En las elecciones francesas de este domingo se enfrentaron tres candidatos con opciones de ganar, que finalmente resultaron ser cuatro, para la alegría de muchos. Jean-Luc Mélenchon, de la plataforma de izquierda La Francia Insumisa, consiguió una victoria moral al alcanzar 19,6% de los votos, sólo a 0,4% de los votos del tercer clasificado (20%), François Fillon, líder de Los Republicanos, partido tradicional de la derecha francesa que lideraba Nicolas Sarkozy cuando el nombre de la agrupación todavía era Unión por un Movimiento Popular.

A pesar de eso, no todas son buenas noticias desde Francia; de hecho, más bien, todo lo contrario. Marine Le Pen, con 21,5% de los votos, coloca al Frente Nacional (FN) en la segunda posición, justo por detrás del ex banquero y ex ministro de Finanzas de François Hollande, Emmanuel Macron -del nuevo partido ¡En Marcha! (EM)-, quien ganó con 24% de los votos emitidos. El Partido Socialista de Benoît Hamon pasó, con su 6,4% de los votos, del gobierno a la completa intrascendencia.

Como el espacio es limitado, no es cuestión de hacer un análisis de todos los candidatos, así que al menos vamos a hablar de los dos clasificados para la segunda vuelta del 7 de mayo: qué programas tienen y qué simbolizan estas elecciones para la política europea.

Para analizar al FN necesitamos retrotraernos al final de la Segunda Guerra Mundial. Cuando los países europeos salieron de sus eternas guerras y se desquitaron del dominio (militar o popular) del fascismo, los nuevos Estados democráticos refundaron la mitología nacional y la fundamentaron en lo que se llamó “antifascismo de posguerra”, a lo que se sumaron el plan Marshall y la redistribución de la riqueza como grandes estandartes de esa nueva sociedad keynesiana. Concretamente en Francia, esta mitología nacional se centró en la defensa de la República como encarnadora de esos valores sociales y nacionales, quedando fuera de esa refundación de la República aquellos que habían sido colaboracionistas de los nazis. Y no creamos que fueron pocos. La película Casablanca nos lleva a aquella época en la que el mariscal Philippe Pétain gobernaba la llamada Francia Libre, un protectorado nazi en la Francia del sur y el norte de África, apoyada por la tradición francesa más conservadora, donde se juntaban fascistas, monárquicos, ultracatólicos y demás movimientos e ideologías del ramo que vinculaban la nacionalidad con un esencialismo étnico-nacional.

El anterior líder del FN, Jean-Marie Le Pen (padre de Marine), pertenecía claramente a esta tradición, aislada dentro del campo político francés. Debido a eso vamos a empezar a escuchar, como principal bandera de los “macronistas”, un discurso centrado en la unión de todos los republicanos contra los antirrepublicanos.

Esta es la imagen que Marine Le Pen se ha propuesto borrar para intentar gobernar su país. Además de sus propuestas contra los inmigrantes, Le Pen promete un referéndum para salir de la zona euro y recuperar la soberanía concedida a Europa en materia económica; proteger la industria francesa y aumentar los salarios a funcionarios. En conclusión: volver a los Trente Glorieuses de la Quinta República. Todo ello diciendo claramente qué hará cuando llegue al gobierno y legitimándolo desde ese esencialismo de las costumbres y el modo de vida francés que está siendo aniquilado por la globalización (o “mundialización”, como dicen los franceses). De ahí también cierto aire gaullista de Marine. No olvidemos que el general Charles de Gaulle quedó, a los ojos de la luz pública de la Historia, como el líder de la resistencia contra el nazismo, y después fue precisamente el gran padre fundador de esta Quinta República vigente. Nada mejor que el gaullismo para meterse dentro de los límites de la decencia republicana. Igualmente no es un reto fácil para un partido con tanta historia como el FN, que incluye un líder que negó en varias ocasiones el holocausto y que no tenía ningún problema en acudir a esas suntuosas cenas de gala que la extrema derecha europea celebra en aristocráticos edificios de Viena. Marine es otra cosa. O al menos eso nos quiere hacer creer.

