Hoy Chile se encuentra totalmente movilizado. El apodado “Jaguar de Latinoamérica” demuestra que bajo su bello pelaje de macroindicadores económicos subyace una profunda enfermedad sistémica: la desigualdad social, económica y política incubada desde el golpe de Estado militar hasta la actualidad. Un país latinoamericano que económicamente ha crecido desde los años 80 también ha escondido una profunda concentración de poder y recursos. Según el Instituto Nacional de Estadística, 1% de la población en Chile concentra 33% de los recursos y –según la Fundación Sol– sólo 0,01% de la población concentra 11,50% de los ingresos del país. Esto quiere decir que 1.800 personas, de un total de aproximadamente 18 millones, posee un ingreso per cápita que supera los 772.764,65 dólares mensuales. Este panorama ha puesto en evidencia que existen grupos minoritarios dominadores del mercado y también de la política, que se han encargado de decidir cómo se repartirá la torta, llevando a Chile a la posición 14 del ranking mundial de desigualdad elaborado en 2016 por el Banco Mundial.

Tal como menciona el historiador francés Fernand Braudel, es necesario remitir a la historia para poder comprender la actualidad de los fenómenos sociales. En este sentido, se debe comprender a Chile como el primer país en el mundo en implementar un modelo neoliberal; este proceso tiene lugar en plena dictadura militar de Augusto Pinochet, en la que evidentemente no existió posibilidad de diálogo ni debate público. El neoliberalismo ortodoxo implementado en Chile transformó el rol del Estado, transfiriendo muchas de sus obligaciones al mercado mediante subsidios y pagos. Tal como menciona el sociólogo chileno Carlos Ruiz Encina, el neoliberalismo chileno no elimina al Estado, sino todo lo contrario. El Estado aumenta su inversión, pero en un sentido sumamente complejo, debido a que opera como un ente no garante de derecho y, por lo tanto, subsidiario, que transfiere recursos a los privados para que se encarguen y lucren en materias como salud, seguridad social, educación, transporte público, etcétera. Los sectores políticos que cooptaron el Estado pertenecen a un pequeño grupo social que se enriqueció con la privatización de derechos sociales y construyó un modelo para autotransferirse recursos desde arcas fiscales a empresas privadas de forma “legal”; en otras palabras, un hoyo negro para las arcas fiscales y un paraíso para los sectores sumamente enriquecidos.

El neoliberalismo como modelo económico, social y político es institucionalizado en la Constitución de 1980, implantada en la dictadura militar y vigente hasta hoy. El profesor chileno Óscar Godoy explica este proceso, en tanto la finalización de la dictadura chilena refiere a una transición pactada a lo que se esperaba que fuese una democracia, pero que finalmente constituye –en lenguaje del sociólogo Manuel Antonio Garretón– una democracia incompleta, en la que coexisten esfuerzos e instituciones democráticas con enclaves autoritarios. En este sentido, se mantiene la Constitución de 1980 y, por consiguiente, se perpetúa el modelo neoliberal, que, por cierto, ha sido muy lucrativo para los sectores políticos que han gobernado desde la incompleta transición a la democracia. El modelo neoliberal busca generar una sociedad de consumo individualizada, en la que las personas deben competir no sólo por bienes de consumo, sino también por derechos sociales como la educación y la salud.

En este contexto histórico es que progresivamente Chile efectivamente se convirtió en un país con grandes indicadores macroeconómicos, pero profundamente desigual. Donde existen sectores pobres, sectores medios precarizados y un pequeño grupo de ricos interactuando en los diferentes planos de la vida cotidiana, donde indudablemente existe una desigualdad vivida, cristalizada no sólo en aquella violencia estructural que niega derechos sociales a sus ciudadanos, sino también en formas de observar en la calle, maneras de hablar, trato ante la ley y más.

El oasis chileno, el mito chileno, se cae a pedazos, y en esta crisis sale a la luz la verdadera realidad del país. La educación se entiende, según palabras del propio presidente Sebastián Piñera, como un bien de consumo en el que se constituyen verdaderas empresas educativas financiadas durante años por el Estado mediante pagos diarios por estudiante (subvención), relegando a los colegios públicos a una cantidad mínima de recursos a carga de los municipios y no del Ministerio de Educación. Hasta 2011, para ingresar a la educación superior debías ser millonario o contraer un préstamo con un banco; posterior a esto, y como resultado de las protestas del movimiento estudiantil, se logró avanzar hacia la gratuidad universitaria, que si bien ha permitido el acceso de sectores populares a la educación superior –como quien escribe–, se transformó también en otra estrategia de enriquecimiento para los dueños de universidades privadas.

La salud pública en Chile no tiene la capacidad de absorber a la población a la que se le hace un descuento mensual a su salario para salud y que realmente no recibe un servicio de calidad. En Chile a los pacientes con cáncer se los llama dos meses después de su muerte para su primera sesión de quimioterapia, las personas son hospitalizadas en los pasillos de los hospitales y los centros de salud del Estado no tienen los medicamentos, ni el personal, ni los insumos necesarios para poder tratar realmente a la gente. Como contraparte, existe un sistema privado con un alto estándar de atención, para el cual debes pagar todavía más. Además, existe una transferencia de recursos desde el Estado para el tratamiento de algunos pacientes.

