Los discursos sobre la asociación entre pobreza y violencia (no de la pobreza como violencia que sufren diariamente los pobres, sino de los pobres como seres violentos) son discursos ampliamente difundidos. No parece resultarnos extraña la vinculación de la violencia con el desarrollo del cerebro y del lenguaje desde la más temprana infancia; tampoco el presupuesto de que la pobreza –entendida como contexto sociocultural desfavorable al desarrollo– condicione tanto la capacidad de expresarse como la capacidad de generar empatía. Hace unos meses, por ejemplo, en un titular de prensa (tras una entrevista con el doctor en psicología y especialista en dificultades de aprendizaje Ariel Cuadro) se sugería la idea de que el lenguaje empobrecido –en tanto escasa disponibilidad léxica– es una marca de marginalidad que no da lugar más que a conductas violentas. Esta idea reduce la investigación científica a un esbozo lineal y simplista.

Esto es tanto más complejo en el caso de los y las jóvenes privados de libertad, de quienes se ha dicho que no manejan más que 20 vocablos y que en algunos casos sólo emiten sonidos guturales. Esto se usa para aducir incapacidad de pensamiento y falta de empatía por parte de estos jóvenes y para argumentar la gran dificultad que tiene la sociedad para garantizar su educación. Sin embargo, sí se los ha juzgado suficientemente inteligentes y capaces como para responsabilizarlos de las acciones por las que la Justicia los privó de su libertad.

Esta perspectiva desconoce la compleja trama que relaciona lenguaje, pensamiento y realidad; individualiza y presenta como unidimensional un fenómeno socialmente complejo como la violencia; y sitúa a las personas que reconoce como marginales en un estado restringido de humanidad. También evita la pregunta sobre las violencias estructurales –institucionales, materiales, físicas y simbólicas– que se ejercen sistemáticamente sobre esos sectores de la población.

Es así que diversos tipos de discursos establecen la relación entre la cantidad de vocablos que ha adquirido una persona a cierta edad con las capacidades cognitivas que podrá desplegar más adelante. Esta idea parece caber bastante cómodamente en un sentido común que no solemos cuestionar. Además, el uso que se hace de este tipo de estudios (si se divulgan y adoptan ligeramente en campos como el educativo) sentencia a los niños, niñas y jóvenes, que no han llegado a la “normalidad” correspondiente a su edad, a una larga secuencia de fracasos irremediables a posteriori. Cuando este argumento se cruza con el factor “contexto sociocultural”, el cóctel está completo. Se sostiene lo que ya se sostenía, y eso es muy tranquilizador: joven pobre = joven violento.

Concepciones de este tipo, en las que el déficit es construido como un dato a priori en la biografía de algunos –vinculado con el contexto en el que crecen y viven niños, niñas y jóvenes–, funcionan en el ámbito educativo más como límite paralizante que como aporte a la acción educativa. Lo que producen es la naturalización del “fracaso escolar”, más allá de cualquier consideración estructural o vinculada a las lógicas de funcionamiento del sistema educativo.

Pero, por otro lado, ¿qué estamos entendiendo por violencia, conductas violentas o falta de empatía? ¿Somos justos, empáticos, no violentos con estos niños, niñas y jóvenes cuando, a raíz de su condición económico-social o de su amplitud léxica, los juzgamos irrecuperables?

Buscamos alertar sobre el peligro que implica que ciertas lecturas del discurso legitimado de la academia o de la ciencia establezcan relación entre un grupo humano y una característica que cuestiona o disminuye su humanidad.

Si la lógica punitivista se acepta como necesaria ante la violencia de esos jóvenes, estamos colocando en ellos la “acción” violenta y en la fuerza represiva de todo el aparato institucional que se les volcará encima la “reacción”, asumiendo que la cuestión está en que, si ellos no fueran violentos “primero”, tampoco nos veríamos nosotros obligados a serlo. Desde esta lógica no somos capaces de ver e interrumpir el ciclo de violencias.

En un momento en el que más de 46% de los adultos del país se manifestó dispuesto a reformar la Constitución clamando por penas más severas, es imprescindible cuestionar lo que se produce cuando los medios de comunicación presentan y direccionan este discurso aparentemente legitimado por la academia o las autoridades. Entendemos que desde esa mirada simplificada se presenta la correspondencia pobreza-violencia como dada e incuestionable, con lo cual se naturalizan los mecanismos de reproducción de la desigualdad y las múltiples violencias a las que se somete a las y los jóvenes pobres. No sólo eso, sino que también se construye y reproduce el argumento que sustenta las políticas públicas represivas y punitivas como única opción posible para responder a una realidad que parecería no presentar alternativas.

Lo preocupante no es, entonces, que desde algunas disciplinas científicas se produzca conocimiento sobre lo que facilita o dificulta la generación de conexiones neuronales. Lo que interesa discutir es el uso que se hace de los resultados de algunos estudios científicos como máximas que nos exoneran como sociedad de la necesidad de entendernos como iguales.

En este sentido, buscamos alertar sobre el peligro que implica que ciertas lecturas del discurso legitimado de la academia o de la ciencia establezcan relación entre un grupo humano y una característica que cuestiona o disminuye su humanidad: este ha sido el argumento final de las formas de explotación, opresión y exterminio más terribles de nuestra historia.

Amparo Fernández y Gabriela Rodríguez Bissio son docentes investigadoras de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad de la República.