El año pasado se escribió y se discutió mucho sobre la educación en diferentes espacios: actos, congresos, diarios. De todo lo compartido y expresado, podemos reconocer que el colectivo involucrado acuerda que la educación es un derecho humano fundamental y que tiene una importancia estratégica en el desarrollo de la sociedad en todos sus ámbitos.

En este sentido, reconocemos todo lo que se ha avanzado desde 2005 hasta la fecha. No hay duda ni se pueden discutir los logros. Sin embargo, no podemos dejar de señalar que hay nudos que aún no hemos logrado desenredar. Esta situación es, sin duda, resultado de diversos factores más o menos complejos que interactúan. Desde nuestra perspectiva, aceptamos y reconocemos que si decimos que la educación, como derecho humano, nos hace libres, la primera pregunta que deberíamos formularnos es qué es ser libre y, por otro lado, qué abarca esta libertad. En consonancia, nos planteamos una primera duda en relación con el alcance de la libertad, es decir, si realmente somos tan libres y también, si es tan libre la libertad. Estos cuestionamientos, que parecen algo retóricos y tal vez demasiado bizantinos, los entendemos sustantivos. Sin embargo, en este momento solamente los dejamos planteados, como parte de futuras elucubraciones, ineludibles e indispensables en un debate ideológico aún insuficiente.

Nos reconocemos como organismos instituidos sujetos por la acción de la cultura, en particular y sustancialmente por la acción del lenguaje, y en este punto está la cuestión: el lenguaje y su relación con la libertad, dimensión variable, sujeta a las multiplicidades del poder.

Entonces, si la libertad se encuentra en una relación dialéctica, instituyéndose en la educación como acción liberadora, es imposible pensar la discusión asépticamente. Insistimos en que es inadmisible sostener esta premisa de un debate por fuera de lo ideológico, dado que los actores que intervienen integran el mundo de las emociones, los intereses, los amores, los deseos, las frustraciones. Se introduce siempre y sin inhibición la cuestión del poder con su insoslayable acción. Acción que elige una determinada metodología de trabajo, con objetivos definidos según su visión de la realidad y aspiración y representación de intereses. Con estos elementos, no se puede entonces afirmar, de ninguna manera, la posibilidad de pensar la complejidad de la educación sin introducir la idea de sociedad, de valores y de intereses involucrados.

En este sentido, pretendo expresar o hacer algunas consideraciones que sé incipientes en relación con un tema complejo y vasto pero, creo, de urgente consideración.

El tema de la educación exige, sin más demoras, continuar con un debate que devenga en transformaciones que produzcan, en consecuencia, una ruptura epistemológica. Ruptura imprescindible para poder pensar y actuar en forma crítica hacia la construcción de un nuevo sistema educativo, que asegure la enunciación de la educación como una praxis indispensable, en permanente revisión y que conduzca en consecuencia a la emancipación del sujeto, en términos de esa relativa libertad que mencionábamos. Afianzamos nuestra convicción de que sólo es posible lograrlo en términos de un proceso complejo, intenso, reconociendo la dimensión histórica, lo construido a lo largo del tiempo, contextualizado en una realidad determinada que habilita a proyectarnos, haciendo verdaderamente un ejercicio creativo y valiente.

Nos encontramos en una permanente disputa, con una tendencia clara a situarnos, como se dice comúnmente hoy en día, en una zona de confort; sin embargo, es urgente sacudir la modorra y con valentía reconocer los nudos y los avances indiscutibles que han sucedido, reconociendo la historia como experiencia contextualizada y, por lo tanto, no rígida, no permanente en el sentido de dogma, sino que su permanencia se sostiene como andamiaje imprescindible del cambio necesario.

Cuando reiteramos que la educación debe ser emancipadora, esta enunciación compromete contenidos, métodos, la formación de los educadores, es decir, la totalidad del sistema. Nuestro sistema educativo sigue siendo –por contenidos pero sobre todo por metodología, recursos técnicos, aspectos edilicios, entre otros– propiciador de un pensamiento fraccionado, simplificador de la realidad. La incomunicación entre los subsistemas, la fragmentación curricular, las permanentes dicotomías mente-cuerpo, emoción-razón, son evidentes en la cotidianidad educativa, se las observa en el día a día y están plagadas de acciones que no favorecen la ruptura que mencionamos anteriormente.

El discurso políticamente correcto está planteado; sin embargo, en los hechos lo correcto aún está por verse. Más allá de esto, no podemos negar las experiencias que se registran en algunas instituciones, aunque estas son mínimas en el contexto global. Y otras, que sabemos que existen, transitan por zonas de “clandestinidad” que no habilitan su exteriorización.

En este marco es que vamos a introducir el tema que insinuamos al principio de este artículo, que refiere a la extrema separación entre el sistema educativo y el sistema de salud. Lo vamos a considerar desde uno de los problemas más urgentes que surgen: las “dificultades” en los aprendizajes y/o conductuales en la infancia.

El tema en cuestión es de una complejidad tan inmensa que no podemos abordarlo en toda su dimensión en esta nota, por eso haremos solamente un señalamiento muy escueto de algunos de estos problemas, reconociendo el recorte del tema que estamos haciendo y afirmando que queda mucho por pensar, compartir, reflexionar y, en consecuencia, hacer.

