Un video doméstico, filmado con celular, registra cómo un grupo de obreros intenta montar una estructura sobre un techo. Se escucha el diálogo entre la persona que filma y alguien más; parecen mirar la escena desde la ventana en el edificio vecino. Hablan del peligro, de la irresponsabilidad. Dos de los trabajadores, parados al borde de la cornisa, a un paso del vacío (uno de ellos sin casco; ambos sin arneses ni otros elementos de seguridad) tratan de encajar un panel de yeso en un riel. Del otro lado, sobre un andamio de apariencia precaria, otros dos o tres hacen fuerza en sentido contrario, manteniendo el panel en posición vertical. Es un segundo: de pronto, el andamio se desploma y los que estaban encima se vienen al suelo.

La filmación de ese accidente (sin consecuencias fatales, felizmente) se hizo conocida luego de la muerte de Gonzalo González, el trabajador de 30 años que, mientras cumplía tareas para una constructora, fue a dar al piso del sector lácteos del Disco Natural de 8 de Octubre y Garibaldi. El supermercado publicó, días después de esa tragedia, un comunicado en el que admitía que la decisión de haber seguido trabajando no había sido buena, considerando “la gravedad del desenlace de los acontecimientos”, y ya de paso dejaba claro que González no trabajaba para el Disco.

Pero los empleadores de González sí eran los mismos del video mencionado al principio (Sirpa Construcciones), que registraba un hecho que, casualmente, también había ocurrido en un local de la cadena Disco. Debido a ese primer accidente sin muertos, la Inspección General del Trabajo y de la Seguridad Social había clausurado las obras en el lugar y recomendado a la constructora que mejorara las condiciones de seguridad. No hizo denuncia penal, sin embargo, lo que parece raro, considerando que la ley conocida como “de responsabilidad penal del empleador” establece explícitamente el delito de peligro.

No voy a detenerme en la cuestión de la responsabilidad penal. Hay como mínimo dos grandes sindicatos (Federación Uruguaya de Empleados de Comercio y Servicios y Sindicato Único Nacional de la Construcción y Anexos) que pueden intervenir en este último caso y llevar adelante las acciones que consideren necesarias. El domingo siguiente al accidente que costó la vida de González, trabajadores integrantes del sindicato de Disco, Devoto y Géant hicieron una concentración silenciosa en la puerta del local de 8 de Octubre. El supermercado, sin embargo, funcionó normalmente. Hubo trabajadores en las cajas y en los expendios de fiambre, de pan y de carnes. Hubo reponedores y supervisores. Hubo clientes.

Alguien había dado la orden, aquella noche, después de la tragedia, de limpiar la sangre y seguir trabajando, y alguien la cumplió. Hubo trabajadores que no acataron la medida de paro dispuesta por el sindicato, y hubo compradores que desoyeron el pedido de no comprar en la cadena durante ese fin de semana.

Lo que me pregunto es por qué.

Cuando un trabajador para, pierde el jornal. Los salarios de los trabajadores del comercio son bajos, todos lo sabemos, y si es bajo un salario completo imagínese usted, lector, lo que será un jornal. Claro que esa cantidad, por mínima que sea (¿equivale a cuántos gramos de fiambre?; ¿a cuántos kilos de pulpa, a cuántos frascos de champú?), es vital para quien gana poco. Eso lo entiendo, pero me parece insuficiente para no acatar una medida de paro cuando acaba de morir un compañero, aunque fuera empleado de una empresa tercerizada y no se lo hubieran cruzado nunca en un pasillo. ¿Es por miedo a perder el trabajo? No es un miedo menor. El empleo no sobra, e incluso un trabajo agotador, rutinario, poco reconocido y mal remunerado como el que ofrecen las grandes superficies comerciales es la diferencia entre la supervivencia y la desesperación para cientos de miles.

Y entonces, mientras me hago estas preguntas, me viene a la memoria la escena de los trabajadores sobre el techo. La fragilidad de la estructura sobre la que estaban apoyados. La escandalosa precariedad de la construcción que estaban levantando, tan trucha y tan débil como el andamio sobre el que trabajaban. Pienso en la posibilidad real, cotidiana, de que una construcción de esas se desplome sobre los clientes ocasionales (ya ha pasado), sobre los empleados. Pienso en cuántas viviendas se estarán construyendo a todo trapo, aprovechando las ventajas de las exoneraciones impositivas y de las necesidades de reactivación de la economía. Saco la cuenta de cuánto pueden durar, imagino qué parte será la más débil (¿los ductos?; ¿las paredes?; ¿el mecanismo del ascensor?) y recuerdo que no vale la pena fabricar nada más duradero que su parte más frágil.

Pienso en la cuestión de la inseguridad, en la insistencia en el temor de la gente, en la constante exposición a noticias que dan cuenta de robos, intentos de robo, rapiñas, ajustes de cuentas. Agresiones vinculadas, siempre, a los delitos contra la propiedad o al consumo de drogas. Pienso en la violencia con que algunos vecinos de Casarino reaccionaron contra el hombre que acababa de rapiñar la pollería del barrio (por cierto, el pedido de la Fiscalía para el hombre acusado de lesiones graves contra el delincuente es de 20 meses de prisión, a sustituir por medidas alternativas acordadas con el imputado y que incluyen no salir del domicilio los fines de semana, no usar ni portar armas y asistir a un tratamiento psicológico que aborde sus problemas de agresividad y violencia. Las lesiones graves que se le imputan incluyen “múltiples fracturas faciales en la zona de mandíbula, pómulo y cráneo”, además de “lesiones traumáticas que resultan constatadas en el certificado médico forense”. El agresor no estaba presente en el momento de la rapiña).

Pienso en la naturalidad con que se procesan los episodios de “justicia por mano propia”, en la diferencia abismal con que la sociedad condena un acto de violencia si es cometido con fines de robo o si, en cambio, tiene cualquier otra motivación (broma, juego, celos, cansancio, inseguridad, miedo, rencores personales, arrebatos pasionales). Pienso en la precariedad del trabajo, de la vivienda, de los lazos sociales. En la violencia y la humillación que se acumulan día tras día hasta que tienen ocasión de explotar, y explotan.

Y me sorprendo, una vez más, genuinamente, por la facilidad con que nos dejamos convencer de que la angustia, la intranquilidad y el miedo provienen del riesgo de ser robados, y no de la amenaza siempre latente de perder el trabajo, de no poder pagar las cuentas, de no tener dónde vivir.

No falta mucho (un año es muy poco cuando se trata de campañas electorales) para que empecemos a escuchar hablar de “la grieta” que divide a los uruguayos, como si hubiera una línea que delimita dos mundos antagónicos.

La metáfora es otra. No estamos viendo la profundización de una grieta: estamos parados sobre la pulverización del tejido social.

Algo que seguirá siendo un fenómeno sin prensa, sin expertos que den su opinión en los medios, sin hipótesis y sin consignas. Seguiremos cada día más inseguros, aunque estemos cada vez más vigilados. Seguiremos cada día más frágiles y más solos, aterrorizados, porque el piso siempre se puede desplomar bajo nuestros pies, pero todas las cámaras miran para otro lado.