Los antecedentes
Últimamente, cuando las cosas parecen estabilizarse, cuando parece que vuelve a no pasar nada más allá de lo de siempre, surgen nuevos –y aparentemente impredecibles– fenómenos políticos que muestran la profunda crisis cultural del capitalismo que estamos viviendo. Sin embargo, “lo (im)predecible” siempre es una categoría que depende más del ego del enunciador que pretende predecir que de su propia sabiduría. En última instancia, todo lo que ocurre a nuestro alrededor es impredecible, lo que no quita que se puedan explicitar continuidades o momentos de quiebre a partir de los cuales muchas cosas habrán de cambiar. No sabemos cómo ni qué forma tomarán esos cambios porque el ser humano tiene bastante libre albedrío, pero se puede predecir que cambiarán (que no es poco).
Esta idea es la que pretendía explicitar en el artículo que escribí para la diaria cuando Emmanuel Macron ganó las últimas elecciones francesas. Entonces le otorgaba a Macron la categoría de “cesarista” en el sentido que le dio Antonio Gramsci al concepto. En pocas líneas, el cesarismo es el liderazgo que emerge cuando dos bloques políticos se enfrentan y entre ambos se produce un empate catastrófico. En esa situación, el cesarista se elevaría por encima de los dos bloques y se impondría a ambos. En este sentido, el cesarismo podría ser progresivo –cuando toma las demandas de las ideas pujantes del momento, en este caso la idea de soberanismo– o podría ser regresivo –cuando toma partido por las ideas decadentes, en este caso la idea de globalismo–. Yo no identificaba a los dos bloques enfrentados con “la izquierda” y “la derecha”, sino con los soberanistas, partidarios de poner por delante la soberanía nacional, y con los globalistas, partidarios de la globalización.
Hay soberanistas de izquierda (Frente de Izquierda) y de derecha (Frente Nacional, ahora Agrupación Nacional) son populares y prometen restaurar el protagonismo del Estado francés ante las multinacionales y el gran capital. Por otro lado están los globalistas con su propia izquierda (el Partido Socialista) y su propia derecha (Los Republicanos, del desaparecido Nicolas Sarkozy), que prometen más de lo mismo desde François Mitterrand y Jacques Chirac con las peculiaridades propiamente francesas que comentaré después.
En este sentido, Macron se convirtió en un cesarista regresivo, es decir, fundamentalmente globalista pero sin perder de vista la cuestión del bienestar para poder obtener el consenso necesario entre los dos bloques y así ganar las elecciones. Prometía una inserción exitosa de Francia en el mercado mundial, no como la inserción torpe y corrupta que habían llevado a cabo los socialistas y los republicanos. Para ello, ofrecía al país todo su expertise de tecnócrata banquero y, por tanto, de hombre cosmopolita; en el documental Emmanuel Macron: el ascenso al poder se autorreconoce como “burgués”, y que desprecia la ignorancia. Una actitud citadina, centralista y muy parisina contra la que no pocas veces se han rebelado las provincias en la historia francesa. A pesar de eso, arrasó en las elecciones más por desidia que por voluntad. Macron es el fiel representante de la secesión de las elites con respecto a su pueblo a través de una corrección política despolitizadora que trata a la gente como menor de edad mientras los adultos se ocupan de la política de verdad.
Su alianza con las fuerzas regresivas se encarnó en la reforma laboral, en la bajada de impuestos a los grandes patrimonios y en el intento de privatizar y reducir los servicios ferroviarios. Con estas medidas, Macron perdió el crédito que le quedaba y su imagen de “presidente del cambio” saltó por los aires para esa gran masa de población anestesiada por el discurso apolítico del centrismo ideológico. El grito común de los chalecos amarillos es que dimita “el presidente de los ricos con ínfulas de monarca” porque les parece, como a tantos otros en el presente, que “esto es ya intolerable”. Como decía Gramsci, “el movimiento histórico no se vuelve nunca atrás y no hay restauraciones in toto”. De Macron no podía surgir una restauración dada la resistencia que ya provocaba desde el inicio el proyecto globalista. Esta es una crisis de la globalización amortiguada por la ausencia de alternativas creíbles. Por eso el ingenuamente jesuítico discurso de Mauricio Macri sobre “abrirse al mundo para que lluevan inversiones” es un absoluto fracaso. No estamos en los 90. Otro tema es que Macri supiese esto y le diese igual, hipótesis a la que me sumo. Pero sin embargo, no aparece una alternativa programáticamente creíble.
Pero ¿qué es lo intolerable?
Es cierto que la “calidad de vida material” de los franceses no es la misma que hace décadas, y es también igual de cierto que se protesta contra cuestiones “materiales”. En las cada vez más numerosas exigencias del movimiento hay cuestiones ortodoxamente materiales, como la subida del salario mínimo a 1.300 euros, que no haya ninguna pensión por debajo de los 1.200 euros, indexar los salarios a la inflación, o un salario máximo de 15.000 euros. Otras medidas de tipo materialista, aunque poco ortodoxas, son favorecer al pequeño comercio de los pueblos y los centros urbanos, cesar la construcción de grandes centros comerciales que matan el pequeño comercio alrededor de las ciudades, o un plan de aislamiento de viviendas para hacer ecología mediante el ahorro de las economías domésticas.