El sistema de pensiones para adultos mayores es un abuso. Las llamadas AFP son una obligación, es decir, tú como ciudadano no puedes elegir estar o no estar dentro de este modelo. Te descuentan de tu salario todos los meses e invierten tu dinero; si la inversión gana, se distribuye la ganancia entre todas las personas y, obviamente, una ganancia va para la propia AFP, pero si la inversión pierde, son sólo los usuarios los que asumen la pérdida. Es decir, estamos obligados a ser prestamistas de capital y a pagar aparte una comisión por esa mala administración. Lo terrible del sistema es que, según la Fundación Sol, 90% de los pensionados reciben 200 dólares o menos. Un dinero que claramente no se condice con una vida de trabajo y que precariza la vida de los adultos mayores, que hoy en día siguen trabajando eternamente para poder vivir, en ferias de fruta, como empaquetadores en supermercados o como jardineros municipales. Las tasas más altas de suicidio del país se concentran en mayores de 70 años, cotidianamente vemos noticias de abuelitos que se suicidan porque la pensión no les alcanza para comer, en Chile nuestras madres y padres trabajan hasta los 80 años, porque simplemente no les alcanza el dinero para vivir.

En este marco, el 4 de octubre de 2019 se informó sobre una nueva alza del transporte público en la capital, que llegaba a 830 pesos mensuales en hora pico, lo que equivale a aproximadamente 1,2 dólares por tramo. Esto se traduce –según la Fundación Sol– en un gasto mensual de 20,7% del salario mínimo vigente sólo para transporte público. Aquellos anuncios generaron una inmediata respuesta desde el movimiento estudiantil de secundaria, que comenzaron a realizar jornadas de evasiones masivas al transporte público. El 15 de octubre, nuevamente estudiantes, bajo la consigna “Evadir, no pagar. Otra forma de luchar”, abrieron las estaciones para que la gente utilizara el metro sin pagar. ¿La respuesta del gobierno de Piñera? Criminalizar la protesta social e invocar la Ley de Seguridad Interior del Estado. Sin entregar ninguna solución, llenó las estaciones de metro de carabineros de las Fuerzas Especiales.

El viernes 18 de octubre la situación no dio para más y toda la red de metro de Santiago debió cerrar sus estaciones. No sólo la ciudad entró en caos; los clivajes de un modelo salvaje comenzaron a aunarse en un gran socavón que logró llevar al neoliberalismo chileno a un punto sin retorno. Desde La Moneda, Piñera decretó el estado de emergencia y, por primera vez desde el retorno a la democracia, volvieron a salir a la calle el Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea, y se decretaron toques de queda sin ninguna base normativa constitucional. Por la televisión abierta y públicamente, Piñera dijo: “Estamos en guerra”. Se declaró en guerra contra sus propios ciudadanos. Chile había despertado. 30 años de abusos habían colmado la paciencia del país.

El 25 de octubre, luego de una serie de violaciones a los derechos humanos por parte de las Fuerzas Armadas y de una agenda social cuyo principal objetivo era profundizar el modelo, marcharon 1.200.000 personas sólo en la capital, y aun más si sumamos todas las capitales regionales. El problema ya no eran los 30 pesos –nunca fueron los 30 pesos–, sino la precarización de la vida. Los ciudadanos salieron a la calle para decirle a Sebastián Piñera: “No estamos en guerra, el modelo neoliberal no da para más y la militarización no puede continuar”. Luego, en todas las regiones hubo multitudinarias marchas todos los días. Incluso, el 8 de noviembre se congregaron nuevamente cerca de 1.000.000 de personas, la movilización social no decayó, y las peticiones cuestionaron directamente la legitimidad de la Constitución de 1980.

Al 11 de noviembre, el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) constató 2.009 heridos en hospitales, 1.071 heridos por armas, 197 personas con heridas oculares, 5.629 detenidos, 52 querellas judiciales por violencia sexual, 192 por torturas, seis por homicidio frustrado y cinco por homicidio contra agentes del Estado; un total de 283 acciones judiciales por violaciones a los derechos humanos (hubo casos de detenidos crucificados en antenas de comunicación). El Colegio Médico denunció públicamente amenazas para presentar sus cifras: han atendido a 151 personas por heridas causadas por perdigones en ojos, con resultado de pérdida ocular, y 3.500 lesionados. 23 personas han fallecido desde el inicio de las protestas.

La Policía ha informado de varias personas que murieron calcinadas en saqueos a supermercados; entre ellas, José Arancibia Pereira, de 74 años, una persona con Alzheimer que se había extraviado el viernes 25 de octubre y apareció calcinada dentro de un supermercado que había sido saqueado; Joshua Osorio, de 17 años, que apareció muerto luego del saqueo a la fábrica Kayser, con tres orificios en el tórax que no fueron investigados en su autopsia; y César Mallea, que apareció muerto en una comisaría, luego de ser detenido en un toque de queda. ¿La versión oficial? Suicidio. ¿La verdad? No la sabemos. La familia exige la presencia del INDH en la autopsia. El 25 de octubre, la jefa del Servicio Médico Legal denunció públicamente que intentaron removerla de su cargo al informar que los cuerpos calcinados encontrados en supermercados tenían otra causa de muerte, diferente del fuego.

Chile necesita a la comunidad Internacional. Chile exige dignidad, salud, pensiones dignas para los adultos mayores, educación de calidad, una nueva Constitución, no más abusos. Por eso están violando nuestros derechos humanos, dejando jóvenes y adultos sin ojos, torturando y asesinando. ¿Sebastián Piñera tiene tanta ambición de poder como para causar tanto dolor y sufrimiento a su propio pueblo?

El pueblo chileno, la gente de Chile, sueña con un país mejor, un país más justo, un país digno.

Iván Ojeda Pereira es estudiante de Sociología de la Universidad de Chile.