Estéticamente, el contrincante de Marine representa exactamente lo contrario. Emmanuel Macron es un personaje particular. Sin partido, creó en 2016 el movimiento ¡En Marcha!. No tiene como tal una estructura de partido ni nada más allá de una cabeza carismática. Este hombre de 39 años ha sido banquero por ser especialista en inversiones, estudió filosofía, está casado con una mujer de 64 años y fue nombrado ministro por Hollande para afrontar la liberalización de la economía francesa, de la que renegaba el ministro anterior a Macron. En definitiva, un hombre tan ecléctico como su programa. Un ejemplo: Macron plantea echar a 120.000 funcionarios, pero al mismo tiempo promete clases con menos alumnos por aula, lo que demandaría más profesores. Promete mayor seguridad laboral, y al mismo tiempo quiere cambiar el modelo de contratación hacia otro más “flexible”. Todo ello con la palabra modernización y el verbo “liberar” como estandartes, y aduciendo una prometedora inserción de Francia en el capitalismo internacional. Si la debacle electoral del Partido Socialista ha sido definida como un terremoto, un eventual triunfo electoral de alguien como Macron podría calificarse como la irrupción de un objeto político no identificado. ¿O no tanto?

El intelectual italiano Antonio Gramsci acuñó el concepto de “cesarismo” que, en mi opinión, se adapta como anillo al dedo a lo que significa Macron dentro del panorama político francés y como metáfora de lo que está ocurriendo en Europa. Así decía el italiano en La política y el Estado moderno: “Cuando la fuerza progresiva A lucha contra la fuerza regresiva B puede ocurrir no sólo que A derrote a B o que B derrote a A, sino también que no ganen ni A ni B, y se destruyan recíprocamente, y que una tercera fuerza C intervenga desde fuera sometiendo lo que queda de A y de B [...]. El cesarismo es progresivo cuando su intervención ayuda a las fuerzas progresivas a triunfar, aunque sea con ciertos compromisos y con ciertas imitaciones de la victoria; es regresivo cuando su intervención ayuda a triunfar a las fuerzas regresivas [...]. Se trata de ver si en la dialéctica ‘revolución-restauración’ prevalece el elemento revolución o el elemento restauración, pues es indudable que el movimiento histórico no se vuelve nunca atrás y no hay restauraciones in toto”.

A mi entender, estas líneas tienen una enorme vigencia. Macron sería el cesarista que emerge de una lucha entre el establishment y el antiestablishment en un perfecto equilibrio precario. No es de izquierda ni de derecha, ni del establishment ni del no-establishment, te dice una cosa como te dice la otra, es un gestor-vendedor moderno, sea lo que sea eso.

Pero ¿quiénes son A y B en este caso? Por “progresivas” no debemos entender “progresistas” y por “fuerzas” tampoco podemos entender “partidos”, sino que tenemos que entender, más bien, “ideas pujantes” e “ideas decadentes”. En este sentido, lo fundamental es la inauguración de un nuevo eje en la política al que todos los actores, para no morir, tendrán que responder. Si no lo hacen, les ocurrirá como a los partidos socialdemócratas: se quedarán en un castillo de marketing. Este nuevo eje es el de globalización por un lado, o soberanismo por el otro. Estas ideas fuerza están en empate técnico actualmente en Francia, donde si hacemos la suma de los partidarios de la globalización (PS, Los Republicanos y ¡En Marcha!) y los soberanistas (Francia Insumisa y FN) -donde también se encuadran partidos de izquierda y derecha más pequeños que los cuatro primeros, como ¡Francia, Levántate!-, obtenemos un resultado de 50-50 aproximadamente.

Lo que probablemente decante la balanza será el voto de la izquierda a Macron para no echar más leña al fuego a un conflicto racial ya de por sí embravecido; y por otra parte, la incapacidad de Le Pen para sacarse el estigma de no ser una verdadera republicana.

Los burócratas de Bruselas arrancaron esta semana con una enorme sonrisa, los medios de comunicación pudieron retratar en sus portadas a un joven moderno y victorioso, y el canto general ha sido que Europa respira tranquila. ¡Hasta en Tokio se ha disparado la bolsa! Sin embargo, vencer no es convencer, y el movimiento histórico nunca vuelve atrás.