En una nota de opinión, publicada antes del balotaje, señalaba: “Por diversas razones, legítimas muchas de ellas, la gran grieta es entre la gente y la política; muchos la ven como algo lejano, abstracto. Sin embargo, todo esto es política”. De este modo, trataba de explicar cómo un proyecto político que gobernó el país durante los últimos 15 años, con importantes logros, fundamentalmente en materia económica y de derechos, que mejoraron la calidad de vida de la población, sufría la falta de apoyo popular para su continuidad. Las elecciones nacionales pasaron y efectivamente se concretó un cambio de rumbo que puso fin a la denominada “era progresista”.

El gobierno electo tiene varias particularidades, algunas notoriamente contradictorias, otras muy obvias. En términos de apoyo popular parece ser un gobierno débil, dado que, a pesar de sumar a cinco partidos políticos, no alcanzó 50% de los votos en la segunda vuelta y la diferencia de votos con la otra fórmula es de aproximadamente 1,5%. Esta debilidad se incrementa si se considera el peso propio del partido político del presidente electo, que ronda el 29% y que depende del buen funcionamiento de la novel coalición multicolor para tener gobernabilidad.

El presidente electo será el más joven que haya tenido el país y será acompañado por la primera mujer elegida como vicepresidenta; esta clara señal de renovación en el sistema político es muy importante y positiva; sin embargo, estos aspectos no garantizan por sí solos políticas renovadoras. Tal es así, que hay señales que parecen ir en dirección opuesta: por ejemplo, la concepción en términos de seguridad que representa el designado ministro del Interior o la concepción retrógrada en cuanto a la educación mixta que representa el futuro ministro de Desarrollo Social. Asimismo, las señales que se han dado con respecto a las políticas económicas parecen responder a recetas ya conocidas en el pasado que, por vía de ajustes, incrementos de tarifas y políticas cambiarias, afectarán a los trabajadores y a los más vulnerables. La falta de claridad en las propuestas programáticas que aplicará el nuevo gobierno y lo que, con cuentagotas, sabemos de su primera megainiciativa, la ley de urgencia, inauguran un ciclo en el que, en la mejor interpretación posible, la incertidumbre gobernará.

En esta coyuntura la construcción del relato ocupa un lugar particular, tanto el del gobierno que se va como el del que entra. El actual gobierno tiene un relato mayoritariamente positivo para hacer: muchas de sus políticas mejoraron las condiciones de vida de las grandes mayorías. Estas fueron aplicadas desde la perspectiva de derechos, lo que significó el reconocimiento y el ejercicio de la ciudadanía.

Claro que se cometieron errores; por ejemplo, las respuestas en materia de seguridad pública, la magra respuesta a las carencias del sistema carcelario, la falta de respuestas contundentes ante situaciones particulares de corrupción, en el amplio sentido del término, o las respuestas en materia ambiental en tanto contradicción con los modelos de desarrollo. Quizá también se perdió una batalla cultural, en el sentido de hacer sentir a la gente parte del proceso. Se alimentó la idea desde el oficialismo de que la cantidad de autos 0 km o plasmas vendidos, o los viajes al exterior, daban cuenta de los cambios. Por supuesto que una población con mejor poder de compra es un dato positivo en términos económicos, pero no alcanza. Menos alcanza si la orientación del gobierno que promueve ese consumo es de izquierda. Ese consumo tiene necesariamente que ser leído en el conjunto de las políticas de derechos. Si ese proceso no es acompañado de más y mejor educación, más y mejor cultura, más y mejor salud, más y mejor acceso a la vivienda, más y mejor convivencia, más y mejor democracia, no representa por sí solo ningún cambio. Tampoco se sostiene en el tiempo y queda a merced de los avatares económicos y de las falsas promesas electorales de creación de fuentes de trabajo, de bajas de tarifas, de prosperidad.

Tenemos el desafío de convivir democráticamente, cada uno con su visión y convicción. Podremos hacerlo si y sólo si combatimos la grieta y preservamos la política como la principal herramienta de transformación social.

El gobierno entrante está construyendo un relato de caos: que el país está mal, que las cuentas están desordenadas, que las políticas impulsadas en los últimos 15 años deben ser revisadas, que hay que auditar toda la administración pública. Parece razonable que un gobierno que entra quiera saber dónde está parado, lo que no parece tan razonable es que no tenga claridad en sus propuestas y su discurso continúe siendo de oposición.

En el terreno de las obviedades queda claro que la futura administración aplicará nuevas políticas de acuerdo a su orientación ideológica o a sus múltiples orientaciones ideológicas. Lo que no es tan obvio es que esas políticas favorezcan a las grandes mayorías ni que tengan la voluntad de preservar aquellas políticas que tienen perfil de políticas de Estado o que ya han calado en la población; por el contrario, parece haber cierto espíritu refundacional o restaurador, mezclado, además, no sólo con aspectos conservadores y tradicionales de la política nacional, sino también con nuevas enunciaciones del poder, como las multinacionales evangélicas o la corporación militar que hoy están representadas en el Parlamento, y que aún tienen que dar muestras de su vocación democrática.

Resulta destacable que en medio de estas tensiones, propias de los procesos de transición, en un continente en llamas, Uruguay refleje su fortaleza institucional. Legítimamente se concretó un cambio de rumbo en la orientación del gobierno, quedando un país casi dividido en dos. Como sociedad tenemos el desafío de convivir democráticamente, cada uno con su visión y convicción. Podremos hacerlo si y sólo si combatimos la grieta y preservamos la política como la principal herramienta de transformación social, si logramos verla más cercana y menos abstracta. No me refiero a la política partidaria, de rígidas estructuras; me refiero a la política que hacemos los ciudadanos de a pie todos los días, en nuestras casas, barrios, trabajos, ciudades. La que hacemos por aquellas cosas que nos mueven y que defendemos. Para fortalecer nuestra democracia no sólo tenemos que votar; tenemos que participar, que organizarnos, que tender puentes entre los movimientos sociales y los partidos políticos, pero también entre la política y nosotros mismos.

Federico Sequeira es docente e investigador en políticas culturales en el Centro Universitario de la Región Este (Udelar).