Existe cierta unanimidad acerca de que los problemas que se observan en los aprendizajes y en la conducta son el primer motivo de consulta en la infancia en el sistema de salud. Lo que sucede hoy en el ámbito educativo es el resultado de un entramado de factores colectivos e individuales que se construyen a partir de una realidad histórica, condicionada por factores económicos, sociales, culturales, políticos, biológicos. Con esto queremos insistir sobre la premisa que mencionamos al inicio de este artículo en relación con la construcción del sujeto: devenimos sujetos en tanto entidad biológica subjetivada, es decir, lo biológico supeditado al dominio social, a la acción de la cultura. El modo en que se entienden y atienden estas problemáticas –el método usado, las estrategias terapéuticas, etcétera– refleja qué concepción de sujeto tenemos y, por lo tanto, también el reconocimiento de la génesis de sus sufrimientos. En un mundo globalizado, a favor de un sistema perverso que privilegia las ganancias y mercantiliza toda producción humana, no se puede pensar ingenuamente que los modos, las herramientas e instrumentos que elegimos en relación a esta problemática quedan por fuera de esta lógica. En ese sentido, vemos cómo innumerables niños, niñas y adolescentes quedan atrapados y condenados en categorías diagnósticas construidas desde recintos lejanos o no tanto. Se clasifican los padecimientos desde una perspectiva globalizada, generalizando el sufrimiento a modo de producir diagnósticos, por ejemplo, en una lógica de fordismo, negando la subjetividad, la singularidad y los efectos sociales y de la cultura sobre lo biológico. Si nos quedáramos únicamente en ver lo biológico estaríamos negando la diversidad y estaríamos entendiendo lo humano en su carácter más primitivo y primario.

Desde esta lógica perversa, en la que prevalece una mirada biologicista, se construyen modos de atender estas problemáticas en forma unidireccional y centrando toda la atención, la mayor parte de las veces, en el sujeto que consulta y no en el variado entramado de las relaciones familiares y sociales en general, omitiendo las condiciones de vida materiales que actúan sobre una cotidianidad compleja, multifacética, que en primer lugar no se debe comprender en términos simplificadores y pragmáticos, sino de real comprensión de la diversidad de factores que interactúan. En esta lógica perversa, en la que aún funcionamos, de un modo mecánico y casi sin fundamentos, sólo por una inercia funcional al sistema, sacamos del ámbito educativo al niño, niña o adolescente y lo trasladamos al sistema de salud, patologizando antes de comprender, generalmente con falta de diálogo en derivaciones no responsables, totalmente automatizadas.

El Sistema Nacional Integrado de Salud (SNIS) plantea el fortalecimiento del primer nivel de atención con una perspectiva de atención primaria. Esto significa que se reconoce que alrededor de 80% de las consultas en salud se resuelven en el primer nivel. Este nivel hace referencia al trabajo en territorio, en la propia comunidad, lo que facilita la atención, pues no exige traslado y permite, en primer lugar, comprender en territorio la complejidad del problema. Por otra parte, esto permite vincular, en el caso del motivo de consulta al que estamos haciendo referencia, a los distintos actores. La experiencia nos indica que en muchísimas oportunidades se encuentran recursos y se inventan dispositivos singulares de atención y/o acompañamiento, optimizando los recursos en la educación y en la salud.

Los procedimientos que se continúan realizando, en contradicción con los fundamentos del SNIS, siguen negando, de hecho, las múltiples causas que coexisten, pero además de esto sucede un hecho gravísimo: la negación de la flexibilidad del desarrollo y pensar en términos de maduración. Actuamos muchísimas veces como si estas dimensiones fueran sinónimos, cuando son completamente diferentes: la maduración está comprendida en el complejo proceso de desarrollo. Este accionar, tan errado, se basa fundamentalmente en una concepción globalizada del desarrollo, negadora de las singularidades y que, por otra parte, define normalidades funcionales al sistema mercantilizado que impera. Queremos insistir en que funcionamos en una permanente contradicción que niega estos avances, que distinguen y especifican estos procesos ya reconocidos científicamente.

A este distanciamiento entre el sistema educativo y de salud, fatal en términos hasta de economía de recursos, y expresión de una fragmentación simplificadora de la realidad, consecuente con una visión unilateral y mercantilizada, se agrega, para afianzar esta situación, instituciones fosilizadas, responsables de la formación de docentes y técnicos que contribuyen a esta realidad.

Cuando planteamos que en los avances logrados se ha construido un discurso políticamente correcto, nos referimos a que es indudable el avance, pero lamentablemente muchas veces en términos declarativos, lo que no es menor; sin embargo, faltan aún acciones concretas, que permitan romper determinadas lógicas de poder instaladas en nuestras instituciones y que favorezcan avanzar hacia un espacio de discusión ideológica y epistemológica que nos habilite a dar el salto definitivo hacia un sistema de atención a la infancia en términos humanos. Debemos atender la diversidad, la complejidad, aceptar y poder construir dispositivos sensibles, dialógicos y en permanente revisión, acordes a los procesos singulares y colectivos interrelacionados.

Débora Gribov es licenciada en Psicomotricidad y directora del programa Apex-Udelar.