En definitiva, no es sólo una demanda de mayor acceso al consumo de bienes, va más allá y busca un sentido de justicia en las prácticas cotidianas de vida, es decir, cambiar el modo de vida que impone el actual modelo de trabajo posfordista, contaminante y desarrollista urbanista. Tampoco quiero exagerar, pero las relaciones entre materialidad, trabajo y movimiento social son bastante evidentes en la dimensión analítica. Pero como lo analítico y lo político no tienen por qué ir de la mano, no se puede reducir la explicación del movimiento a un materialismo tangible de sumas y restas.
De hecho, llegó el momento de sincerarse: la presión fiscal francesa es la segunda más alta de Europa, el gasto social francés es el más alto de ese continente, la desigualdad relativa es de las más bajas de Europa y el gasto público francés fue de 56,6% del PBI en 2017 (en Uruguay fue de 32% en 2016). No es que en Francia se viva fatal. No es que haya una crisis material horrorosa. Sin embargo, esto no resta importancia al fenómeno ni debería ser catalogado como “la revuelta de los pitucos”. Significa que el asunto va más allá de cierto cálculo lógico entre ganancias y pérdidas de la casa. Por cierto, la palabra “economía” viene etimológicamente de oikos, que es “casa” en griego antiguo, el lugar donde las mujeres hacían las cuentas para gestionar el hogar. En este sentido, un oikos miserable no es la causa última de la insurrección.
Economía moral
La insurrección va más allá de lo material sin dejar de serlo. Edward Palmer Thompson –historiador británico que decía que su oficio era ser un antropólogo del tiempo– acuñó el término de “economía moral de la multitud” para referirse a las revueltas que se produjeron durante los siglos XVIII y XIX, época en que se produjo la revolución tecnológica e industrial y se comenzaron a liberalizar todos los mercados. Se dio libertad a los mercaderes para vender sus productos no donde les correspondiese, sino donde les pareciese más beneficioso y pudiesen venderlos más caros; contra esta liberalización se rebelaron los sectores populares afectados por el encarecimiento de los precios y exigieron la vuelta a la regulación, que Thompson bautizó como “economía moral”. Esto no significa que en aquellas sociedades no existiese la injusticia ni la concentración de la propiedad; significa que incluso en aquellas sociedades, como en todas en la historia, había límites: no ser escandalosamente usurero, los pobres tienen que vivir con cierta dignidad, los ricos pagan más que los demás… ¿No son similares aquel contexto y el actual? ¿No es similar el tipo de revuelta? Cuando se habla sobre aquel proceso industrializador como “el progreso” se suele olvidar que aquel fue un proceso dolorosísimo y traumático para aquellas sociedades. Los liberales dicen que “a largo plazo la revolución digital creará empleos por inercia”, pero se olvidan de que, por inercia y a largo plazo, todos estarán muertos.
El chispazo que prendió el reguero de pólvora insurreccional de los chalecos amarillos fue el intento de Macron de subir el precio del gasoil escudándose en la “transición ecológica”. Al mismo tiempo, lo que se contemplaba que recaudaría este impuesto es exactamente el mismo monto que le recortó en impuestos a los muy ricos. La irresponsabilidad de utilizar algo tan serio como el ecologismo para legitimar la injusticia social es lo que inspiró y provocó la insurrección. No es la materialidad tangible de las cosas lo que provoca las insurrecciones y movimientos sociales, sino las interpretaciones que se hacen sobre la justicia o injusticia de la propiedad de esas materialidades y de sus supuestos beneficios para tener una vida cómoda y feliz. De qué manera esa indignación se pueda redirigir o qué forma tomará es incierto; puede dirigirse hacia la imperiosa necesidad de cambiar un modelo de producción ecológicamente insostenible, puede dirigirse por la vía de más consumismo vacío (ligado al racismo imperialista expoliador de África) o por algo que todavía no se le ha ocurrido a nadie… ese es el nivel de detalle en la predicción que no se puede saber y por lo que la política es irreductible a reglas y leyes.
Lo que se rompió en Francia fue eso, esa economía moral. Ese sentido de justicia distributiva fue lo que se quebró en el sentido común de los franceses. El horizonte de un futuro con certezas. Hace unas décadas al menos uno sabía cuáles eran las reglas a seguir para alcanzar el ascenso social, para el bienestar material y, en definitiva, para lograr seguridad. Hoy en día no. Un estado de excepción se prolongó durante dos años, hasta 2017, los atentados son regulares y existe la sensación de que el mañana será peor que el hoy; todo esto provoca un evidente miedo al futuro y la insurrección es una manera de ponerle freno a la loca aceleración del capitalismo.
Para terminar, falta por saber cómo se actuará con respecto a las banlieue, los arrabales pobres de las grandes ciudades donde viven inmigrantes árabes y africanos. El movimiento es abrumadoramente blanco. Las banlieue, de donde suelen proceder los terroristas, son el punto polémico y el gran nudo a desenredar que determina, o al menos condiciona, toda acción política de calado en la comunidad política francesa.
Jacobo Calvo Rodríguez es licenciado en Historia por la Universidad de Santiago de Compostela y magíster en Estudios Contemporáneos de América Latina por la Universidad Complutense de Madrid.