Cuando pasen algunos años y los historiadores y los analistas políticos tengan la suficiente perspectiva como para analizar los acontecimientos de estos días, no es difícil que los juzguen como una triste y descarada experiencia de patoterismo político. A nadie escapa que la instauración del mecanismo del balotaje se realizó como una previsora artimaña o campaña de vacunación política, por parte de los sectores más conservadores y reaccionarios, para evitar que la endemia de la izquierda siguiera afectando (o infestando) el sistema político uruguayo. Lo de “patoterismo político” es una figura fácilmente asimilable a las antiguas, y no tanto riñas en el fútbol de campito, en donde los más chicos se juntaban para darle entre todos una soberana paliza al más grandulón que, para colmo de males, era el dueño de la pelota.
Si apegados al sistema democrático, como somos y nos sentimos, no hubiese jugado el mecanismo del balotaje, hubiese bastado, como realmente bastó, con los resultados bien, pero bien democráticos de la primera vuelta, para saber cuántos son y quiénes son los que quieren hacerse de la pelota y del campito. Pero legitimar una democracia con esa pureza les resulta realmente imposible a quienes se saben perdedores, porque su misma condición se lo impide. Solamente poniéndose de acuerdo con los más chicos del campito y convenciéndolos de que “juntos seremos millones” será posible superar semejante obstáculo y derrotar al equipo del grandote incómodo, por lo menos, cinco a uno. Basta ya de poner como excusa que la democracia es una quimera que no puede ser llevada a la práctica y entonces hacen lo que hacen sin el menor pudor y a la vista del mundo. Construir el futuro mirando a los orígenes no significa quedarnos atrapados en los viejos logros de los antiguos blancos y los antiguos colorados, sino seguir buscando lo que ellos buscaron, pero con herramientas y medios adecuados a la realidad de hoy, como lo viene haciendo la izquierda uruguaya desde hace 15 años. Por eso pienso, creo que con bastante claridad que, en los tiempos que vienen, la línea divisoria entre lo progresista y lo reaccionario no será una línea que pase por la edad de los jóvenes o de los veteranos, sino por la virtud política.