa y conquista de mercados externos vía la mejora de la competitividad sistémica. Sin embargo, en el marco de la profundización de un proceso de reprimarización de las exportaciones (iniciado en los años del PT) y del ocaso de las multilatinas brasileñas (Petrobras, Odebrecht, Eletrobras, Vale), la estrategia gubernamental parece estar puesta en profundizar una estrategia de agro trader mediante la apuesta a las ventajas comparativas.
En los últimos 25 años, el gigante sudamericano se ha autopercibido a un tiempo como un actor con escasos atributos de poder y como parte de la periferia, pero también como un actor emergente con recursos para incidir activamente en el escenario internacional. Sin embargo, tanto la idea de “periferia moderna” y como la de global player tenían en su seno, más allá de los logros y resultados alcanzados, una brújula en relación con la construcción de poder y un conjunto de iniciativas y políticas que le daban sustancia. Desde mayo de 2016, el gobierno de Temer vuelve a visualizarse como un país sin pretensiones de colarse entre los poderosos pero desde un proyecto externo sin un norte claro. La política exterior brasileña se edifica desde una “periferia perimida”.
Esteban Actis es doctor en Relaciones Internacionales, docente e investigador de la Universidad Nacional de Rosario, Argentina. Esta columna fue publicada originalmente en Nueva Sociedad.