Me une una relación de vecindad y de vida de muchos años con una de las ramas de la familia Bleier, que culminó una etapa larga de su calvario. Y ello me mueve a compartir con los lectores algunas reflexiones que me brotan así, atribuladas y compulsivas. Con la aparición de los restos de Eduardo Bleier se consuma un eslabón más de una cadena de hechos lacerantes y terribles que van rasgando la tela escrupulosamente tejida de impunidad y silencio, que ha pretendido inútilmente sepultar un pasado ignominioso y emponzoñado. En tal sentido este nuevo hallazgo, con todo lo removedor y terrible que tiene, es reconfortante y justiciero (parcialmente justiciero, mientras no haya justicia de verdad). Pero lo que más me mueve a alzar la voz es el patético contraste entre ciertas formas de la tilinguería reinante, el batiburrillo de las redes y la propaganda electoral, y estos ramalazos del horror. Es elocuente que, a menos de tres semanas del acto electoral, la tierra nos devuelva otro mártir de aquel pasado tenebroso. Pero el pasado siempre es presente. No existe palmariamente otra forma del tiempo existencial que el ahora, razón por la cual, en medio de todo lo bueno y positivo que tiene la confrontación de ideas en libertad y el pluralismo ideológico, rechina, sin embargo, la casi carnavalización de estas campañas, con el claroscuro de los muertos que siguen apareciendo como un espectáculo obsceno.

La sociedad, y especialmente algunos sectores de la dirigencia política, continúan ignorando –o se hace como que se ignora–, la tragedia embozada que nos condiciona como colectividad desde hace 50 años. Mario Benedetti escribió allá por la década de 1960 un libro al que tituló El país de la cola de paja, para describir las múltiples formas de falsedad social de los uruguayos, nuestro doble discurso y nuestra conciencia culposa. Quién hubiera dicho que con el tiempo esa “cola de paja” –conciencia más o menos acallada y vergonzante– iba a cobrar dimensiones de tamaña vastedad, y contenidos tales de iniquidad y tragedia: esa cola de paja, en forma de un ominoso silencio, cómplice y culpable, ese continuo barrer bajo la alfombra a escala colectiva. El mismo silencio de muchos, que nos rodeó como un coro replegado cuando nos destituían del trabajo, nos llevaban encapuchados a los cuarteles, nos torturaban o mataban. Acá no pasaba nada. Acá sigue sin pasar nada (salvo las honrosas excepciones de los incansables luchadores por verdad y justicia, el trabajo admirable de los familiares y algunas acciones esporádicas en la búsqueda de la verdad por parte del gobierno). Ese silencio ratificó ominosamente la doble derrota de los plebiscitos contra la ley de impunidad.

Siempre que vuelvo a la lectura de Macbeth –la magistral tragedia de William Shakespeare, la historia de aquel príncipe que colmó la copa de horror y de sangre con sus crímenes y acaba siendo asaltado por los fantasmas de sus propias víctimas–, recuerdo la sentencia de uno de los críticos de esta obra: “El pasado siempre vuelve”. Gran verdad, que acá ha sido ignorada de forma desaprensiva o deliberada. Estamos sentados sobre muertos. Caminamos sobre muertos, exterminados de las formas más horribles y después desaparecidos. Ellos nos tienen o debieran tenernos mandatados.

Hace unos días, un general y candidato presidencial declaró que la tortura y desaparición de personas fue un “error” y que el militar que haga eso “se equivoca”. Hiela la sangre que alguien califique así un crimen execrable, sobre todo cuando se trata de alguien que hasta hace poco perteneció a la institución que ejecutó esos hechos horrorosos. A muy pocos se les movió un pelo ante semejante horror. O, más recientemente todavía, este personaje “no sabe y no contesta”, porque, según él, no debe hablarse del pasado; como si el presente no fuera una materialización a cada instante de todo nuestro pasado. Y un pasado del que, en su caso, se ha sido protagonista y responsable. Esto es expresión de iniquidad o, en la ejemplar definición de Hanna Arendt en relación con los verdugos del Holocausto, “la banalidad del mal”.

Vivimos una historia mal zurcida, en la que cada tanto van reventando pústulas de un horror inenarrable que como sociedad hemos ido cuidadosamente escamoteando.

Hay unos versos de Esquilo, el dramaturgo del siglo V a. C., pertenecientes al coro de una de sus tragedias, en los que se evoca con perfidia artística lo más siniestro de una guerra: “Ares, el cambista, devuelve cadáveres por hombres”. Es una imagen siniestra y verdadera, pero, con todo lo que pudiera aplicarse en nuestro caso, aún no alcanza. Porque acá ni siquiera hubo una guerra, al menos en el sentido convencional del término. Y, en todo caso, cuando se fueron perpetrando estos crímenes horribles, la supuesta guerrita ya había acabado hacía rato. Lo que hubo fue el ensañamiento de todo el poder del Estado, ejecutado con brutal sevicia contra un pueblo indefenso.

Declaraciones como las que invocamos deberían herir la sensibilidad y la conciencia ética de todos como el peor ultraje. La “normalidad” en que todos parecemos sobrevivir (y empleo deliberadamente el verbo) es insana y falsa. ¡Seis cadáveres encontrados casi 50 años después, de casi 200 desaparecidos! Y una cadena de mentiras sostenida con impudicia a lo largo de este tiempo, que no hace más que perpetuar los crímenes de lesa humanidad y el calvario de las familias de los mártires. En 2005, las Fuerzas Armadas comunicaron al Poder Ejecutivo que los restos de Eduardo Bleier habían sido cremados y arrojados al mar. Esto es, de por sí, un ultraje a la conciencia cívica del país y a la más elemental conciencia ética de todos.

Vivimos una historia mal zurcida, en la que, cada tanto, van reventando pústulas de un horror inenarrable que como sociedad hemos ido cuidadosamente escamoteando. Nos sigue quedando luchar contra la desmemoria, porque, como ya lo sentenció Benedetti en uno de sus libros de poemas, “el olvido está lleno de memoria”.

Eduardo Bleier, comunista y judío (doble estigma para la vesanía de sus verdugos), y sobre todo hombre ejemplar, entregó su vida por no traicionar a sus compañeros. Ello reconcilia con la condición humana. ¡Y a qué precio! A nosotros nos queda no olvidar ni callarnos. En uno de los relatos evangélicos, se registran estas palabras de Jesús, dirigidas a los fariseos: “Si ellos callasen, clamarían las piedras”. (Lc., 19, v. 40).

Hablemos antes de que las piedras clamen.

Juan Francisco Costa es profesor de Literatura.