Hace 60 años, un profesor estadounidense se propuso un sencillo experimento mental: ¿qué pasaría si cada ciudadano comprendiera de antemano qué resultado irían a producir las propuestas de gobierno de los distintos partidos políticos, y si además cada partido estuviera al tanto de esta lucidez ciudadana y su único objetivo fuera ganar las elecciones? El resultado es claro: como cada ciudadano cuenta con un voto, los partidos propondrían un programa que consiguiera una mayoría de apoyos, sin importar quiénes son los ciudadanos que conforman esta mayoría. Además, ni siquiera sería necesario hacer campaña para convencerlos: la gente sabría lo que le conviene votar y no habría persuasión posible.

Este supuesto de “información perfecta” está muy lejos de la realidad. Es muy difícil para los ciudadanos hacerse una idea de cómo podría afectar sus vidas que uno u otro partido gobierne. En el mundo real tenemos un espacio para el intercambio, el debate y la persuasión bien entendida, y, por supuesto, también hay espacio para la mentira y la manipulación a como dé lugar. En la variopinta tierra de la comunicación política trabajan entonces muchos publicistas, politólogos, formadores de opinión y periodistas, además de ser también una oportunidad de negocios para los grandes medios de comunicación.

Por lo tanto, para conseguir votos hay que persuadir, y el poder de persuasión depende de la plata que pueda comprarlo. El reconocido periodista Hugo Alconada Mon –conservador por sus ideas políticas y por dirigir el archiconservador La Nación– estima que en el caso de Argentina una campaña presidencial cuesta 100 millones de dólares. También reconoce que todo tiene un precio y que el segundo rubro de gasto de campaña es la “compra de periodistas”, que cobran desde pautas publicitarias hasta por hacer entrevistas, formular preguntas benévolas, castigar a un rival o simplemente callarse algo. Como detalle decorativo, agregó que en la última elección la entrevista más cara la pagó Mauricio Macri y le salió más de 40.000 dólares.

Ahora bien, ¿de dónde sale tanto dinero? Bueno, sólo puede salir de aquellos que tienen mucho y alguna buena razón para dárselo a un partido. Según Alconada, todos los políticos les piden a las grandes empresas; Macri, por ejemplo, les dijo a los empresarios que le dieran 1% de su patrimonio y, si es posible, “que se lo dieran en negro”. Mientras tanto, en las elecciones brasileñas de 2014, las diez principales empresas aportantes financiaron la campaña de 70% de los diputados que tuvieron éxito para ser elegidos. El grupo minero Vale, asociado a dos terribles tragedias humanas en los últimos tres años, aportó casi 18 millones de dólares para las campañas de 85 diputados electos.

Ahora bien, ¿por qué lo hacen? ¿Acaso buscan contribuir con la democracia? En nuestras sociedades las empresas económicas están orientadas al lucro, en especial las más grandes y exitosas. Por eso, si entregan dinero a un partido es porque piden algo a cambio. Lo que piden y consiguen son decisiones políticas que las favorecen. Las empresas no regalan el dinero: lo cambian por influencia política. Eso opinaba Anthony Downs, el profesor del experimento mental del principio de esta nota: en las democracias contemporáneas el poder político no se reparte en partes iguales entre los ciudadanos; en cambio, poder económico = poder político.

Y dada la enorme desigualdad económica, el poder político también resulta muy desigualmente distribuido; vivimos en democracias con minúscula. En 2014 el grupo Vale invirtió 800.000 dólares en la campaña de un solo diputado, del Partido de Minas Gerais, que, ¡oh casualidad!, fue presidente de la Comisión de Minas y Energía de la Cámara de Diputados. Esta minera es la misma que hace apenas tres años protagonizó la tragedia de Mariana, cuando la rotura de un embalse barrió 1.700 hectáreas de bosques y causó 19 muertes.

Con este antecedente, en la región de Brumadinho, también en Minas Gerais, existía gran preocupación por parte de distintos activistas sociales y la población en general, dada la existencia de otra enorme explotación de Vale. Hace menos de dos meses, hubo entonces una reunión en la Cámara de Actividades Mineras del gobierno de Minas Gerais, donde consta en actas que un especialista del Ministerio de Medio Ambiente (el mismo ministerio que Bolsonaro prometió eliminar) advirtió que el emprendimiento de Vale en Brumadinho implicaba riesgos.

Sin embargo, la empresa consiguió que la cámara aumentara su licencia de explotación como resultado de esa misma reunión. Hace sólo una semana, el gobernador de Minas Gerais, que en su campaña habló de las quejas de los empresarios por las trabas políticas y ambientales que retrasan las inversiones en minería, anunció la ampliación de explotaciones mineras en Brumadinho. Dos días después, uno de los diques de Vale en Brumadinho se rompió y 12 millones de metros cúbicos de desechos arrasaron la región. Hasta el momento se confirmó la muerte de 121 personas, además de 239 desaparecidos. Por la toxicidad de los desechos, las consecuencias ambientales y sanitarias de largo plazo son imposibles de ponderar.

En nuestras democracias los políticos recurren al dinero de los empresarios para hacer campaña y conseguir votos. ¿Será fácil que un político se oponga a la presión o los requerimientos de las empresas que financiaron una campaña millonaria? Por el contrario, parece difícil que las regulaciones públicas a la actividad económica sean eficientes y consigan un desarrollo sostenible, si el poder económico se vuelve poder político, en una economía orientada por un afán de lucro insostenible, vistas sus consecuencias humanas y ambientales.

La solución del problema de fondo está muy lejos y requeriría prácticas económicas completamente diferentes de las imperantes. Entonces, no falta quien culpa a nuestras democracias por lo acontecido. No nos engañemos: nuestras democracias, aunque con minúscula, suponen al menos algunos controles y garantías contra estos desastres. La mejor respuesta de corto plazo radica en transformar la democracia y transitar hacia una Democracia más profunda, en la que el poder económico no se vuelva automáticamente poder político. Para eso es imprescindible controlar el volumen de dinero privado que se invierte en la política, facilitar fuentes de financiamiento públicas y cristalinas, regular el volumen y el carácter de los aportes privados a las campañas y hacerlos menos necesarios, mediante una urgente democratización de los medios de comunicación.

Federico Traversa es doctor en Ciencia Política por la Universidad de Salamanca y docente de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República.