Los miro directamente a los ojos pero nadie parece darse cuenta. Entre las 80 o 98 personas que están conmigo en este viaje ninguna parece soportar un minuto más esta atmósfera y me recuerdan unos versos del poema “Los hombres huecos”, de TS Eliot: “Los ojos no están aquí / No hay ojos aquí / En este valle de estrellas moribundas / En este valle hueco / Esta quijada rota de nuestros reinos perdidos”. Ahora llueve. Las gotas cada vez más grandes estallan contra el vidrio de la ventanilla, una niña de unos dos años me mira sonriendo desde los brazos de su madre y los edificios poco a poco empiezan a desaparecer del paisaje entre la niebla. Pero la atmósfera detestable no es la del autobús del servicio público TransMilenio, ni la del clima del viernes 1° de febrero de 2019 en Bogotá, ni la de los trajes y los rostros mojados, ni la de los paraguas escurriendo agua a montones en medio de los asientos y los pies de los viajeros. La atmósfera vil, insoportable, odiosa, triste, decepcionante, pútrida, es la del país, la de la situación del país que desde que Iván Duque llegó al poder es la peor en las últimas décadas.
“De pronto, parece que todo enloquece, incluso la locura. La locura enloquece, se desquicia, desborda sus marcos, se disemina; de pronto, en el desquicio general, la locura nos asedia. Es cierto, la imagen de una locura que enloquece resulta un tanto ambigua: paradójica por un lado, redundante por otro. Entre la paradoja y la redundancia, un ligero desplazamiento. Los adjetivos que componen la imagen actual de la locura parecen los mismos adjetivos que tradicionalmente se consustanciaron con la locura: desquiciada, desbordada, diseminada. Sin embargo, la situación es otra, pues los adjetivos que definían la locura de los locos hoy describen el estado de las instituciones destinadas a tratarlos”.
Hace unos meses había subrayado este párrafo de la página 91 del libro Pensar sin Estado, de Ignacio Lewkowicz. Esa mañana no llevaba el libro conmigo, pero recordé muy bien ese párrafo, sobre todo porque primero lo marqué con un lápiz rojo y luego recorté esa parte de la página para pegarla en la puerta de mi habitación.
Ese es el asunto: no sólo en Bogotá sino en todos los rincones de Colombia, quienes se mueven caminando, en los autobuses del transporte público, en sus propios autos, en los campos y en las ciudades; quienes miramos pasar los días desde las ventanas de las casas o desde el ostracismo de nuestros corazones arrugados por la sangre de la guerra, nos encontramos ante un apocalipsis, ante una revelación: la guerra en el país recrudecerá gracias a la locura de las instituciones manejadas por el gobierno.
El gobierno de Iván Duque es el resultado de una sarta de mentiras orquestadas desde su campaña, avaladas y replicadas por los integrantes su sector, uno de los más violentos del país y que en la actualidad están mostrándose como son. El Centro Democrático, partido de Duque, es la extrema derecha, una ideología brutal a la que no le interesan todos los colombianos sino sólo los que estén de su lado.
Así, en vez de sumarse a los gobiernos que proponen salidas negociadas a la crisis en Venezuela, pone el sable encima de la mesa y apoya al intervencionismo estadounidense. En vez de respetarse y respetarnos poniendo un fiscal idóneo e independiente para que investigue los casos de Odebrecht en el país, aprovechó para hacer una terna acomodada a sus propios intereses con la firme intención de que no se sepa nada sobre uno de los casos de corrupción más grandes en la historia de Colombia. En vez de proteger a los líderes sociales que están siendo asesinados casi a diario en el país, monta como director del Plan de Acción Oportuna de Prevención y Protección para los Defensores de Derechos Humanos, Líderes Sociales y Periodistas al general retirado Leonardo Alfonso Barrero Gordillo, un militar que en sus conversaciones invitaba a sus amigos a delinquir, a “armar mafias para denunciar fiscales”, como el mismo general decía. En vez de garantizar la libertad de expresión y de pensamiento, pone de gerente de los medios públicos a un inepto violento que censura abierta y descaradamente. En vez de decir algo sobre los asesinatos de los líderes sociales en el país, se arma de silencio, se quita el corazón y lo guarda con llave en su escritorio hasta que asesinen a alguien de sus afectos para ponérselo de nuevo y ahí sí promover marchas y hacer alboroto. Eso, entre otras cosas.
Por su parte, la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional le dio a Duque un argumento que no tenía y que necesitaba en forma urgente: el jueves 17 de enero, a las 9.32, en la capital de Colombia, con un carro bomba asesinó a 22 jóvenes estudiantes de la Escuela de Policía General Santander y dejó al menos 68 heridos. Pero creo que es justamente con ese tipo de grupos violentos que hay que negociar, para evitar atentados como el de Bogotá, para no tener que enfrentarlos militarmente y para que la población civil no siga padeciendo la tragedia de una guerra que no le pertenece.
En las regiones, hoy, los colombianos vuelven a temblar, a huir, al sálvese quien pueda. En la pobre Colombia la sangre empieza nuevamente a salirse por los filos de la alfombra.
Ahora con lo de Venezuela se vienen los marines estaounidenses, con la complacencia del presidente de la República. Ahora vendrán ellos, seguramente con inmunidad, como hace unos años durante el gobierno de Álvaro Uribe Vélez, cuando estuvieron acá y violaron a niñas colombianas y luego vendieron los videos de las violaciones.
La guerra no va a volver a Colombia porque no se ha ido, me decía Alberto, un amigo ingeniero de petróleos que ha recorrido las zonas más profundas de Colombia, y yo le dije que la guerra se mantendrá porque es el escenario perfecto para que Duque y su grupo se muevan como peces en el agua y que el presidente está dispuesto a hacer lo que sea para mostrarse como un Mesías, como un salvador, cumpliendo poco a poco con los rasgos propios de un dictador.
Hace tres noches vi el documental Franca: Chaos and Creation (Francesco Carrozzini, 2016) y me llamó la atención una frase con la que el filósofo francés Bernard-Henry Lévy define a Franca Sozzani, editora de la revista Vogue Italia. “Las mujeres como ella tienen destinos largos [...] las mujeres de su clase nacen varias veces en la misma vida”, decía el filósofo, y pensé que qué bendecida era Sozzani al poder nacer varias veces en la misma vida, como decía Lévy, y de disfrutar de un destino largo, porque acá, en Colombia, para casi todos, eso ahora es imposible. Los que no pensamos como Duque hemos sido condenados, o a morir asesinados, o a morir en vida, sin sueños, sin patria, sin más lastre que la incertidumbre, la desilusión y la vergüenza; hemos sido condenados a pasearnos como fantasmas entre multitudes de fantasmas.
John Rodríguez Saavedra es periodista.