El almanaque nos trajo febrero y, al tiempo que nuestra principal avenida se viste de lucecitas de colores, comienzan a sonar con mayor intensidad a lo largo de los barrios de nuestra capital las lonjas y los coros murgueros. Esta irrupción estética de una fiesta popular en el ágora viene aparejada de la instalación de los típicos debates de la polis, por lo que, en un año electoral, resulta especialmente interesante advertir la dimensión política de los espectáculos artísticos de la fiesta de Momo.
Seguramente a lo largo de nuestras vidas todos hayamos escuchado caracterizar a la murga como “la voz del pueblo”. En lo que me es particular, entiendo que eso constituye una afirmación temeraria en tanto reconocer una única voz del pueblo resulta un acto totalitario, excluyente, invisibilizador de otras voces y negacionista de la serie de obstáculos reglamentarios y económicos que existen para poder llegar a un escenario carnavalero.
No obstante lo anterior, es claro que las murgas a lo largo de las últimas décadas se han constituido en espacios de militancia y/o resistencia. Durante la década de 1980 enfrentaron la censura y aportaron a la restauración democrática, en la de 1990 denunciaron el empobrecimiento al que se sometió a nuestro pueblo, y a comienzos del milenio colaboraron con la construcción de un clima de cambio haciendo opción por “dar vuelta la taba” en términos político-electorales.
Desde 2005 a la fecha, las murgas han sido endilgadas de ser complacientes con la gestión de gobierno del Frente Amplio (FA) y acusadas de ir en contra de su esencia, la crítica. Sobre este punto, y considerando que la mayor parte de las veces estas críticas se hacen desde el prejuicio y ajenidad con el Carnaval, quiero aclarar que hay sendos repertorios que contradicen dicha afirmación. No obstante, es cierto que han existido tensiones claras respecto de la necesidad de reposicionarse durante la era frenteamplista. La crítica en sí misma no dice nada si no guarda relación con una posición desde la cual se la realiza. Si la murga durante años criticó a los gobiernos blaquicolorados por izquierda, no sería ni coherente ni razonable que ahora critique por derecha a los gobiernos frenteamplistas. La actitud crítica puede devenir opositora o no; eso depende de la identidad política del colectivo artístico.
Quizá producto de esta tensión de la que hablábamos, en los últimos años se han propuesto espectáculos con un nivel de abstracción superior. Es decir, el ejercicio de la crítica no se ha aplicado tanto a cuestiones coyunturales particulares sino a las generalidades del sistema político, económico, social y cultural en el que vivimos: el capitalismo.
Se recurre a repertorios que ponen en el centro las relaciones de poder. Transversalizan las cinco categorías los reclamos de igualdad de género y la denuncia de las inequidades derivadas de un sistema patriarcal. Además, humoristas Cyranos, en lo que puede caracterizarse como una suerte de “activismo gordo”, desnuda el ejercicio de dominación y disciplinamiento de los cuerpos femeninos que se produce mediante los ideales de belleza. En este mismo sentido, la comparsa Valores procura desarmar dichos estándares no ya desde los cuerpos disidentes sino desde los parlamentos de sus vedettes, referentes por excelencia de la belleza convencional.
Enmarcada en las relaciones de poder, Agarrate Catalina hace un cuplé en el que “defiende” la causa perdida de la lucha de clases. Una vez que se desarrolla conceptualmente el planteo de la división de clases entre quienes sólo poseen su fuerza de trabajo (proletarios) y quienes son propietarios de los medios de producción (burgueses), asistimos a pasajes humorísticos de gran calidad que evidencian críticas y contradicciones de un proceso que se arrastra hasta nuestros días, pero que es analizado por la murga restrictivamente, con los lentes de la Guerra Fría.
No es mi objetivo ni ridiculizar ni distorsionar el planteo de la murga haciéndola decir cosas que no dijo, pero a la luz del cierre del cuplé, parece haber primado una suerte de necesidad de asociar la lucha de clases con el fenómeno de polarización que atraviesan nuestras sociedades latinoamericanas, que entiendo representa un ejercicio forzoso y falaz. Primero, porque confunde lucha de clases con clases en lucha; segundo, porque tiene una deriva psicologizante del conflicto social. La lucha de clases seguirá existiendo y moviendo la aguja de la historia independientemente de que la Catalina la reduzca a enfrentamientos entre personas desplazando el eje de sus posiciones sociales. Los procesos de explotación y empobrecimiento de grandes sectores de trabajadores son mucho más violentos y crudos que las discusiones subidas de tono que podamos tener en las redes sociales. Es claro que debemos aportar entre todas y todos para situar los debates en donde correspondan, evitando las personalizaciones, pero hacer negacionismo del conflicto social no parece una opción para un colectivo que se considere contrahegemónico.
En una respuesta involuntaria, La Mojigata ironiza estos planteos conciliatorios promoviendo que quienes defienden intereses opuestos se fundan en un abrazo, reivindicando así que los conflictos permanecen a pesar de la romantización de las formas.
Volviendo sobre el cuplé de la Catalina, el desencanto emerge como consecuencia de los enfrentamientos entre clases o entre izquierda y derecha. Lo que resulta paradójico es que dentro de las contradicciones que muchos advierten en lo nacional, figura el reclamo al FA por su mimetización política y una práctica por momentos conciliatoria de clases, derivando en el desencanto de quienes exigen otra velocidad en el avance hacia una sociedad poscapitalista. Por una razón o su inversa, parece no haber posibilidad de evitar el desencanto.
Desencanto, desconcierto y ausencia de sentido de la vida son los condimentos subjetivos de este clima de época. Desde la psicología social comunitaria se sostiene que el sujeto librado a su individualidad se ve obligado a producir significados despojado de las coordenadas espacio-históricas que ofrecían las referencias colectivas, en lo que se define como una “producción narcisista del yo que se desvincula material y emocionalmente de su entorno”.1 Sin referencias colectivas que den cuenta de los procesos de los que son parte, emergen subjetividades culposas tendientes a responsabilizar individualmente a los sujetos por su posición social, privatizando su dolor y evitando la colectivización de este.
Los discursos que se plantan impotentes frente al sistema y promueven lógicas de descrédito de las referencias colectivas (grupos, partidos, ideologías) terminan siendo funcionales al statu quo. El carnaval como festividad desde su origen mítico se propuso alterar las relaciones de poder; resulta llamativo que en este momento histórico de nuestro país emerjan con intensidad discursos, que no se reducen al reseñado, que se hacen eco de la apatía social en resúmenes más derrotistas que interpelantes. El neoliberalismo, en tanto régimen de prácticas, ha permeado en el mundo del arte, y esta sintomatología no es más que un reflejo de la sociedad despolitizada y frivolizada en la que vivimos, por lo que es mucho más productivo analizar el síntoma que castigar al portavoz.
Nicolás Lasa es psicólogo y comentarista en Colados al camión.
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Montenegro, M, Rodríguez, A y Pujol, J (2014). “La Psicología Social Comunitaria ante los cambios en la sociedad contemporánea”, Psicoperspectivas, pág. 35. ↩