Nací en Santiago de Chile a comienzos de 1975, en plena dictadura de Augusto Pinochet. Mi casa de la infancia fue el lugar donde a mis padres los pillaron el golpe de Estado, los allanamientos, las calles con tanquetas militares y patrullas policiales, los helicópteros sobrevolando las noches de la derrota. Es la memoria de todos mis familiares. Para los amigos de mis padres, para mis propios compañeros y hermanos, es el país que nos tocó conocer y recorrer como dentro de una película muda, en blanco y negro. Una cortina de humo detrás de la cual desaparecían personas, vecinos, amigos de amigos y conocidos, borrando en cada salida o vuelta las calles que creíamos conocer, y había que buscarse atajos para sobrevivir: aprender a perderse.

1989. Durante mi juventud, al terminar la escuela, mientras cursaba estudios universitarios, se vino lo que se conoció como democracia. Como telón de fondo, en reemplazo de la inseguridad, una férrea desconfianza, y ante la represión, un estado policial, uniformado y civil, que siguió tutelando los pasos de quienes, desde temprano, olieron que la apuesta de recomposición nada tenía de libertad, pues había sido pactada sin justicia, sobre una obligada convicción de que luego del fracaso socialista –la revolución de empanada y vino tinto de Salvador Allende–, el experimento neoliberal era la única salida. Se habló de una “teoría del chorreo”, por la cual, si a la clase económica le iba bien, al resto le iría bien. El país creció sin mirar al lado y, como una isla de esplendor, sólo aumentó la fortuna de unos pocos, mientras el resto naufragaba, con el agua hasta el cuello o cuando menos haciendo buches para no ahogarse a fin de mes. Porque, al decir de Violeta Parra, desde hace mucho antes, Chile limitaba al “centro de la injusticia”, y eso había quedado al descubierto.

Chile despertó

18 de octubre de 2019. Un día después de que un grupo de estudiantes saltara los torniquetes del Metro –símbolo insigne de la modernidad y del progreso–, una sola ha sido la consigna que se repite a lo largo de esta larga faja de tierra: “Chile despertó”. ¿Y es que el país estaba dormido? Al parecer, sí, sumido en el letargo del neoliberalismo, entregados sin saberlo a la pesadilla de una dictadura eterna. No fueron los 30 pesos de alza en el transporte subterráneo capitalino, sino la deuda que no acabó con la transición en estos 30 años.

“La de Chile es la historia anunciada de una bomba de tiempo. Detrás del milagro del consumo se estaba creando una masa de chilenos endeudados y enrabiados que, a la primera de cambio, descubrieron que habían vuelto a ser pobres, o que tal vez nunca habían dejado de serlo, si la pobreza es entendida como desprotección completa en educación, salud y pensiones”, declara en un lúcido análisis el escritor y periodista Pablo Azócar. Hace sólo algunas semanas, el cuestionadísimo presidente empresario Sebastián Piñera anunciaba: “Argentina y Paraguay, en recesión; México y Brasil, estancados; Bolivia y Perú, con una crisis política muy grande; Colombia, con un resurgimiento de las FARC [Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia] y las guerrillas [...] En medio de esta América Latina convulsionada veamos a Chile: es un verdadero oasis, con una democracia estable; el país está creciendo, estamos creando 170.000 empleos al año, los salarios están mejorando”. Usando la misma metáfora de los gobiernos de la llamada coalición de centroizquierda que gobernó el país durante 20 años: “Chile es una casa de bien en un barrio peligroso”, cavó su propia tumba como líder político. Admitamos que nunca gozamos de mucho afecto entre los países de la región, y esa imagen se propagó con descaro, pero como el refrán de que no hay mal que dure cien años, estalló todo en mil pedazos.

Fuego al capital

“Destruir en nuestro corazón la lógica del sistema” es un poema de 2001, del escritor José Ángel Cuevas:

HACERLE BROMAS PESADAS AL SISTEMA / bromas sangrientas, por ej. / Y si todos nos declaramos en estado de No Pago? / ¿Dejamos de comprar objetos en un mes corrido? / ¿Aplicamos una retirada en masa de las AFP (que hacen capital / con nuestros fondos rascados día a día)? / DESTRUYAMOS EN NUESTRO CORAZÓN LA LÓGICA DEL SISTEMA / Pero, ¿A TÍTULO DE QUÉ? / ¿Tú lo piensas así? Yo también. / Cierto / Pero pongámonos de acuerdo en apagar todos los televisores a la vez / Somos tantos que estamos de acuerdo / somos casi el 70,5% / ALGO PODRÍA PASAR SI NOS PONEMOS DE ACUERDO / EN LA HORA, EL DÍA, EL MES Y EL AÑO: / Más de algo podría pasar. / Más de Algo. / Espérate, pronto te llegarán instrucciones precisas.

Nadie estaba preparado para lo que ocurrió. Y lo que empezó en la capital, Santiago, durante los días que siguieron se extendió por todo el territorio, desde Arica a Magallanes. El escenario fueron las ciudades, las plazas, las calles, las avenidas, los centros comerciales, los malls, los bancos y las combinaciones de transportes.

Hay imágenes que tensionan y distorsionan con su efecto: el caos, el vandalismo, el descontrol. La televisión se encarga de cubrir los desmanes, pero la esencia, el motor de las movilizaciones, nunca. Entre tantos encuentros logran convivir, no sólo en sus discursos, mensajes y pancartas, todas las edades y géneros, hasta diríamos casi todas las clases sociales, en un país altamente clasista y desclasado. Me resuena en perspectiva el eslogan usado en Wall Strett en 2011: “We are the 99%”.

No es una broma, es en serio. Bienvenidos a este nuevo país que, contrariando a Charles Baudelaire, hoy parece un oasis de fulgor en lo que fuera un desierto de aburrimiento.

Una secuencia: en medio de un saqueo, aparece un sujeto portando un televisor plasma de varias pulgadas en su propia caja de embalaje, a un tiempo que le es arrebatado por la turba, que lo arroja a la fogata de una barricada. Esa es la reivindicación de las demandas y su lucha: prender fuego al capital en todas sus formas y valores.

Ahora es cuando

Esta mañana he vuelto a caminar por la ciudad, recorriendo hasta el punto más céntrico, la reconocida plaza Italia –se rumoreó estos días que bajo la estación de metro más grande, Baquedano, se hallaba un centro de detención y tortura–. A esta altura, van cientos de desaparecidos, más de 50 muertos, y la nada despreciable y simbólica suma de 142 personas con pérdida del globo ocular, producto de perdigones o balines de goma que usa la Policía para disuadir/reprimir a los manifestantes.

Hacer la deriva hoy, aparte de mirar la debacle luego del estallido social, es constatar que también una bomba de pintura golpeó a la ciudad, y lo que nos queda es leer esta nueva realidad, pues nada volverá a la normalidad, porque la normalidad era el problema: la calma, la angustia, la resignación, el silencio. Un grafiti que veo mientras avanzo lo sintetiza mucho mejor: “No era depresión, era capitalismo”.

Este país cambió, y ahora es cuando comienzan las verdaderas elecciones: unirnos y sentarnos a discutir para elegir cómo vivir el resto de los días. No es una broma, es en serio. Bienvenidos a este nuevo país que, contrariando a Charles Baudelaire, hoy parece un oasis de fulgor en lo que fuera un desierto de aburrimiento.