El proceso electoral de 2018 puso en discusión temas que parecían ser de consenso en la sociedad brasileña, como la laicidad del Estado y la libertad de cultos. Esa idea de que Brasil es un país de reconocida diversidad cultural, tolerante y que convive bien con las nuevas culturas no existe más. Lo que surgió de la campaña y de las urnas fue una ola avasalladora de odio, preconceptos, racismo e intolerancia.

Durante la campaña presidencial, Jair Bolsonaro declaró en Campina Grande, Paraíba, que hay que acabar con esa “historieta del Estado laico. El Estado es cristiano y la minoría que se oponga a esto, que se mude”, ignorando así la Constitución brasileña, en la que está escrito que, al ser el Estado laico, cualquier persona es libre de tener o no una religión, y de practicar sus ritos. El nivel de las declaraciones del candidato hizo que los grupos de las comunidades judía y musulmana firmasen juntos una carta de rechazo a su discurso de intolerancia en relación a las religiones que no son las cristiano-evangélicas.

Una vez que se conoció el resultado de las elecciones, el primer gesto del vencedor fue aparecer delante de las cámaras de televisión orando al lado de sus aliados evangélicos y declarando que gobernará “siguiendo las enseñanzas de Dios y de la Constitución”. Sobre la mesa había un ejemplar de la Constitución y uno de la Biblia.

En el discurso de asunción, el presidente de la República volvió a hablar del tema: “Vamos a unir al pueblo, a valorizar a la familia, a respetar las religiones y a nuestra tradición judeocristiana, combatiendo la ideología de género, rescatando nuestros valores. Brasil pasará a ser un país libre de ataduras ideológicas”.

El presidente que juró respetar la Constitución se olvidó de que todos los ciudadanos deben tener los mismos derechos y estar sometidos a las mismas leyes, independientemente de sus tradiciones, sean estas judeocristianas, islámicas, etcétera. Olvidó que Brasil, como Estado laico, debe ser neutro en materia religiosa, sin perjudicar ni favorecer a miembros de una u otra fe, ni permitiendo que sus ciudadanos utilicen sus preconceptos para limitar la libertad de expresión y culto.

Algo similar sucedió con la nueva ministra de la Mujer, la Familia y los Derechos Humanos, la pastora evangélica Damares Alves. En medio de frecuentes exclamaciones como “aleluya” y “gloria a Dios”, la ministra sostuvo en su discurso de asunción que “el Estado es laico, pero esta ministra es terriblemente cristiana”, corroborando la tesis del presidente Bolsonaro de que “el que está en contra, que se mude”.

De esta forma, parece claro que la cuestión de la laicidad del Estado brasileño está en discusión y que otras muchas disposiciones constitucionales serán puestas a prueba, porque Bolsonaro viene repitiendo que su gobierno estará comprometido con “los valores de la familia cristiana”, y este concepto seguramente tendrá impacto en la formulación de políticas públicas en las áreas social, educacional, de derechos humanos, entre otras, incluso en el área diplomática, poniendo en riesgo lo que está consagrado en el texto constitucional.

La actitud del presidente –y no es novedad para nadie, ya que nunca escondió sus opiniones rascistas y llenas de preconceptos– provocó el surgimiento de diversas agresiones y tensiones. Cotidianamente asistimos a difamaciones, calumnias y prejuicios contra los migrantes de países árabes o contra personas de religión islámica, asociando a la religión con supuestos partidarios del terrorismo.

La Constitución brasileña, denominada por Ulysses Guimarães, el presidente de la Asamblea Nacional Constituyente que la elaboró, como “Constitución Ciudadana”, consagra como un derecho inviolable la libertad de conciencia y de creencias en su artículo 5º, estableciendo que Brasil es un país laico. Y tratándose de un Estado democrático de derecho, cualquier persona tiene la opción de elegir su fe religiosa y expresarla sin ser agredida o acosada. Este derecho de libre expresión religiosa también está asegurado por la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Organización de las Naciones Unidas y por la Carta de la Organización de Estados Americanos.

La religión y las creencias del ser humano no deben constituirse en una barrera para la convivencia fraterna y respetuosa entre las personas, ni debe defenderse la impunidad para los intolerantes omitiendo legislar contra las intolerancias. Todos deben ser respetados y deben ser iguales ante la ley, independientemente de su orientación religiosa.

Pero esto no es lo que sucede en Brasil en la práctica. Diariamente nos encontramos con ataques de a personas y templos de diversas orientaciones religiosas, sobre todo la islámica y afrobrasileña. Muchos adeptos a estas religiones pasan por situaciones de discriminación, desde una simple mirada desconfiada hasta agresiones verbales y físicas. Estas acciones surgen del desconocimiento de los valores democráticos y laicos, así como de la ignorancia sobre el sentido y los principios de estas religiones.

Con el advenimiento de las redes sociales y el fenómeno de las fake news, ampliamente utilizadas en la campaña electoral, se amplió todavía más la producción y la manifestación de una cultura de odio y de rechazo a lo diferente, que ya estaba presente desde hacía décadas contra diversas minorías, como la de los fieles de las religiones afrobrasileñas.

En Brasil han ocurrido diversos ataques de carácter xenófobo contra los musulmanes, basados en estereotipos desarrollados y estimulados en diversos ámbitos de producción simbólica y a través de los medios de comunicación, que van desde audios divulgados por las redes hasta ataques a musulmanes o simplemente a personas que utilizan ropa u accesorios identificados con esta religión. Aunque no se trata de violencia física directa, sí es violencia simbólica, que poco a poco deshumaniza a los practicantes de estas religiones y los vuelven más vulnerables a la violencia física.

La oposición ideológica o intelectual no puede convertirse en la expresión de un deseo de exterminio o del ejercicio de violencia física sobre ningún ciudadano. Eso atentaría contra la libertad de expresión del otro, dado que negaría al otro la existencia de su identidad y de su singularidad religiosa.

El Congreso, como caja de resonancia de la sociedad brasileña, debe aprobar normas que ayuden a consolidar los principios republicanos y laicos de nuestra Constitución, entre ellos, el derecho legítimo al ejercicio pleno de la liberta religiosa, y legislar a favor de la convivencia pacífica entre personas de diferentes credos, reprimiendo y castigando al mismo tiempo a quienes violan la libertad y el libre ejercicio de la religión.

El jefe de gobierno de un Estado laico debe repudiar la violencia ejercida contra los ciudadanos por su religión. Aceptar y estimular cualquier forma de violencia de este tipo es aceptar que la sociedad se vuelva un espacio de tensiones que arriesgan la integridad de las minorías religiosas.

Sayid Marcos Tenório es historiador y dirigente del Centro Brasileiro de Solidariedade aos Povos e Luta Pela Paz.

Una versión más extensa de esta columna fue publicada originalmente en portugués en el sitio Outras Palavras. Traducción: Natalia Uval.